Fulgor
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Alma Mancilla. Fulgor
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Отрывок из книги
ALMA MANCILLA
ARMONÍA SOMERS
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Es una locura, Eva, no deberías estar allá, no tú, no sola, no ahora. La voz de mi madre me obligó a mirar mis manos delgadas, sudorosas, mi rostro como el de una niña vieja en el reflejo del cristal del coche, mis ojeras pronunciadas, que no son las que corresponden a una mujer joven y saludable como lo debiera ser yo. La enfermedad que se nos esconde en la cabeza es la más hostil de todas las afecciones, la que más rápido nos expulsa del mundo circundante, la que más nos convierte en algo que se parece a los zombis. Mientras pensaba en qué contestarle a mi madre, y con las pupilas fijas en mis propias pupilas en el reflejo de la ventanilla del coche, sentí cómo se encorvaba mi espalda y cómo se encorvaba mi mente, como si a mi alrededor el cielo se viniera abajo igual que una pesada losa de cemento o de metal. Al final, no pude sino abrir los labios para musitar: Mamá, no soy una niña, hace mucho que dejé de serlo. Y no tienes de qué preocuparte. Yo sé cuidarme, voy a estar bien. Colgué en cuanto escuché que ella empezaba a sollozar, sintiendo ya que le había contado una mentira. Yo no tengo la culpa: las lágrimas de mi madre son cuervos que vuelan a través del alambre, aves rapaces que atraviesan las distancias. Sus lágrimas son gritos que siempre me consiguen alcanzar.
Después de aquello, Josué y yo nos comimos un par de elotes en el puesto de junto. Eran grandes, amarillos, cubiertos de una gruesa capa de mayonesa de la que aún siento el regusto salado y grasiento en la boca. Mientras esperábamos a que los prepararan vi venir por la carretera una carreta blanca, subiendo como un extraño mamut que se arrastrara sobre el asfalto. En el interior iban dos mujeres que también vestían de blanco y miraban al frente con solemnidad de campesinas bávaras, de gente de otra época. Blanca la nieve, blanco el sol, blanco el llanto, pensé. Parecían menonitas, pero estoy segura de que por esta región no los hay. Busqué a Josué para preguntárselo, pero este se había levantado y caminaba con porte de dandy rumbo a los baños. Me dirigí entonces a la señora que preparaba los elotes, pero ella estaba ya ocupada con otro cliente y no me prestó atención. Las mujeres me miraron al pasar, de reojo, sin girar la cabeza, como si aquel movimiento les estuviera prohibido. Yo las mire a mi vez, con curiosidad, pero con disimulo, esbozando apenas una sonrisa que ninguna de ellas me devolvió. Seguí mirándolas con esa sonrisa boba en los labios hasta que la traqueteante carreta se perdió en la espesura y desapareció detrás de un muro natural de árboles.
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