Los conjurados
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Alberto Guerra Naranjo. Los conjurados
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Отрывок из книги
El hombre nunca sabe para quién padece y espera. Padece y espera y trabaja para gentes que nunca conocerá, y que a su vez padecerán y esperarán y trabajarán para otros que tampoco serán felices, pues el hombre ansía siempre una felicidad situada más allá de la porción que le es otorgada. Pero la grandeza del hombre está precisamente en querer mejorar lo que es...
ALEJO CARPENTIER, El reino de este mundo
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Antes de ejecutarlo de un tiro en la nuca, o de varias puñaladas, o tal vez antes de ahorcarlo en la prisión del cuartel alegando suicidio escandaloso del occiso, el sargento Montesino habría de desear un interrogatorio privado, o lo que sería lo mismo, un encuentro íntimo con mi padre, su rival en asuntos pasionales, quien estaría desnudo, muerto de susto, con amarres en manos y pies, en silla desfondada para que sus cojones colgaran al aire sin dificultad. Primero llegarían las estridentes bofetadas, los trompones con manopla para que dictara nombres, jefe de los conspiradores, sitio donde imprimían las octavillas, luego vendría el embudo en la boca, los litros de agua pestilente en el estómago, el anuncio del soplete cerca de la nariz, pero en vano, pues el propio Montesino bien sabía que en el caso de mi padre el interrogatorio no era por asuntos políticos, sino por los muslos de la mulata Crescencia, quien no le daba chances, aunque le propusiera los aretes que le faltaban a la luna o cualquier otro bolero, con amabilidad de sargento; un triste Montesino, exhausto, cegado por sus milímetros de poder, destruido por destruir de forma íntima, terminaría cediendo ante un rival sangrante que nunca más podría vender viandas en la plaza, ni tocar a la mulata Crescencia ni a nadie; el sargento, entonces, haría una seña a un par de verdugos que sin remilgos terminarían el trabajo, vendrían los culatazos de rigor, negro de mierda este, amenazas de cortarle los cojones con el cuchillo de capar verracos, para que respetes a los hombres, carajo, extracción de dientes y de uñas con enormes alicates, palmero de mierda, gritos, más gritos, alaridos de mi padre, sangre, mucha sangre.
Ni Crescencia López ni mi padre tenían la menor idea del desastre que se les avecinaba. Por suerte, el cabo Froilán, dándose un trago de aguardiente en la tienda no se pudo contener y, después de secarse el sudor con un sucio pañuelo, llamó aparte a Isidro Navarro para decirle de urgencia que a mi padre lo iban a matar si entraba al pueblo, e Isidro, como buen primo de la familia, sin pensarlo mucho, se apostó en la carretera y esperó a un Ford repleto, conducido por un negro medio feliz que solo pensaba ese domingo en vender su cosecha y en hacer el amor con Crescencia, para detenerlo con gestos de brazos arriba y repetírselo alto, asustado, Te van a matar si entras al pueblo, le dijo y entonces, el negro de un metro ochenta y cinco que era mi padre, dio un codazo a la puerta, se tiró del Ford con los nervios de punta, y se rascó la cabeza un instante como si aún no pudiera creerlo.
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