Ese cabello
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Djaimilia Pereira de Almeida. Ese cabello
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Отрывок из книги
Djaimilia Pereira de Almeida
ESE CABELLO
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Se formó en Enfermería en Angola, estudiando de noche a la luz de una vela, cosa que pagó con cataratas prematuras. Se enorgullecía de haberse alimentado a base de bananas y maní a lo largo de toda la carrera, dieta que recordaba cerca de los años noventa, en este otro hemisferio, con la misma nostalgia con que aludía a la manteca y la mermelada de la edad de oro de nuestra familia. Desde pequeña lo imagino estudiando semidesnudo, en una choza, con la linterna apretada bajo el mentón apuntando a los libros —como, en una síntesis inverosímil de épocas y lugares, un inadaptado constructor de ferrocarriles que teme, en el campamento, un ataque de coyotes—, entablando una lucha contra el insomnio, el calor, los mosquitos; pero sé muy bien que nada de esto se corresponde con la verdad. En Luanda, en la casa de Papá, donde pasé algunas vacaciones, se comía margarina de una lata grande, algo que yo nunca había visto hacer. Fregando ollas en el calor de la tarde, las vecinas escuchaban mis historias de Portugal. Las introducía en el concepto de “escalera mecánica”, al cual reaccionaban canturreando “soy feliz, no me falta nada”. Al amanecer, no muchos años después, al salir de casa, camino al autobús y a la Cimov, cargado de una humedad fresca con la que también me encariñaría, el aire de los alrededores de Lisboa traía a la vida entera un olor indistinto a desinfectante.
La madrugada en que nació mi abuelo Castro, su padre estaba en el mar. Eso fue en una mítica M’banza Kongo, en la Provincia de Zaire, en Angola. Visto de lejos, desde la playa, el cabello rubio del albino era un punto de luz en el paisaje. Pescaba en las rocas, con una lanza, esperando ver pasar cierto pez bajo el agua. Entonces el pez reventaba, soltando una sangre negra, volviendo más nítida para el pescador su propia imagen reflejada en el fondo. A veces, en madrugadas semejantes y con la marea alta, el hombre llevaba la lanza en alto y se abría camino en el mar y lo recorría cuanto se le antojaba, lento entre las aguas partidas, ante la visión de las olas erguidas junto a él como un alto muro. No lo hacía estando acompañado o en apuros, sino para gozar de un paseo, a solas. Sin embargo, ser testigo de un don que no podía compartir le daba el sentido exacto de ser un elegido. La gracia parece oponerse a que tengamos público: es una ofrenda para usarla en soledad. El día que nació mi abuelo Castro, su padre salió de casa con cierto pez en la cabeza, algo especial que había visto pasar por ahí. La playa estaba desierta, flotaba la neblina. Como si fuera a lanzarse sobre el único pez vivo mi bisabuelo se paró sobre una roca, haciendo equilibrio, alzó el brazo y quedó fijo en su retrato —leche sobre aceite—, el cabello en una larga trenza mientras el pez reventaba en espesura y densidad. En casa, la mujer dio a luz. El pequeño Castro, le contaron después, habló en vez de llorar al salir a la oscuridad de la choza iluminada con aceite de pescado, apestando a pescado como apestaban todos, cosa que el pescador ya había anticipado. Quizás no haya playa ni peces que revienten en M’banza Kongo.
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