La parte enferma
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Cecilia Ferreiroa. La parte enferma
Отрывок из книги
LA parte enferma
CECILIA FERREIROA
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—Si trasciende, no podemos seguir siendo parte de la empresa —le dijo su alumno sin rastros de queja.
Se puso a revolver una caja en la que tenía algunas pocas fotografías de su padre. En una foto estaba él detrás de un escritorio lleno de libros y papeles, con anteojos y el pelo engominado hacia atrás, mirando la cámara, rozagante y con los cachetes inflados. Con la mano se tapaba la boca, pero debajo de la mano se podía ver la punta de los labios que asomaba. Estaba sonriendo, divertido, los ojos tenían una luz especial y parecía que su mano estuviera intentando contener una carcajada que, de todos modos, se escapaba. Se dio cuenta de que ella se ponía la mano en la cara de la misma manera. Esa foto sería de antes de que ella hubiera nacido, y él parecía tener una oficina propia y sentirse a gusto. Sería un trabajo formal, o sería formal él, o la época, porque estaba con camisa, perfectamente planchada, y corbata. El saco lo habría colgado en algún lugar, quizás con una percha para que no se arrugara. No había pensado en su padre como en alguien tan prolijo y bien vestido. La camisa era blanca y le quedaba justa, ni floja ni muy ajustada. Su padre era ancho, corpulento, sin ser gordo. El bien hechito, decía su abuela al referirse a él. Luego había otra fotografía. De un tiempo en que su hermano y ella ya habían nacido, en la casa en la que se mudaron los cuatro, al fondo del jardín de sus abuelos. Su padre estaba tirado en la cama, en piyama, con barba de varios días y el pelo entrecano despeinado. Había varios libros desparramados sobre las sábanas y él leía uno con la mirada fija, con una concentración que a Carolina le pareció llena de preocupación. Estaba flaco y demacrado. Recordó algo que le había contado su madre. Con la intervención de la Facultad en el 74 a los dos los echaron de su cargo de profesores por su militancia política. A él también lo echaron de su trabajo en el Estado por lo mismo. Su madre se puso a trabajar en el negocio de su abuelo, pero él —le había dicho su madre— estaba completamente marcado y no tenía dónde trabajar. A fines de ese mismo año murió de una enfermedad que lo mató de manera fulminante. En esa foto se notaba un descuido y un desaliño. Probablemente la habría sacado su madre a la vuelta del trabajo, quizás con admiración y respeto por su estudio, pero a Carolina le parecía la imagen de alguien desesperado, y le daba tristeza. Su padre se pasaría largos tiempos en la cama, leyendo, cuando su hermano y ella eran muy pequeños. Al acercarla, pudo reconocer la tapa de uno de los libros que había sobre la cama porque ella lo tenía guardado en su biblioteca (sin haberlo abierto ni una sola vez, conservado con cuidado y reverencia, pero ajeno): Los Grundrisse. La última foto era de ella con su padre. Era la única que tenía con él, según su madre, porque era quien las sacaba. Se la pasaba sacándote fotos, le encantaba, repetía sin la mínima variación; pero lo cierto es que no había muchas. De su hermano había algunas más pero tampoco muchas más. Con tantas mudanzas se perdieron, le había explicado su madre. Esa fotografía con su padre era lo más significativo que tenía de él, pedazos de vida congelada, de un pasado intacto y enigmático. La tomó y la miró detenidamente. Ella tendría dos años. Meses, días después él había muerto. Su padre está recostado en una reposera y ella está parada, tomada de su pierna, mirándolo. La manera en la que lo mira muestra un amor que nunca había visto reflejado en una imagen suya. Sus ojos claros brillan y tiene una sonrisa sincera, feliz, desbordante. Y su mano pequeña y dorada, quemada por el sol —de esos tiempos en que no se les ponía tanto protector a los niños—, toma su rodilla. Hasta ahí se retrataba un momento de felicidad, pero lo que siempre la había perturbado en esa foto era la expresión de su padre. Nunca se había detenido a mirarla en profundidad, más bien le echaba una mirada rápida y especialmente enfocada en ella, pero ahora la veía con valor y con claridad. Su padre estaba con una mueca de fastidio, de dolor casi. Tenía la cabeza ladeada hacia su brazo como quien se está rascando o sacando algo que le molesta. No la estaba mirando a ella. Carolina no estaba segura de que él hubiera notado todo el amor en su mirada. Su padre miraba más allá, a ningún lugar determinado, con la mirada perdida, abismada, como si hubiera dejado de estar presente. La niña que era ella en ese momento no parecía haberlo notado. Su felicidad era total y colmaba su zona de la foto, la volvía resplandeciente, llena de luz y concreta, casi tan concreta como su carita sonriente, pero poco a poco se iba ensombreciendo a medida que se acercaba a su padre. Una densidad inquietante lo rodeaba, nada de la luz que irradiaba ella permanecía ni penetraba en la oscura imagen de él y su mueca de dolor. Era como un montaje de dos momentos distintos, sin relación uno con el otro. La dejó con una angustia que se asomaba y que le hizo sentir miedo. Trató de consolarse diciéndose que nunca se sabe, de pronto se la ha pasado muy bien en compañía de alguien, pero justo queda plasmado un momento que hace pensar que todo fue un fiasco. Se dijo que quizás él no estaba tan mal, que había podido disfrutar esa tarde soleada con ella, que se había contagiado de su felicidad, pero la foto reflejaba un momento que hacía pensar que nada había podido atravesar el vacío y la tristeza que tenían tomado, junto con la enfermedad, a su padre.
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