Artemisia
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Anna Banti. Artemisia
NOTA DE LA AUTORA
EPÍLOGO
NOTAS
ÍNDICE
Отрывок из книги
COLECCIÓN FUERA DE SERIE, 5
TRADUCCIÓN DE CARMEN ROMERO
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Pero una tarde, a finales de agosto, el retorno inesperado de Orazio sobre las nueve, cuando las vecinas no habían cenado todavía y el rumor de la cháchara y las burlas, tras los lienzos de la ventana cerrada, contrastaba con la soledad laboriosa de Artemisia, sentada en su trabajo, descuidadas las ropas, con una taza de leche junto a las hojas de dibujo, por temor a que hilvanase la idea de la sospecha y a ser mal juzgada, Artemisia no pudo, esa vez, más que reflejar su inocencia. Tenía por modelo un ala gris de pichón, pacientemente recosida y pegada, que tenía que parecer un ala de ángel, y en el maniquí, un recorte de brocado azul. Los ojos claros de la muchacha, levantados hacia el padre que entraba, reflejaban aquel azul: ella se le apareció absorta y límpida, como cuando la retrataba de niña, quieta como solía quedarse viéndolo pintar. Al principio no hubo palabras, sino, en la mirada de Orazio, aquella luz jovial de cuando hablaba de pintura o se la mostraban, espejo de una actividad deseosa y feliz. Hacía años que la muchacha no la veía, y fue un rayo de sol el que le abrió la mano que empuñaba el lápiz, iluminó la hoja, desató sus miembros humillados. Al inclinarse sobre ella, le vio, en el ángulo del ojo, aquella contracción de benévolas arruguitas que preludiaba una sonrisa, un indicio de satisfacción. Con la yema del pulgar difuminó delicadamente la sombra un poco dura del carboncillo en el vestido del ángel. Se volvió a levantar y también ella se levantó intimidada, pero no torpe ya. Orazio dijo: «Termina», y entró en la habitación. Un minuto después le oyó que silbaba, refrescándose.
Aquella tarde, en la casa de los Gentileschi hubo sopa y tortilla, como en las demás casas de la vecindad, y padre e hija comieron sentados el uno frente al otro. Orazio había abierto la ventana; veían volar las golondrinas y el ruido del patio, incluso la voz de Tuzia, que no faltó, se quedó fuera como si los postigos estuvieran cerrados. Sirviéndose el último vaso, Orazio comenzó a hablar, y Artemisia fue tan feliz que las palabras se le escapaban, sólo oía la voz. La tenía sorda y baja, casi desganada, y aún más cuando sabía que decía cosas nuevas, que eran escuchadas con interés o maravilla. «He terminado en Monte Cavallo y no quiero trabajar más en Roma, necesito viajar. Por ahora vamos a Florencia; el gran duque me ha hecho una propuesta y las condiciones son buenas. Se incluye también una visita a Pisa.» Una vez vaciado el vaso, Orazio se levanta de la mesa, su silueta enjuta se recorta en la luz pálida de la ventana. La hija se ha quedado sentada entre los cacharros que tendrá que fregar, pero sin aliento, entre el temor y la esperanza. «¿Vamos?» ¿De quién habla el padre? Quizá quiere llevarse consigo a Francesco y a todos los hermanos, ella se quedará sola en Roma. Y entonces Orazio se vuelve, la mira un momento, después fija la atención en el fregadero: «Si quieres venir te llevo conmigo y conmigo trabajas. Pero antes te tienes que casar».
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