La parte enferma

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Автор книги: id книги: 1996816     Оценка: 0.0     Голосов: 0     Отзывы, комментарии: 0 436,13 руб.     (4,9$) Читать книгу Купить и скачать книгу Купить бумажную книгу Электронная книга Жанр: Языкознание Правообладатель и/или издательство: Bookwire Дата добавления в каталог КнигаЛит: ISBN: 9789874752963 Скачать фрагмент в формате   fb2   fb2.zip Возрастное ограничение: 0+ Оглавление Отрывок из книги

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La parte enferma reúne cinco cuentos notables de Cecilia Ferreiroa. Construye con ellos un universo donde la vida parece circular por sus carriles habituales hasta que algo de esa cotidianidad se descompone, se desvía, no responde como antes. Aquí hay historias de mudanzas (tal el título del cuento que cierra este libro), viajes, desesperaciones, esperas, arrebatos, miedos. Ferreiroa tiene una voz única, singular, que ya mostró en Señora Planta, su primer libro. Aquí profundiza esa voz en una nueva búsqueda narrativa: toma distancia, sobrevuela, acosa, gira alrededor de sus personajes para que no se le escape en la observación el más mínimo gesto de derrota, de tristeza o de vacío. Cubre y descubre en una tensión perfecta, con imágenes que siguen al lector mucho después de haber terminado el libro.El título de este libro de Cecilia Ferreiroa anticipa con franqueza de qué hablan estos cuentos. Y la voz que habla (según sus graduaciones narrativas) así lo hace, también. Es una voz (una visión del mundo) que los enlaza y atraviesa, dándole notoria unidad al conjunto. La voz corre, y no importa demasiado que hable en primera o en tercera persona porque el impulso es el mismo, y busca el mismo pasmoso desnudamiento en el variado (y no pocas veces cómico) carrusel de aventuras en que los personajes incurren. El trabajo de esta voz es despiadado, entusiasta, imparable, exploratorio, puntilloso y eficaz, sobre todo al someter las anécdotas a la lucidez de una inmersión bajo focos. A la medida de cada cuento, la voz transita calles, oficinas, aeropuertos, paisajes lejanos y el café de la esquina o los interiores opacos de un departamento: espacios que los personajes encuentran o necesitan para ilusionar y desquiciar sus vidas. En los cinco cuentos (Virgo, Los cuidadores, Autitos de colección, Aunque estés equivocada, Mudanzas), Cecilia Ferreiroa trata con ardor la «parte enferma» de un mundo cotidiano, contemporáneo, imperioso y caprichoso y que sólo puede ser habitado confusamente. La voz que narra no dejará de columbrar allí los descalabros de lo ilusorio ni de trazar vertiginosas topologías de «mudanzas» para el cumplimiento preciso de un destino.

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Cecilia Ferreiroa. La parte enferma

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LA parte enferma

CECILIA FERREIROA

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—Si trasciende, no podemos seguir siendo parte de la empresa —le dijo su alumno sin rastros de queja.

Se puso a revolver una caja en la que tenía algunas pocas fotografías de su padre. En una foto estaba él detrás de un escritorio lleno de libros y papeles, con anteojos y el pelo engominado hacia atrás, mirando la cámara, rozagante y con los cachetes inflados. Con la mano se tapaba la boca, pero debajo de la mano se podía ver la punta de los labios que asomaba. Estaba sonriendo, divertido, los ojos tenían una luz especial y parecía que su mano estuviera intentando contener una carcajada que, de todos modos, se escapaba. Se dio cuenta de que ella se ponía la mano en la cara de la misma manera. Esa foto sería de antes de que ella hubiera nacido, y él parecía tener una oficina propia y sentirse a gusto. Sería un trabajo formal, o sería formal él, o la época, porque estaba con camisa, perfectamente planchada, y corbata. El saco lo habría colgado en algún lugar, quizás con una percha para que no se arrugara. No había pensado en su padre como en alguien tan prolijo y bien vestido. La camisa era blanca y le quedaba justa, ni floja ni muy ajustada. Su padre era ancho, corpulento, sin ser gordo. El bien hechito, decía su abuela al referirse a él. Luego había otra fotografía. De un tiempo en que su hermano y ella ya habían nacido, en la casa en la que se mudaron los cuatro, al fondo del jardín de sus abuelos. Su padre estaba tirado en la cama, en piyama, con barba de varios días y el pelo entrecano despeinado. Había varios libros desparramados sobre las sábanas y él leía uno con la mirada fija, con una concentración que a Carolina le pareció llena de preocupación. Estaba flaco y demacrado. Recordó algo que le había contado su madre. Con la intervención de la Facultad en el 74 a los dos los echaron de su cargo de profesores por su militancia política. A él también lo echaron de su trabajo en el Estado por lo mismo. Su madre se puso a trabajar en el negocio de su abuelo, pero él —le había dicho su madre— estaba completamente marcado y no tenía dónde trabajar. A fines de ese mismo año murió de una enfermedad que lo mató de manera fulminante. En esa foto se notaba un descuido y un desaliño. Probablemente la habría sacado su madre a la vuelta del trabajo, quizás con admiración y respeto por su estudio, pero a Carolina le parecía la imagen de alguien desesperado, y le daba tristeza. Su padre se pasaría largos tiempos en la cama, leyendo, cuando su hermano y ella eran muy pequeños. Al acercarla, pudo reconocer la tapa de uno de los libros que había sobre la cama porque ella lo tenía guardado en su biblioteca (sin haberlo abierto ni una sola vez, conservado con cuidado y reverencia, pero ajeno): Los Grundrisse. La última foto era de ella con su padre. Era la única que tenía con él, según su madre, porque era quien las sacaba. Se la pasaba sacándote fotos, le encantaba, repetía sin la mínima variación; pero lo cierto es que no había muchas. De su hermano había algunas más pero tampoco muchas más. Con tantas mudanzas se perdieron, le había explicado su madre. Esa fotografía con su padre era lo más significativo que tenía de él, pedazos de vida congelada, de un pasado intacto y enigmático. La tomó y la miró detenidamente. Ella tendría dos años. Meses, días después él había muerto. Su padre está recostado en una reposera y ella está parada, tomada de su pierna, mirándolo. La manera en la que lo mira muestra un amor que nunca había visto reflejado en una imagen suya. Sus ojos claros brillan y tiene una sonrisa sincera, feliz, desbordante. Y su mano pequeña y dorada, quemada por el sol —de esos tiempos en que no se les ponía tanto protector a los niños—, toma su rodilla. Hasta ahí se retrataba un momento de felicidad, pero lo que siempre la había perturbado en esa foto era la expresión de su padre. Nunca se había detenido a mirarla en profundidad, más bien le echaba una mirada rápida y especialmente enfocada en ella, pero ahora la veía con valor y con claridad. Su padre estaba con una mueca de fastidio, de dolor casi. Tenía la cabeza ladeada hacia su brazo como quien se está rascando o sacando algo que le molesta. No la estaba mirando a ella. Carolina no estaba segura de que él hubiera notado todo el amor en su mirada. Su padre miraba más allá, a ningún lugar determinado, con la mirada perdida, abismada, como si hubiera dejado de estar presente. La niña que era ella en ese momento no parecía haberlo notado. Su felicidad era total y colmaba su zona de la foto, la volvía resplandeciente, llena de luz y concreta, casi tan concreta como su carita sonriente, pero poco a poco se iba ensombreciendo a medida que se acercaba a su padre. Una densidad inquietante lo rodeaba, nada de la luz que irradiaba ella permanecía ni penetraba en la oscura imagen de él y su mueca de dolor. Era como un montaje de dos momentos distintos, sin relación uno con el otro. La dejó con una angustia que se asomaba y que le hizo sentir miedo. Trató de consolarse diciéndose que nunca se sabe, de pronto se la ha pasado muy bien en compañía de alguien, pero justo queda plasmado un momento que hace pensar que todo fue un fiasco. Se dijo que quizás él no estaba tan mal, que había podido disfrutar esa tarde soleada con ella, que se había contagiado de su felicidad, pero la foto reflejaba un momento que hacía pensar que nada había podido atravesar el vacío y la tristeza que tenían tomado, junto con la enfermedad, a su padre.

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