Científico y creyente
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Dominique Lambert. Científico y creyente
Отрывок из книги
«El científico no es el hombre que proporciona las verdaderas respuestas; es, en cambio, el que plantea las verdaderas preguntas». Podríamos hacer nuestro este axioma citado a menudo, que Claude Lévi-Strauss había engastado en su célebre ensayo de 1964 Lo crudo y lo cocido, proyectándolo en una dirección diferente. Las preguntas, en efecto, no solo son las que se hallan en la raíz del progreso de la ciencia («el punto interrogativo es sin duda la clave de todas las ciencias», escribía ya en 1831 Honoré de Balzac en su novela La piel de zapa); las más lacerantes y radicales pertenecen al ámbito de la existencia y de la espiritualidad. Y el científico, antes que estudioso, es persona, es hombre o mujer, que se enamora proyecta, espera, crea y cree. Sí, el científico puede ser un creyente, y su fe lo acompaña cuando fija su mirada en el microscopio o la concentra en el telescopio, o cuando evalúa los resultados de un experimento.
Naturalmente, el protocolo de la investigación científica es diferente respecto al de la teología y responde a preguntas diferentes. La distinción de los dos niveles, a partir del famoso Rocks of Ages (1999) de Stephen J. Gould, que reconocía la existencia de «magisterios no superponibles» (el conocido acrónimo noma, Non Overlapping Magisteria), está hoy lo suficientemente afirmada como para que fundamentalistas de signo opuesto, siempre al acecho, puedan ponerla en duda o en crisis. Y es que la distinción rigurosa de perspectivas no excluye el diálogo ni la interacción en algunas encrucijadas, como ha demostrado por su parte la reconstrucción histórica de Ian Barbour en su Religion in an Age of Science (1990). Pero hay algo preliminar e insustituible. El científico y la persona coexisten en la unicidad de la conciencia y de la experiencia: el mismo estudioso que trabaja en su laboratorio puede ser, al mismo tiempo, uno que cree.
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Ciencias y teología en la vida cotidiana del científico creyente
Cuando reflexiona sobre su práctica de investigación o sobre el contenido de su enseñanza, o cuando discute con sus estudiantes o sus colegas, el científico cristiano se enfrenta con frecuencia a discursos sobre el universo, la vida, el hombre, sus orígenes, su sentido, su valor, etc., que mezclan consideraciones unas veces técnicas, otras filosóficas, a veces incluso teológicas. Si bien es cierto que los artícu-los científicos evitan metodológicamente las cuestiones filosóficas o religiosas, no lo es menos que tales cuestiones emergen con frecuencia en las discusiones, a veces animadas, a propósito de estos artículos. Por ejemplo, un físico, mientras se toma su café con algunos colegas de un gran centro de investigación, considera que su trabajo matemático sobre modelos cosmológicos sin singularidad inicial (Big Bang) es muy importante… «porque muestra la inutilidad del concepto de creación». A la salida de su clase, un biólogo interpela a su colega, que sabe es cristiano, diciéndole que acaba de tener un curso sobre las mutaciones de los genes arquitectos y sus efectos en términos de generaciones de nuevas especies y «que todavía no comprende cómo se puede seguir creyendo en un Dios creador, ya que las mutaciones y la selección natural bastan para explicar la emergencia de organismos vivos». En sentido opuesto, encontrándose con uno de sus amigos, físico creyente, puede oírle decir: «el ajuste de las constantes y los parámetros cosmológicos del universo son una prueba de la existencia de un plan divino». El científico cristiano vive permanentemente en un mundo donde se encuentran y se chocan discursos de naturaleza diferente y es crucial interrogarse sobre la manera de relacionarlos. ¿Por qué? En primer lugar, por una cuestión de respeto de las exigencias racionales. No se pueden confundir sin precaución niveles de discurso que no tienen los mismos objetos ni los mismos métodos. Por ello, la prueba de la existencia de finalidad por los ajustes de las constantes cosmológicas, de la necesidad de un Creador a partir del Big Bang o la prueba de su inexistencia por la experimentación sobre los genes arquitectos o por el papel central de la selección natural corren el riesgo de no ser más que errores racionales que mezclan imprudentemente fragmentos de discurso sin relación directa. Ahora bien, es muy importante que el científico creyente —como cualquier otro, por lo demás— no caiga en la trampa de la incoherencia que debilita la reflexión o la aniquila pura y simplemente. Los creyentes seguirán aquí el precioso consejo de santo Tomás de Aquino, quien advierte que no hay que utilizar argumentos defectuosos en la defensa de la fe para que no se rechacen en bloque todos los argumentos teológicos en nombre de esta fragilidad18.
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