Los dioses inútiles
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Alver Metalli. Los dioses inútiles
LOS DIOSES INÚTILES
Índice
Agradecimiento
“Demos gracias a Dios por la victoria, la victoria más triste de mi vida” I
“En ésta perdemos honor, vida y haberes, o Dios nos devolverá todo cien veces…”
II
III
IV
V
“Tierra incógnita, que en el ánimo despiertas deseos poderosos e inextinguibles pasiones…”
VI
“Cosa admirable, fue el primero que su propia vida entrelazó con la vida de los indios…”
VII
“Marchad, marchad, hasta el fondo marchad, arrastrad nuestras almas hasta la profundidad…”
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
“Leía en los corazones y comprendía si en ellos había engaño o lealtad…”
XIV
XV
XVI
“Allí, donde el demonio tiene su cabeza…”
XVII
XVIII
XIX
XX
XXI
XXII
XXIII
“El bien que resulta de la mansedumbre es la tranquilidad y la concordia…”
XXIV
XXV
XXVI
XXVII
XXVIII
“Triste noche que lavó nuestros pecados…”
“Todavía escucho sus gritos…”
“Yo, Álvaro del Cerro, conquistador del Nuevo Mundo, prisionero de los aztecas…”
Отрывок из книги
Un padre que se lanza a la aventura en el Nuevo Mundo recién descubierto para conquistar gloria y fortuna; un hijo que lo sigue, rebelde e inquieto como todos los hijos. Unidos por un gran afecto, los separan sin embargo sus diferentes temperamentos y deseos. Estas diferencias se ponen de manifiesto y se confrontan durante los preparativos para la expedición de Hernán Cortés. En una de las primeras batallas de los conquistadores con los nativos, el hijo desaparece misteriosamente. Durante la travesía de los españoles hasta llegar a Tenochtitlán, el padre va teniendo noticias de que su primogénito decidió quedarse en territorio americano y no participar de la búsqueda de riquezas que era el objetivo principal de los conquistadores, ni de las guerras que ese fin provocaba. Como telón de fondo desfilan los acontecimientos que provocaron la caída del imperio azteca: Cortés y sus capitanes, el hundimiento de las naves, las batallas contra los tlaxcaltecas, la entrada de los conquistadores a Tenochtitlán, la enigmática relación de Cortés con Moctezuma, la muerte del emperador, la sublevación de sus súbditos, la fuga desesperada de los españoles, el sitio y la sangrienta reconquista de la ciudad sobre el lago. Esta novela es el resultado de un minucioso trabajo de búsqueda y recuperación de datos y circunstancias. El autor llevó a cabo investigaciones en Santo Domingo, Cuba y México, donde durante tres años recorrió la ruta de Cortés y su expedición.
Alver Metalli, periodista y escritor italiano, durante muchos años ejerció su profesión como corresponsal en América Latina, donde se ha radicado. Vivió en la Argentina, luego en México y posteriormente en Montevideo, Uruguay. Actualmente reside en Buenos Aires. Es autor de los ensayos Cronache centroamericane (1988) y La América Latina del siglo XXI (2007, edición trilingüe en italiano, español y portugués). Ha publicado las novelas La herencia de Madama (2002), Lobo siberiano (2010) y L’Ombra dei Guadalupes (2010).
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La nominación de Cortés como comandante de la Armada –y más aún la noticia de la inminente expedición– desató el entusiasmo en San Yago, donde me encontraba, y en todos los rincones de la isla donde los españoles se habían dispersado para buscar oro. Todos los días subían al puente de la Santa María soldados y marineros para pedir información. Todos, después, se sumaban a la expedición. Y si la bella cesareña intercedía por Cortés, los allegados a Diego Velázquez no perdían la oportunidad de denigrarlo ante los ojos del gobernador y de intrigar para que éste le revocara el mando de la expedición. Difundían las calumnias más descaradas sobre la persona del comandante, sobre su pasado y sobre sus intenciones futuras. Comprendí de dónde había sacado Cervantes el juglar las ideas para sus versos maliciosos, el día en que junto con Santiago –ay de mí– fuimos a enrolarnos en la expedición. Pero Cortés, que estaba al corriente de los movimientos de sus adversarios, también cuidaba muy bien de los suyos. No perdía oportunidad para ablandar al gobernador Velázquez y prometerle riquezas en tierras, indios, oro y prestigio que, como todos saben, no se vende ni se compra sino que se obtiene con el favor de la suerte y con la audacia.
Los entusiasmos se multiplicaban, los tiempos se cumplían; hervían los preparativos para la partida, seguía llegando gente. Los hombres hipotecaban sus posesiones para comprar enseres y armas, las mujeres –esposas, amantes, hermanas– se preparaban para seguirlos; las viejas, frente a la entrada de sus casas, acolchaban los jubones y remendaban las hamacas, las siervas indias horneaban pan para el viaje. Las espadas herrumbradas eran afiladas, las astas de las lanzas se mojaban y secaban, las armaduras se enderezaban, cambiaban la cuerda de las ballestas, calibraban las flechas. Los arcabuces –los pocos que algunos habían traído de España– se limpiaban y engrasaban con cuidado, mientras mezclaban la pólvora y fundían plomo en los moldes para las balas. No eran, los que conocí en aquellos días de vigilia, hombres virtuosos, no todos por lo menos y ni siquiera la mayoría. No lo era el rubio Alvarado, que se ganaba la vida cazando a los nativos; no lo era el secretario Hernández, el noble Portocarrero, los infantes Bernardo y Argüello, el capitán Velázquez de León, que se decía había dado muerte a un hombre y que por esa razón tenía apuro por dejar Cuba.
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