Todos íbamos a ser rockeros y otros cuentos
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Claudio Naranjo Vila. Todos íbamos a ser rockeros y otros cuentos
TODOS ÍBAMOS A SER ROCKEROS. Y OTROS CUENTOS
Claudio Naranjo Vila
A mis padres
ÍNDICE
I. Todos íbamos a ser rockeros. Fuegos artificiales. Una tarde de nunca más. II. Espejo de sirenas. Relato de una fotografía. Detrás de la máscara. III. El orden de las vidas. Ausencias de noche. Tiro al aire. El enemigo interno. IV. El espíritu de los lugares. Cuento de hada. Viaje de regreso. El mundo que no gira. Fragmentos de una novela inconclusa
La música empieza. donde se acaban las palabras. E. T. A. Hoffmann. La escritura es originalmente. el lenguaje del ausente. Sigmund Freud
Todos íbamos a ser rockeros. Al llegar para instalar los instrumentos, no sabíamos que esa noche, a raíz de un acuerdo del cual no fuimos parte, después de nosotros tocaba una banda llamada Los Fiskales. Mientras cargaba algunas cajas de cerveza, uno de los empleados nos advirtió de su música punk-rock algo violenta y, al percatarse de que seríamos sus teloneros, dijo que de seguro habría problemas
Si hablamos de la noche memorable de nuestra presentación en el ambiente musical, no es posible hacerlo sin mencionar al Guatón Vargas. Cristián no lo tragaba, pero no todos pensábamos lo mismo. Con el Guatón no había punto medio: o era considerado un visionario o un completo charlatán. Recuerdo la noche sentados en Las Lanzas, un bar de la plaza Ñuñoa que vivía del esplendor de tiempos pasados, cuando dijo que se le había ocurrido primero la idea de anteponer canciones de otros grupos como citas musicales a los temas propios. Se lo comentó a los Mal Corazón, a quienes les echaba una mano con los arreglos de su primer disco, y entonces apareció Fue de los Soda como introducción a uno de sus temas. La idea no tenía nada de novedosa, sabíamos que Oasis empezaba sus conciertos con I am the walrus, y que Jim Morrison recitaba sus poemas antes de cantar. Nos reímos un poco, pero a Cristián no le causó gracia y se levantó de su asiento
Los genios que escondió el rock latino. Abandonan éxito profesional para dedicarse al rock
—Este huevón nos metió en el medio tete. Puede que también te haya cagado con algo de plata cuando fue a hablar con el administrador
Todas íbamos a ser reinas, de cuatro reinos sobre el mar: Rosalía con Efigenia. y Lucila con Soledad..
En la tierra seremos reinas. y de verídico reinar, y siendo grandes nuestro reinos, llegaremos todas al mar
LA NOCHE DE LAS REINAS
Fuegos artificiales. No sé para qué mis tíos habrán mandado a mi primo Nacho en bus esta mañana desde Valparaíso, si mis papás están peleados y capaz ni tengamos celebración de Año Nuevo. De todos modos, mi mamá me obligó a venir a recogerlo con ella al terminal de buses
Recién regresamos de hacer las compras y mi papá llega a almorzar. Al final, mi mamá también le compró una camisa al Nacho, para que no haga escándalos porque me regalaron algo y a él no; además, todavía tenía puesta la polera vomitada
Mi papá vuelve temprano por la tarde, no como anoche, que se fue a tomar con sus compañeros de trabajo después de la celebración del año nuevo en su oficina. Metió harto ruido con la chapa y después tropezó con el sillón blanco al doblar por el pasillo hacia el dormitorio. Escuché el arrastre de las patas metálicas por el parquet y supe que había vuelto. Me dormí antes de que empezaran los gritos. Hoy por la mañana, cuando mi mamá me despertó para ir a buscar a mi primo, lo encontré durmiendo en el sillón sin siquiera haberse sacado los zapatos, dejando los cojines cochinos y ganándose el reto matutino. La mesa de centro tembló con los gritos de mi mamá. Sobre ella mi papá colecciona antiguos espejos de mano, los compra en el mercado persa ya viejos y opacos. Es raro tenerlos porque no reflejan, contrario a los que tiene la peluquería de mi mamá, nuevos, grandes y siempre limpios
Una tarde de nunca más. El río parece llevarse sus malos pensamientos. Sentado arriba de uno de los arcos del Puente del Arzobispo, alterna su mirada entre el torrente —las crestas de agua corren iluminadas por los faroles del alumbrado público— y los autos, que cruzan de una a otra ribera de la ciudad. Nadie jamás lo ve allá arriba, eso lo hace sentir con el extraño poder del que observa y no es observado, del que es dejado de lado por su voluntad
Pasan varios días de angustia e incertidumbre, hasta que se decide a llamarla. Está perplejo y asustado. Si quiere verla tendrá que invitarla a alguna parte, pero vendrá la complicación de pensar a dónde ir. Y, sobre todo, qué decir. Después de dar muchas vueltas sobre el asunto, considera que pueden ir a alguna disco, un bar o el cine. Primera vez que se verán, mejor que sea en la tarde. Muy temprano para una disco y se conocen demasiado poco para sentarse cara a cara en un bar, así que opta por el cine
Pasa la hora y Muriel no aparece en la esquina. Lamenta no haber preguntado cuando hablaron por teléfono si quería ir al cine. No sabe si buscarla, lo pone nervioso entrar a un lugar donde no conoce a nadie, pero teme llegar tarde a la función o, peor aún, no verla, así que va de todas maneras. Se interna por la avenida Los Leones hasta Pío X y cruza los jardines de la Escuela Moderna de Música. Siente que todos en el patio lo miran. Lleno de angustia, da con el baño y se mete. En su rápida pasada ve que Muriel está sentada en un banco conversando con alguien vestido de hippie. Ella lo mira al pasar, luego resitúa su vista y frunce el ceño, como si se concentrara en lo que le cuentan. Cuando se repone y sale del baño, ella apura la conversación, se despide y va a su encuentro
Llega el lunes de la semana siguiente. El martes. Y el resto de los días. Por más que llama y llama, no ha sabido de Muriel. Su mamá lo despierta temprano todas las mañanas para ir al instituto, cada día se levanta con menos ganas. Se sienta al fondo del furgón escolar que maneja su mamá, sin hablar con ningún cabro chico. Ella lo ha matriculado en Administración de Empresas, una carrera técnica, temiendo lo que será de él cuando ella no esté. Algunas tardes va directo del instituto a las clases de guitarra de la comunidad terapéutica
Es la hora en que los asalariados salen de sus trabajos, la hora de los interminables atochamientos de autos. Sube corriendo por uno de los arcos del puente al lugar que es solo suyo, donde nunca nadie lo ha descubierto, y desenfunda la guitarra. Empieza a tocar sus temas. Algunas personas lo ven y detienen un rato, pero con el río y los bocinazos apenas es posible escuchar. En ningún momento mira hacia abajo por donde pasan los autos, sino al correr del río, las canciones que se alejan enredadas en el agua. Cuando le empieza a doler la yema de los dedos, deja de tocar y baja
Lamentamos comunicar la trágica e inesperada muerte de nuestra alumna y compañera, Muriel. Extendemos nuestras condolencias a sus familiares y amigos
Talentoso músico se tira al Mapocho por amor
Espejo de sirenas
A mitad de hacer el amor, huye de la cama. Te quedas quieto como si esperaras otro golpe. La escuchas atravesar corriendo el departamento. Abre la puerta, el eco de sus gritos viene de la caja de escalera. Si alguien en el edificio aún no estaba enterado, ahora sabrá que en la marea de los agitados cuerpos de ambos ha visto la otra mitad de su espejo roto
Detrás de la máscara
Ahora sí que te voy a mandar a la chucha, me uno a los que no quieren saber más de ti, aunque ya poco quede de tu persona, pudriéndote solo, desperdiciado y abatido de tanto ir y venir de la mierda. Me saludas con una mirada de perro con tiña desde el banco de la plaza Brasil. Te lo advertí, no voy a correr a tus llamadas porque te sientes solo y necesitas hablar con alguien, ni porque, confundido en tu locura, al rato la embarres criticando a los otros. Crees que algo sabes sobre ellos, cómo viven, el trabajo diario, la ida y vuelta a un mismo lugar como si nunca hubieran salido de sus casas, en auto, en metro, en micro, jamás a pata, a nadie se le ocurre caminar como si lo hubieras inventado tú. Los fantasmas, como los llamas mientras cruzamos la avenida Huérfanos y maldices los autos que no se detienen, los fantasmas que roncan por la noche luego de amar al vacío y de programar sus relojes para el espanto de mañana. Es el orden de la vida —dices— y jamás se preguntarán si en alguna parte les tomaron el pelo, algo que también tienes metido en la cabeza, pero al revés del resto
esto lo narro yo, en noches de luna llena, cuando me fragmento en las historias contadas para fabricarme una nueva máscara, el vagabundo a quien nadie en el mundo mira, cuyo nuevo rostro se va conformando a la luz de la luna: yo, el narrador, que entra en hospitales donde médicos malhumorados se distraen mientras atienden a pacientes, sintiendo que su vida transcurre en otra parte: yo, el delator de antiguos torturadores, que han dejado marcas y signos dispersos por la ciudad como si quisieran ser descubiertos: lugar donde vida y muerte confluyen, por todos los cuerpos que vendrán que serán su cuerpo sin ella, como un narrador de esta y otras historias que convergen en sus fragmentos, cuando siento que empiezas a recorrer mi cuerpo con tu boca, a través de su cuerpo que tomas de mí, y me tomas como a ella entre tus manos para llevarme a la ventana, para que los fragmentos vuelvan a reunirse en el espejo de mis ojos que ya no ven, de este cuerpo que no es mío, sino tuyo a través de ella: yo, el vagabundo tendido cerca de la hoguera, máscara de un fuego eterno que regresa de tiempos anteriores, quien maneja la magia de las palabras y sus perdidos sonidos, donde las apariencias son también signo y máscara de lo que hay bajo la oscuridad de la noche, soy todos ellos a partir de los pedazos que conforman mi nueva máscara: máscara que se descubre a medida que leemos, fragmentos de una historia mayor que no logramos comprender, remedos de un disfraz que se zurce cada noche para mantener la imagen de lo real, retocada noche tras noche, porque no hay otra realidad que la inventada, noche tras noche, la única realidad posible a partir de estos disfraces y máscaras y juegos que nunca abandonamos y terminaron jugando con nosotros, unos pordioseros alrededor de unas llamas, los trajes viejos y rasgados que son un puro disfraz para entrar a una realidad empobrecida, y el fuego la máscara de lo que permanece a través de los tiempos, las máscaras y los disfraces que nos permiten entrar en la vida: y lo único que queda es la poesía, escritura que trae de vuelta a los ausentes, máscara de un reencuentro que alguna vez fue posible, la prueba de que hubo un tiempo de encuentros y amores, algo más que este deambular por calles nocturnas donde a nadie le importa una mierda lo que sea del otro: lo narro yo, en noches iluminadas por la luna, atravesando muros de otras épocas, donde todos son el mismo personaje y a su vez ninguno, en cada fragmento de una historia inconclusa, por más que se persiga un final sin más preámbulos, develando por fin la cara oculta bajo la máscara, una bajo otras máscaras que recupero para siempre, en un solo cuerpo, ese cuerpo narrado que soy yo, yo que no soy nada, nada más que un montón de diarios y trapos viejos arrojados a las llamas
El orden de las vidas. A las siete de la mañana el teléfono suena. Torpe por el sueño y todavía borracho, lo boto del velador al buscar el auricular. La máquina contestadora nunca funciona cuando debe hacerlo. Una voz lejana repite aló contra el suelo. Tiro del cable y el teléfono aterriza sobre la cama. De La Central me piden que viaje esta tarde a Valparaíso. Quedaron en no llamar hasta la semana que viene y pienso en mandarlos a la cresta, pero recuerdo que pronto vence el plazo para pagar la pensión alimenticia de mi hijo
Una vez en Valparaíso nadie puede decirme cómo llegar al pasaje en auto. Mientras manejo pienso en Isabel y cuando vinimos de luna de miel al puerto. Nunca tuvimos claro si Matías fue concebido en esos días, pero nos gustaba creer que fue así. Encuentro una calle que sube a los cerros y después de muchas vueltas llego a una tal avenida Alemania. El motor de mi escarabajo tiene un ruido raro tras el viaje. Paro en una curva y miro las luces del muelle y los barcos anclados. Una micro pasa rápido, remeciendo el auto. Chófer de mierda. Cierro el auto y empiezo a bajar por un callejón sin luz. Tengo que volver a subir por una escalera que huele a meado. Después camino sobre unas planchas de zinc y con garabatos, devuelvo los gritos que vienen del interior de la casa. Tropiezo con adoquines mal pulidos, se me están agotando las pocas ganas de trabajar. El mar desaparece tras los edificios del plano
Ausencias de noche
Despierto como si no hubiera cerrado los ojos en toda la noche, con el bip del despertador traspasando el umbral de mi sueño hace tanto rato que no sé si lo estuve soñando. Ya no estás en la cama, has empezado la rutina y afuera aún está a oscuras. Siento el horrible olor a parafina y sé que enciendes la estufa esta mañana, como todas desde que se nos vino el invierno encima. Estarás en el sombrío pasillo que une con los otros departamentos, soportando con los ojos entrecerrados el humo negro que sale de la mecha y las quejas de la vieja de al lado que nunca duerme, gritando detrás de la puerta que ese no es el lugar para eso, que contaminas su aire, como si ella no nos intoxicara con sus gritos y malos tratos
Es la hora del almuerzo y me asomo por la ventana del edificio. No hay copas de árboles que tapen mi vista. Abajo, la gente se apretuja en el Paseo Ahumada y, por escribirte esta carta, no alcanzo a hundirme y forcejear entre ellos para ir a comer algo. Los clientes pronto volverán, con sus rostros suplicantes y las rentas trucadas para solicitar que les apruebe un préstamo. Vuelvo al escritorio, me distraigo ordenando los formularios de distintos colores según el trámite, esperando a que suene el teléfono, porque es la hora en que usualmente levanto el auricular sabiendo que eres tú. En la radio dan una noticia sobre el presidente general y su exitosa gira por las regiones del país. Un periodista extranjero (es probable que no sepa lo osado que está siendo) se atreve a preguntarle por los desaparecidos. Debe haberlo pillado de muy buen humor, porque se larga a relatar una anécdota sobre una señora de Santiago que daba por muerto a su esposo y que, en un viaje al norte, lo descubrió viviendo con otra mujer. Supongo que en cualquiera otra ocasión me hubiera divertido su comentario, pero hoy no, nada está saliendo como debería. No son las cosas que haces, claro, soy yo que no quiero entender tu mensaje. Sé que te gusta ser impredecible, aunque conmigo te resulte justo lo contrario. Es como si te diera la espalda para seguirte a través de un espejo, rastreando el curso invertido de tus sorpresas
Al salir del trabajo, cruzo la Alameda y arranco del torrente interminable de micros. Sigo un camino que antes no he hecho —sin bajar como siempre las escaleras del metro para llegar a la otra vereda—, pasando por la Llama de la Libertad, el altar erigido por el nuevo gobierno sobre la tumba de O’Higgins y que ninguna lluvia podrá apagar. Creo que me acerco demasiado, unos soldados de guardia me apuntan y piden los documentos. Sorprendido por la detención, dejo caer tu carta. Intento recogerla, pero un bototo la pisa y rompe. Mientras me preguntan dónde vivo, me agacho de nuevo para tomarla, explicando que es solo un papel y no quiero dejar basura alrededor de un monumento tan importante. Se ríen de mí y me devuelven los documentos. No hay para qué enojarse, después de todo, ¿qué más se les puede pedir? Son solo milicos. No me la quitan ni preguntan más, eso es un alivio que mantiene el hilo de intimidad estrictamente entre nosotros
De madrugada y borracho, empiezo a desmoronarme sobre el sillón, abatido por la prolongada espera. Mientras escribía esta carta, confiaba en que sería otra sorpresa tuya. No quiero seguir jugando, sino pedirte que salgas de tu escondite, de cualquier escondite donde te encuentres o te hayan llevado
Tiro al aire. Voy por la calle de todos, pero no figuro en la ciudad. Siento una canción rockera dentro de mi cabeza todo el tiempo. No tengo nombre propio, la moto que manejo le pertenece a alguien desconocido, voy a retirar los dulces a la casa de un tipo en quien no se puede confiar, para repartirlos entre gente de la que no quiero saber más que de sus vicios
En el escondite de Viña que me tienen, hoy llevaba tres whiscolas en el cuerpo cuando saqué el espejo del baño para tirarme una línea. Estaba nervioso. Siempre creo que un día cualquiera llegarán a buscarme, y no precisamente para otra misión. Pero las horas pasan sin que suceda nada y vivo en una tensa espera de nunca acabar. Se había acabado la botella de whisky y tomaba una de pisco
Un colectivo pasa rápido pegado a la cuneta, remece la moto y me saca de mis pensamientos. ¿Qué se ha imaginado? Acelero y pelo forro, levantando la rueda delantera de la moto. Los reducidores de la esquina me hacen barra. No la va a sacar gratis. Estoy a punto de aplastarle la maleta del auto con la rueda, cuando diviso un furgón de pacos avanzando por la cuadra en sentido contrario. Me han visto y es peor arrancar, despertaría sospechas. El colectivo toca la bocina, los esquiva y sigue su camino
Después de dar varias vueltas por calles angostas, encuentro la guarida del tal Yoni. Es una casucha igual de ordinaria que todas, con una reja baja y un estrecho antejardín que solo se distingue del resto porque no ha sido rayada. Adentro suena una canción de Víctor Jara. Las conozco del cuartel, algunos las usaban en los interrogatorios
El enemigo interno. El micrero avanza lento entre la muchedumbre que cruza la Alameda. No piensa en detenerse y salto de la micro. A esta hora mucha gente viene de vuelta y los esquivo para adentrarme por Matucana. No alcanzo a ver el escenario de la concentración, aunque la amplificada voz de alguien me dice que todavía sigue. No me puse de acuerdo con nadie del partido para juntarme, dudo que los encuentre. En realidad eso era lo que quería
Me siento solo entre la multitud, nadie espera mi llamada ni que llegue a alguna parte, en esta noche en que empiezan las otras noches, nombrando indiferente cosas que pasan por mi lado, moviéndome al costado de la oscuridad, de los ruidos, en este cuerpo que tendrá que seguir sin su cuerpo, entre cuerpos que no me dicen nada
Cuando lo hago te lo hago a ti, maldita, la que ha partido de su lugar, en esta noche en que empiezan las otras noches, en este cuerpo que separa de mí tu cuerpo, por todos los cuerpos que vendrán que serán tu cuerpo sin ti, en una noche maldita como esta, maldita noche
El espíritu de los lugares. Cómo puede explicarse que su viejo, siendo tan hábil para los negocios, haya invertido en una caleta de mala muerte que ni en su mejor época llegó a ser balneario, piensa mientras camina a tientas en la penumbra, sorteando las zanjas dejadas por la lluvia sobre antiguas huellas de vehículos. El oscuro bosque de eucaliptus cierra ambos lados del camino de tierra. ¿Quién jamás ha escuchado hablar de Pan de Agua? Tampoco es que sea una auténtica caleta, sino algo así como un improvisado campamento de pescadores entre las rocas
Lo despierta el ruido que hace el viejo al recoger los vasos. Se ha dormido sobre la barra sin tocar el trago. Fue un gran descuido de su parte, esos tipos quién sabe qué podrían haberle hecho, pero el mal sueño de días y días en la clínica ha podido más. El viejo deja los vasos sobre una repisa, sale de detrás del mesón y tapa con un chalón a los hombres que duermen apoyados en la mesa. Luego sopla la vela y abre la puerta para cerrarla detrás de sí
Despierta de un salto. Alguien golpea la tierra, es el viejo con el chuzo. El ventanal está abierto y su ropa toda mojada. Sobre la alfombra, la botella dada vuelta. Al ver que ha despertado, el viejo deja por un momento de hacer el hoyo y se acerca. Dice que no han salido a pescar por la tormenta de anoche y se vino temprano a arreglar el jardín. Él se aleja hacia adentro estornudando, luego vuelve con unos binoculares. Los hombres están reunidos en la playa a su alrededor. Sale de la casa, el viejo deja a un lado el chuzo y lo sigue cerro abajo
Cuento de hada. Se levanta de la cama, él todavía duerme. La primera luz del alba entra por la ventana. No empieza aún el ruido de autos por la calle Cienfuegos. Una patrulla policial que baja por Moneda es el último rastro de noche. Toca el helado vidrio con las yemas de los dedos. Las luces rojas de las casas de cita, al mirar hacia la Alameda, están apagadas
Viaje de regreso —¿Todavía ves a tus amigos del colegio? —preguntó ella
Cuando alguien parte, el bar es lo que queda. Y también un cuento hecho para alguien que jamás lo leerá, la ilusión de un encuentro porque no se tiene más que eso, en esta noche, en este mundo tan ajeno a lo narrado yendo y viniendo sobre el papel. Los cigarrillos sobre la barra, el vaso vacío y con ganas de pedir otro, los ojos puestos en la hoja como hacia un espejo que lleva a un mundo que hay que ir escribiendo y que, en el mejor de los casos, se convertirá en un objeto llamado libro, un montón de hojas llenas de manchas de tinta seca que con tanta facilidad podrían transformarse en cenizas. Después del trabajo se ha dejado caer en el bar donde encuentra a sus amigos, amigos que no lo son tanto, sino que vienen de otras noches, cuando borracho se sienta en cualquier lugar e invita a todos un trago. Se puede pasar la vida entera allí, aunque nadie se quede tan tarde como él y deba emigrar a otras mesas, estando con todo el mundo sin estarlo de veras. Pide un trago tras otro mientras sus amigos de esa noche ríen. Una vez ebrio empieza a recordar, recordar como si todo llevara siempre a lo mismo. Se siente extraño por ello y el alcohol lo mantiene aferrado a esa sensación. El ruido de voces que hablan sin cesar no lo dejan pensar. Luego un mozo pasa preguntando si quiere otra cosa. Muchas noches ha hecho lo mismo y eso une aquella noche con otras, la distancia entre esa y otras es ilusoria. Esta noche intenta romper el orden de las noches, deja a sus amigos (que notan su ausencia solo cuando se les acaba el trago) y se sienta a la barra, que sean él, sus recuerdos y el bar como telón de fondo. No puede ser que saque a alguien del olvido así porque sí nomás, pero después se dice que nunca la olvidó y solo ahora puede reconocerlo. Lo malo de esto es que después le dará por escribirlo todo y no podrá detenerse. De todos modos, saca papel y lápiz de su chaqueta y se pone a escribir, dándole la espalda a quien tiene sentado a su lado. Escribir de ella es un tiempo secreto que nada interrumpe. La noche en que ahora se halla no es muy distinta de las otras. Las micros y los autos siguen pasando por la calle y se hacen sentir adentro. Su antigua imagen desdibujada cobra vida y olvida los días que dejaron de lado el camino de regreso. Siente que entra a un vacío donde el tiempo no transcurre, como si aquello recién hubiera empezado a suceder. Escribe como un recuerdo que se apaga, escribe como un recuerdo que se enciende. Su voz se hace otra para llenar el silencio del interior, mientras afuera hablan y la música no se reúne con esas voces. Toma otro sorbo de su vaso. Es curioso cómo se entrelazan las palabras sin proponérselo, tejiendo una trama tan parecida a…
La verdad es que poco supo de ella, pero algo en él ahora parece saber. Tal vez solo sean conjeturas y en el fondo nada. Y los personajes nada. Tal vez solo una herida en los recuerdos y un vacío que no es posible llenar. El lápiz sigue transcribiendo, un grito sordo que dice que algo se fue para siempre, aunque sus dobles de papel vuelvan a ser. No es una invocación, solo palabras que reemplazan un recuerdo. Hace algún tiempo que volvió a verla, de casualidad y a lo lejos, en una mesa del bar en que ahora se encuentra, tan extraña a él, riéndose con gente desconocida. La música trae de vuelta una antigua melodía que nombra tantas cosas que no están. Un mozo dice que es la última ronda de tragos antes de que cierren la barra. Ahora debía venir otra cosa, algo definitivo, un desenlace sin más preámbulos
Ella cruza entre la gente, sortea las mesas, se interna por el bar hacia el interior del cuento, mientras afuera él todavía busca un desenlace que nombre lo que fue y ya no será
Escribe al final de la hoja como si el cuento de alguna manera debiera desembocar en ello, como si fuera un buen final y no su realidad que se mezclaba con el texto. Así como estaba escrito no servía para nada, le daban ganas solo de seguir tomando. A ella parecía que le importaba lo que pasaba ahora. A él le importa más alcanzar lo que fue antes. La noche sigue y sigue fluyendo, ya no venden tragos y en la barra no quedan clientes. Se pone de pie y sale del local antes de que el mozo vaya a sacarlo. Camina bajo el techo de plátanos orientales, no le alcanza para un taxi. Los pájaros se contestan de un árbol a otro y el sol todavía no asoma por la Cordillera. Camina rápido como en busca de algo que puede perder en la noche, en esa noche que baja todas las cortinas de los negocios a su alrededor, y se queda en un largo pasillo sin retorno
Se dice en su mente, sabiendo que lo olvidará sin anotarlo. Entra a su departamento, llega al dormitorio y se tira sobre la cama. Hay una ruma de ropa sucia en un rincón de la pieza y no tiene algo limpio que ponerse mañana para atender pacientes en la consulta. Es tarde, muy de noche, pero debe terminar el cuento. Sabe que si no lo hace, seguirá dando vueltas en su cabeza más allá de esta noche. Aunque nada fuera a pasar y nada pudiera ser cambiado —lo importante no era el regreso, sino el viaje—, de su chaqueta saca las hojas dobladas. Ella no deja de llegar a su recuerdo y la noche quiere irse. Ella pide que siempre sea de noche, las palabras son sus únicas aliadas para cumplir ese deseo. Una noche que muere a cambio de una que nunca morirá, porque todavía siente que hay un mundo hermoso, aunque sea triste, donde encontrará algo a pesar de todo ¿Y cómo terminará? No lo sabe. ¿Cómo saberlo? Pero no busca que el día llegue, quiere crear una noche donde pueda permanecer todas las otras, no una maldita noche de bar que es cualquiera y se llevará todo. Una noche eterna donde lea que el tiempo está detenido para que ella regrese. Y no le duela ir por una ciudad hecha para ninguno, de miradas oscuras y sucias, donde a nadie le importa una mierda lo que sea del otro y todo esté condenado de antemano. La noche señala un lugar inalcanzable, él debe ir a su encuentro. Atravesar calles inciertas para regresar al mismo lugar, aunque fuera de tiempo, por decir lo menos, donde alguien espera algo que no pasará, y ese alguien es él. La noche dice nunca y, sin embargo, ha preparado el lugar del encuentro. Y entonces, escribe:
El mundo que no gira
En un bar venido a menos de Ñuñoa, sin proponérmelo conocí al único hombre que gira con el mundo. Me había acomodado en la barra para contemplar mi solitaria imagen en el espejo que colgaba detrás del mostrador. En un primer momento no me percaté del hombre sentado a mi lado. Era alguien para mi inexistente, solo al moverse supe que era distinto a una sombra o un objeto del bar. Vi que tomaba un vino que debió ser blanco, enturbiado por pedazos de fruta en el fondo del vaso, le quedaba muy poco en el jarro que lo acompañaba. Como de seguro debe ocurrir en otras ciudades del mundo, en Santiago los borrachos suelen entablar conversaciones con desconocidos y, a muy poco andar, denotan una confianza y pérdida de límites con el espacio propio que resulta bastante incómoda. No es mi estilo seguirle el juego a los que hablan con la lengua enredada y se tambalean en su asiento, pero este extraño personaje me produjo una compasión que nadie pasado de copas me causa. Debo ser justo y sincero al decir que en ningún momento se me vino encima, a pesar de los gestos grandilocuentes que a veces hacía con las manos. Ni siquiera me miró directo a los ojos, solo me fue envolviendo con lentitud en su monólogo persistente
Fragmentos de una novela inconclusa. Lo que nunca me abandonó fue la sensación de incertidumbre y azar en cada paso dado, convirtiendo mis precarios días en un perpetuo estado provisorio. Quizá por eso pedí un traslado de Santiago a un hospital de Valparaíso, buscando un lugar más propicio para un nuevo comienzo, lejos de los desastres y equívocos que me habían acompañado en la capital, deseando el fin de la larga noche en que había estado sumido, para que al final, y después de tantas jornadas malgastadas, apareciera un nuevo día. Las cosas no siempre resultan como uno quiere —casi nunca en realidad— y aquello que se ha dejado de lado de mala manera vuelve o, si se quiere, sale a buscarlo a uno hasta que lo encuentra, adondequiera que vaya
Отрывок из книги
—Yo que ustedes voy a hablar con el administrador para tocar otro día.
Pero aún era temprano y no se divisaba a nadie con el pelo pintado ni envuelto en cadenas; además, nuestro nombre —Los Enemigos del Silencio— bien podía pasar por punk, aunque sonara algo pomposo.
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El fin de semana siguiente, Cristián nos invitó a un asado en su casa. Con Mauricio llevamos nuestras guitarras acústicas. Dejamos la carne asando, a la esposa de Cristián y a la polola nueva de Guillermo preparando las ensaladas y nos sentamos bajo la sombra de unos damascos. Después de varias cervezas hablamos de lo que tanto habíamos negado hasta entonces: ¿alguno de nosotros había compuesto nuevas canciones? ¿Qué tal si hacíamos la prueba de tocar algunos de nuestros antiguos temas? Dije que, por mi parte, nada había cambiado, era cosa de salir de la consulta para que empezara a pensar en notas y melodías. Hablamos del Guatón Vargas. Con Mauricio exageramos sus virtudes, Cristián y Guillermo no dijeron nada. Quizá tenían razón y el silencio era señal de que se trataba de una gran huevada, solo un montón de viejos nostálgicos recordando un grupo del colegio que se terminó al entrar a la universidad. De todos modos, después de comer —como un gesto amable de darnos en el gusto— Cristián llevó una guitarra, Guillermo sacó un bongó de la maleta del auto y nosotros fuimos a buscar nuestras seis cuerdas para hacer una sesión unplugged. Sonábamos mal y nos deteníamos a cada rato para ponernos de acuerdo en los tiempos y la nota de base. De a poco fuimos entrando en calor. Cuando oscureció, las mujeres y los hijos entraron a la casa y nosotros, como antes, fuimos a comprar más cervezas y tocamos bajo las estrellas hasta la madrugada.
Empezamos a reunirnos por las tardes después del trabajo en la casa de Mauricio, llenábamos el vacío que dejaron Ingrid y los niños. El Guatón Vargas se dejó caer y en silencio nos seguía desde un rincón con su teclado Yamaha. A ratos perdíamos la mística, los temas no prosperaban, por más que el Guatón ayudara con los arreglos. Entonces recordaban que era el único de nosotros que no era amigo desde el colegio, un extraño al cual no podíamos hacerle tanto caso, así ganaba terreno la idea de Cristián: solo grabar un demo y pagar en una radio para que lo tocaran, oponiéndose a la visión del Guatón de hacer un live concert, porque no iba a llevarnos a ninguna parte y solo podía traernos problemas.
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