Los conjurados

Los conjurados
Автор книги: id книги: 2273240     Оценка: 0.0     Голосов: 0     Отзывы, комментарии: 0 602,15 руб.     (6,64$) Читать книгу Купить и скачать книгу Электронная книга Жанр: Языкознание Правообладатель и/или издательство: Bookwire Дата добавления в каталог КнигаЛит: ISBN: 9788418546686 Скачать фрагмент в формате   fb2   fb2.zip Возрастное ограничение: 0+ Оглавление Отрывок из книги

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Mientras Nat King Cole brilla en el Tropicana, el guajiro Plácido lucha por su vida a los pies de Sierra Maestra. Un sargento de las tropas de Batista lo tiene en el punto de mira, más por cuestiones de faldas que por razones políticas. Como le sucede a muchos conspiradores, incluida Magalys, la mulata de la que se ha enamorado. Y no le queda más que echarse al monte con los barbudos… Con algo de picaresca, ritmo de novela de aventuras y la historia real de sus padres, Guerra Naranjo reconstruye la otra cara de la Revolución cubana. Un retrato inédito que quizá refleje su convulso presente.

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Alberto Guerra Naranjo. Los conjurados

I

II

III

IV

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VI

VII

VIII

IX

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XI

XII

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XIX

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XXII

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El hombre nunca sabe para quién padece y espera. Padece y espera y trabaja para gentes que nunca conocerá, y que a su vez padecerán y esperarán y trabajarán para otros que tampoco serán felices, pues el hombre ansía siempre una felicidad situada más allá de la porción que le es otorgada. Pero la grandeza del hombre está precisamente en querer mejorar lo que es...

ALEJO CARPENTIER, El reino de este mundo

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Antes de ejecutarlo de un tiro en la nuca, o de varias puñaladas, o tal vez antes de ahorcarlo en la prisión del cuartel alegando suicidio escandaloso del occiso, el sargento Montesino habría de desear un interrogatorio privado, o lo que sería lo mismo, un encuentro íntimo con mi padre, su rival en asuntos pasionales, quien estaría desnudo, muerto de susto, con amarres en manos y pies, en silla desfondada para que sus cojones colgaran al aire sin dificultad. Primero llegarían las estridentes bofetadas, los trompones con manopla para que dictara nombres, jefe de los conspiradores, sitio donde imprimían las octavillas, luego vendría el embudo en la boca, los litros de agua pestilente en el estómago, el anuncio del soplete cerca de la nariz, pero en vano, pues el propio Montesino bien sabía que en el caso de mi padre el interrogatorio no era por asuntos políticos, sino por los muslos de la mulata Crescencia, quien no le daba chances, aunque le propusiera los aretes que le faltaban a la luna o cualquier otro bolero, con amabilidad de sargento; un triste Montesino, exhausto, cegado por sus milímetros de poder, destruido por destruir de forma íntima, terminaría cediendo ante un rival sangrante que nunca más podría vender viandas en la plaza, ni tocar a la mulata Crescencia ni a nadie; el sargento, entonces, haría una seña a un par de verdugos que sin remilgos terminarían el trabajo, vendrían los culatazos de rigor, negro de mierda este, amenazas de cortarle los cojones con el cuchillo de capar verracos, para que respetes a los hombres, carajo, extracción de dientes y de uñas con enormes alicates, palmero de mierda, gritos, más gritos, alaridos de mi padre, sangre, mucha sangre.

Ni Crescencia López ni mi padre tenían la menor idea del desastre que se les avecinaba. Por suerte, el cabo Froilán, dándose un trago de aguardiente en la tienda no se pudo contener y, después de secarse el sudor con un sucio pañuelo, llamó aparte a Isidro Navarro para decirle de urgencia que a mi padre lo iban a matar si entraba al pueblo, e Isidro, como buen primo de la familia, sin pensarlo mucho, se apostó en la carretera y esperó a un Ford repleto, conducido por un negro medio feliz que solo pensaba ese domingo en vender su cosecha y en hacer el amor con Crescencia, para detenerlo con gestos de brazos arriba y repetírselo alto, asustado, Te van a matar si entras al pueblo, le dijo y entonces, el negro de un metro ochenta y cinco que era mi padre, dio un codazo a la puerta, se tiró del Ford con los nervios de punta, y se rascó la cabeza un instante como si aún no pudiera creerlo.

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