Читать книгу Liette - Dourliac Arthur - Страница 1

Оглавление

Liette se asomó al balcón y paseó su mirada un poco turbada por los sitios en que iba a desarrollarse su vida. A sus pies la plazuela rectangular plantada de tilos, a cuya sombra iban a hacer su partida los jugadores de pelota, entre los bancos de piedra desgastados por el uso de tantas generaciones, a los que el abuelo tembloroso iba a calentar su reuma pensando en el tiempo lejano en que iba allí a jugar al marro y al paso, y al lado de la fuente rústica de murmullo cristalino en la que el cansado caminante iba a apagar la sed y las jóvenes habladoras a llenar sus cántaros charlando.

En el fondo, la iglesia de inseguras piedras, de vidrios rajados y de campanario oscilante, pero que conservaba, sin embargo, la imponente majestad de las cosas del pasado y aplastaba con su altura a la nueva alcaldía blanqueada y a la cual estaba aneja la escuela.

A la derecha el letrero hereditario que anunciaba el despacho del notario Hardoin, tercero de este nombre.

A la izquierda la bandera tricolor que flotaba por encima de la Gendarmería Nacional.

El Correo estaba así guardado entre el órgano de la ley y sus defensores.

En la calle se agrupaba el «alto comercio», del pueblo: merceros, tenderos de comestibles, carniceros y taberneros; y después una larga fila de cabañas bajas y ahumadas, apretadas las unas contra las otras como pájaros frioleros, y separadas de vez en cuando por las altas tapias y la puerta cochera de alguna granja rica, que hacía más sensible todavía la miseria de sus humildes vecinas.

Más allá el campo con sus verdes praderas, sus dorados trigos y sus bosques frondosos, y, mucho más allá, en un marco de vegetación exuberante, un castillo señorial con sus ladrillos rojos, sus torrecillas de pizarra que brillaban al sol saliente, sus ventanas ojivales y sus balcones de hierro forjado, como esas joyas del Renacimiento que esmaltan las orillas del Loira.

Estábase sin embargo lejos de allí, y todo lo más, hubiérase podido ver las orillas del Oise, pues era en este departamento donde se encontraba el castillo de Candore y el pueblo del mismo nombre y donde Julieta Raynal acababa de ser nombrada empleada de Correos con mil doscientos francos de sueldo.

El campo dormido estaba envuelto en una ligera bruma como un velo de desposada, y la joven pensaba en el tiempo pasado con la mirada perdida en el horizonte y la mejilla apoyada en la mano.

Allá, en lo más lejano de sus recuerdos, veía el patio de la casa mora, muy largo, muy largo, un vasto desierto que atravesar para sus piernecitas… Y Julieta permanecía temerosa, agarrada a la falda de su madre, mientras que en el otro extremo un hombre, con las manos extendidas, sonriendo bajo su fino bigote y dulcificando la voz acostumbrada al mando, le gritaba:

– Valor, Liette.

Entonces, a la llamada de «papá,» la niña, dejando el refugio materno, se lanzaba tambaleándose por el patio, vacilando en los primeros pasos, pero sostenida por el acento firme y tierno del soldado que repetía: «Valor, Liette» y se arrojaba sobre su gruesa bota que enlazaba estrechamente entre sus brazos.

Recordaba después la alegría de ser levantada como una pluma y estrechada contra el uniforme bordado de oro, y de sentir en la frente y en el cuello el cálido beso del joven padre.

– ¡Bien, Liette, eres valiente…

Después su infancia errante por las guarniciones, recorriendo la Francia y las colonias, del Norte al Mediodía, del Este al Oeste, marcando cada etapa por un galón más.

Después, ya muchachita de cabello menos largo y trajes menos cortos, apoyándose en el brazo de papá (pues ya le da el brazo). Y la niña se estira toda gloriosa, sin notar las miradas de admiración de los oficiales al hacer el saludo militar.

Pero papá las nota y sonríe, halagado en su orgullo paternal.

El oficial está orgulloso de su hija, pero ¡cuánto más lo está la hija de su padre!..

Comandante a los treinta y ocho años, pronto coronel, general acaso… ¡Y quién sabe si irá a recoger del otro lado del Rhin el «bastón» que ya no brota en tierra francesa!

«¡Señor Mariscal!»

¿Por qué no? ¿Dónde se detienen los sueños de una cabeza de dieciséis años?

Después la brusca parada en vísperas de ascender a coronel; la parálisis a consecuencia de una insolación que venció al brillante oficial, a él, a quien las balas enemigas habían dejado en pie.

Después la despedida al regimiento, a la vida activa y brillante, el retiro, la enfermedad, la miseria…

Raynal no tenía más que su sueldo. Se había casado con una criolla sin fortuna, que tenía apenas el dote reglamentario, pero de gustos de duquesa, de muy hermosos ojos y de cerebro de pájaro.

Coqueta, gastadora e incapaz de una idea seria, era un lindo juguete, gracioso y seductor en alto grado, pero tan poco hecho para las luchas de la vida como una figurita de Sajonia.

Acostumbrada a descansar en su marido para todos los cuidados materiales, no pensó siquiera en tomar el timón en la mano y dejó que el barco privado de su capitán se fuese a pique.

El enfermo tiró dos largos años, el tiempo necesario para agotar los últimos recursos, y sucumbió más a la angustia mortal que le dominaba ante el porvenir de las personas queridas que al sufrimiento físico.

Consoló a su mujer desesperada y casi loca, sonrió a su hija, que ocultaba silenciosamente las lágrimas y, murmurando una vez más, como cuando era pequeña, «¡Valor Liette!,» expiró.

¡Liette iba a tener necesidad de valor!

Por fortuna, era valiente y, sin debilidad ni indecisión, hizo frente a la desgracia.

Dejando a su madre lamentarse inútilmente o mecerse en peligrosas quimeras, puso sin tardar manos a la obra, apeló a sus relaciones, multiplicó los pasos, pidió poco para obtener algo, y, después de tribulaciones, decepciones y penas que hubieran desanimado a un alma menos valiente, fue nombrada para ese humilde puesto objeto de su ambición.

¡Era la salvación!

Sin hacer caso de las quejas de su madre sobre la inferioridad de la posición, la escasez del sueldo y la tristeza del país, «un agujero en el que se iban a morir de aburrimiento,» Julieta la calmó dulcemente como a un niño, más aún por sus caricias que por sus palabras, y la buena señora acabó por declarar que estaba pronta, por su hija, a todos los sacrificios.

Aquella condescendencia, de la que en realidad era Liette quien hacía todo el gasto, hubiera hecho sonreír sin la absoluta necesidad de la supuesta abnegación maternal.

Habían llegado el día antes y habían pasado la noche como pudieron en medio de una aglomeración de muebles y paquetes que recordaba los antiguos cambios de guarnición.

La de Raynal tenía la pasión, particularmente funesta en la mujer de un militar, de los cachivaches tan molestos como inútiles y costosos.

En el curso de sus peregrinaciones, había reunido muestras variadas de la fauna, la flora y la industria de las diversas latitudes, y esto formaba una mezcolanza heteróclita de objetos sin nombre que rabiaban de verse juntos; calabazas, samowar, babuchas turcas, zuecos normandos, gaitas bretonas, zancos landeses, huevos de avestruz, etc. etc., más una colección de animales disecados; lagartos, gacelas, monos, loros, marmotas…

La viuda quería a aquellas «reliquias» como a las niñas de sus ojos y por nada del mundo las hubiera reemplazado con objetos menos frívolos y más necesarios.

En aquel bazar cosmopolita, que lo mismo parecía una tienda de prendería que la de un guerrero apache, la excomandanta se agitaba y se revolvía embrollándolo todo, mandando sin ton ni son y aumentando la confusión y el desorden.

Por fin, sucumbiendo al cansancio, consintió en meterse en la cama y Julieta aprovechó aquel respiro para arreglar sumariamente su primera instalación.

Todo fue saliendo del caos bajo su mano inteligente. Los grandes muebles estaban en su sitio, las cortinas colocadas, las alfombras puestas, y el pobre alojamiento tomó un aspecto casi coqueto.

Después de unas horas de descanso, acababa de levantarse con el alba para terminar la tarea mientras su madre dormía todavía. Pero asomada a la ventana, se olvidaba por qué estaba allí, perdida en reflexiones dulces y tristes al mismo tiempo, vuelta melancólica del pasado radiante, aspiración vaga hacia un porvenir que la esperanza, esa vivaz flor de la juventud, le mostraba, si no dichoso, al menos tranquilo y pacífico.

El campo se despertaba al salir el sol, un ligero estremecimiento agitaba la hojarasca, una nube de insectos volaba de nidos invisibles y en el resplandor de los primeros rayos de oro los pajarillos se elevaban en los aires.

Cantó el gallo, mezclando su nota clara al ladrido de los perros; las ventanas chocaron contra los muros; los zuecos sonaron en el suelo; el cuerno del boyero hízose oír en el extremo del pueblo, el hombre apareció, y, saliendo de cada puerta con paso tranquilo y lento, las vacas fueron una a una a engrosar el rebaño levantando una nube de polvo.

Por una rara asociación de ideas, aquel cuadro campestre evocó a los ojos de la joven la vuelta del escuadrón después del ejercicio de la mañana.

Las trompetas la llamaban, y ella corría alegre y presurosa a saludar al guapo oficial, que era su padre, y cuyo caballo negro se paraba bajo el balcón, para que ella respondiese al saludo de «papá».

De pronto se echó hacia atrás, confusa y avergonzada…

Un elegante jinete acababa de desembocar en la plaza, y al sorprender a la joven sonriendo a su ensueño, se detuvo y, maquinalmente, se quitó el sombrero.

Julieta cerró vivamente la ventana y se apresuró a dedicarse a los cuidados de la casa. Pero mientras daba vueltas en sus ocupaciones, no pudo menos de pensar más de una vez en aquel desconocido que era el primero que había saludado su despertar en su nueva existencia.

La familia de Candore, cuyos antepasados habían tenido derecho de alta y baja justicia en el territorio de ese nombre, se componía de tres personas: la condesa y sus dos hijos, Blanca y Raúl.

La señora de Candore, sencillamente de la familia Neris, era hija de un riquísimo comerciante de lanas y había cambiado el millón de su dote con la partícula que le llevó su marido por toda fortuna. De un orgullo de emperatriz y gran señora hasta las uñas, hizo pronto olvidar la modestia de su origen.

Para decir verdad, al ver al conde pesado y grosero, noble campesino, más campesino que noble, y a su mujer elegante, distinguida y altanera, no se adivinaba de qué lado estaba la alianza desventajosa ni cuál de los dos se había «encanallado».

El señor de Candore no había heredado más que el blasón de sus abuelos y su prodigalidad. Tiraba el dinero por las ventanas como un verdadero gran señor, y el millón del buen Neris se deshizo pronto entre sus manos. La muerte del comerciante le volvió a poner a flote por algún tiempo, pero iba seguramente a ahogarse, cuando un accidente de caza le envió al otro mundo y salvó el patrimonio de sus hijos.

Pero le había reducido mucho, y la viuda se hubiera visto en la imposibilidad de sostener su categoría sin el generoso apoyo de su hermano, que pasaba por un soltero endurecido y muy rico, el cual, después de una juventud bastante tempestuosa, se había decidido de repente a hacerse virtuoso por cariño a su hermana o por cualquier otro motivo, y hacía ahora penitencia bajo la férula de la severa Hermancia, que le dominaba como a un muchacho, aunque la llevaba quince años.

El señor Neris no tenía más herederos que sus sobrinos, a quienes quería tiernamente, sobre todo a la sobrina, deliciosa criatura que le hacía soportable la vida a que se había resignado benévolamente, demasiado rígida para un antiguo calavera.

A Raúl le manifestaba una afectuosa indulgencia de la que él abusaba en grande.

– ¡Bah! son cosas de jóvenes; yo he sido así – respondía a los reproches agridulces de su hermana con más pesar que arrepentimiento.

Gracias a sus larguezas, el joven, agregado a la embajada de Londres, pudo hacer anchamente la gran vida inglesa, hasta el punto de que su salud se resintió y tuvo que pedir una licencia prolongada.

Poniendo a mal tiempo buena cara, Raúl aceptó bastante filosóficamente aquel retiro, aunque Candore no le ofrecía gran variedad de diversiones permitidas… o no. La caza, la pesca, la equitación y el whist en familia, a esto se limitaban poco más o menos las primeras; en cuanto a las segundas, cero.

– Verdaderamente, esto es un poco severo, tío; mi madre te condena a una existencia de cartujo – decía riendo el diplomático en disponibilidad.

El tío suspiraba, en realidad, a no dedicarse a las pastoras, de lo que le acusaba a veces su hermana, el excalavera no podía hacer de las suyas.

La rígida Hermancia no se rodeaba más que de caras ingratas y un tanto estropeadas; cambiaba constantemente de institutrices y la última, una joven inglesa, había estado a punto de volver a pasar el canal de la Mancha, a pesar de los mejores certificados, porque no realizaba suficientemente el tipo clásico atribuido a las pobres «misses».

– ¡Es, sin embargo, bastante fea! – dijo Raúl protestando y englobándola en su aversión a las hijas de Albión, cuya vista solamente le daba el «spleen».

En realidad Juana Dodson tenía un talle elegante y flexible, manos y pies razonables, muy hermosos cabellos, un cutis deslumbrador y hasta hubiera sido bonita sin unos horribles anteojos verdes que la desfiguraban y que no se quitaba jamás… ni para dormir, insinuaba maliciosamente su discípula, lo que le había servido de salvoconducto con la severa castellana.

Pero, desgraciadamente, los anteojos no bastaban para su seguridad, y aquella misma mañana había habido una explicación bastante viva entre la señora de Candore y su hermano a propósito de la institutriz.

– Te aseguro, querida Hermancia, que no he pensado nunca en hacer la corte a miss Dodson.

– Calla, calla, Héctor, eres incorregible.

– Pero…

– ¿Crees que estoy ciega?

– Te repito…

– No, no, Héctor, no puedo soportar esto; es un ejemplo deplorable y escandaloso para mi hijo…

– ¿Raúl?.. ¡Bah!

El tío hizo un gesto que quería decir que estaba perfectamente enterado de la virtud de su sobrino.

– Y es una ofensa para Blanca.

Esta vez la frente del anciano se ensombreció, y dejando el tono ligero que había tenido hasta entonces, dijo:

– Hazme el favor de creerme incapaz de tal cosa.

– No pido otra cosa, Héctor – respondió más dulcemente la condesa, – pero tu asiduidad a las lecciones de miss Dodson hacen murmurar.

– Raúl está siempre presente; no falta a una lección.

– ¿También tú lo has notado? – dijo vivamente la madre.

– Sin duda, pero eso no prueba que se ocupe más que yo de esa pobre miss…

– ¡Oh! no es la miss la que me alarma por él.

– ¿Qué quieres decir?

– Hemos sido muy imprudentes no previendo lo que sucede…

– ¿Qué es ello?

– Lo que debía fatalmente suceder. Esos dos muchachos, jóvenes, guapos y educados libremente como hermanos… sin serlo… debían necesariamente llegar a experimentar el uno por el otro sentimientos poco fraternales.

– ¿Crees que Raúl ama a Blanca? – preguntó Neris con ansiedad.

– Estoy segura, y hemos sido muy locos al no pensar en ello.

– ¡Dios mío!

– Sin esa imprevisión imperdonable, no hubiera ciertamente educado a Blanca aquí con él.

– ¡Oh! no sientas lo que has hecho, Hermancia; no sientas haber salvado a tu hermano de la desesperación…

– Ya ves, sin embargo, lo que me cuesta y a lo que nos expone ese instante de debilidad: el reposo de mi hijo y el de Blanca comprometidos acaso para siempre. ¡Pobre niña!.. A ella es sobre todo a quien compadezco; la vida le resultará muy difícil. El mundo condena implacablemente en los hijos las faltas de los padres. Es injusto, pero es así. He reflexionado en esto muchas veces, pensando en el momento en que habrá que casar a esta niña a la que tanto quiero. ¡Cuántos obstáculos, Dios mío! He pasado revista a todos los pretendientes posibles, y los que más nos convendrían son los que más vacilarán.

– Sin embargo, mi yerno…

– Tu yerno lo será también de una figuranta de Drury-Lane a quien has hecho la locura de dar tu nombre y que era indigna de llevarle. Muchas familias lo pensarán mucho.

El anciano bajó la cabeza ante esta evocación brutal de un triste pasado que él hubiera querido enterrar en el olvido.

Cuando después de una separación escandalosa se refugió en casa de su hermana con una niña todavía en la cuna, resto de aquel lamentable naufragio, aceptó sin dificultad y hasta con una especie de alivio las condiciones de la condesa, que exigió que Blanca pasase por hija suya y que no se hablase jamás de la madre, a quien se negaba a reconocer por cuñada.

– Mi mujer ha muerto; es inútil hablar de ella – dijo Neris haciendo un esfuerzo. – Pero mi hija Blanca es inocente y debes tener piedad de ella.

– ¿Cómo?

– Puesto que esos muchachos se aman, habría un medio muy sencillo, si tú quisieras: casarlos, y Blanca seguiría llamándote su madre.

– ¿Cómo puedes pensar tal cosa?

– Es un gran sacrificio… Pero tú serás buena con mi pobre hija… Te quiere tanto… No la rechaces, te lo suplico.

– Yo también la quiero, y si no se tratase más que de mí… ¡Pero el mundo y sus prejuicios! Raúl puede perjudicarse en su porvenir y en su carrera, y yo también soy madre, amigo mío.

– Te comprendo, pero, en fin, Raúl tiene los gustos de mi clase y una situación honrosa que reclama muchos gastos, que yo puedo sufragarle, muy feliz de agradecer así la felicidad que mi hija os deberá a los dos.

La condesa se levantó.

– Ya hablaremos de esto, hermano mío. No hay prisa y tenemos tiempo de pensarlo… Reflexionaré… Pesaré mis sentimientos y mi razón.

– Cuento sobre todo con tu corazón.

Una vez sola, la de Candore tuvo una sonrisa de triunfo.

– El cascabel está puesto, dijo. Con tal de que Raúl no le quite… Ahora lo urgente es despedir a la institutriz.

Con el cigarro en la boca y las riendas sueltas en el cuello del caballo, Raúl volvía a Candore soñando con el perfil que había vislumbrado un instante en la ventana abierta y tan pronto vuelta a cerrar.

Las pocas noticias adquiridas por los dependientes en casa del notario Hardoin no habían hecho más que aumentar su curiosidad y, mientras seguía con mirada distraída las espirales azuladas que flotaban delante de él como una ligera nube, iba evocando la delicada silueta que se le había aparecido en un marco de follaje a través de la bruma matutina.

– ¡Raúl!

Una voz suplicante que vibró a su oído y una mano febril que se apoyó en el caballo le arrancaron a aquel turbador pensamiento.

El joven hizo un gesto de mal humor.

– ¡Usted, Juana! En verdad, es usted imprudente…

– No se trata ya de prudencia, Raúl; debes ahora advertir a tu madre que estamos casados, que soy tu mujer.

– Al oír estas palabras se dibujó una imperceptible sonrisa bajo el fino bigote del joven.

– ¡Bah! Cálmese usted, hija mía, y espere para contarme eso a que estemos libres de oídos indiscretos. La carretera no es realmente el lugar más a propósito para las confidencias.

Echó pie a tierra, se puso en un brazo las riendas del caballo y, sin ofrecer el otro brazo a su compañera, se metió en las espesuras que rodean al parque y dio unos cien pasos en silencio seguido por la joven temblorosa y agitada y que, con el corazón oprimido por aquel tono de burla, trataba en vano de contener dos gruesas lágrimas que rodaban bajo sus anteojos azules.

Era una cálida mañana de verano. La sombra de los árboles de ramas extendidas como una inmensa cortina tamizaba los rayos del sol, la atmósfera tibia y húmeda tenía una dulzura penetrante, hundíanse los pies blandamente en el espeso musgo que algodonaba el suelo, y solamente los pajarillos ponían sus notas melancólicas y tiernas en el silencio de los bosques.

Llegaron a un claro lleno de verdor y acribillado por las flechas de oro del ardiente astro. Un majestuoso círculo de hayas gigantescas, que formaba una especie de barrera, los protegía contra toda sorpresa.

Raúl se detuvo junto a un banco de musgo y dijo:

– Estamos en lugar seguro. Siéntate, querida mía y cuéntame tus infortunios, que estoy pronto a vengar como galante caballero. ¿Mi hermana te ha hecho rabiar? ¿Mi madre te ha puesto mala cara o mi tío demasiado buena?

– La señora de Candore ha despedido a la institutriz de su hija, Raúl; acaso acogerá a la mujer de su hijo.

– ¡Oh!

Hubiera sido difícil adivinar el sentido exacto de esta exclamación; irritación, pesar, despecho, descontento contra los demás y contra sí mismo, había un poco de todo esto.

En cambio, ni sombra de enternecimiento ni de piedad había en su mirada seca.

Púsose a mascullar nerviosamente el cigarro y a azotar con el látigo las florecillas, cuyas tiernas hojas se desparramaban por el suelo desgarradas y marchitas.

Juana, mientras tanto, lloraba bajito y profería hondos sollozos que agitaban sus hombros. Habíase arrancado los horribles anteojos y arrojándolos a sus pies en un gesto de cólera, y sus hermosos ojos, claros y transparentes como el agua del mar, aparecían anegados en lágrimas y fijos en el joven con una desesperada angustia.

¡El callarse hubiera sido demasiado cruel!

El joven, pues, le dijo tomándola afectuosamente las manos y atrayéndola hacia su pecho hasta sentir latir su corazón:

– Vaya, vaya, querida hija mía, ¿quieres secar esas lágrimas y responderme cuerda y razonablemente? ¿No estoy aquí yo, tu protector, tu marido? Cuéntamelo todo en detalle.

– ¿Qué quieres que te diga, Raúl? Tu madre me ha echado.

– ¡Echarte! La palabra es fuerte y seguramente impropia… Cuando conozcas mejor las finuras de la lengua francesa…

– Echarme o despedirme, todo es lo mismo – dijo Juana con sorda vehemencia.

– Pero, en suma, ¿qué ha pasado entre mi madre y tú?

– La señora de Candore me ha dicho sencillamente que por motivos personales, estaba precisada a privarse de mis servicios.

– ¡Diablo! – exclamó Raúl mordiéndose el bigote.

– ¿Qué va a ser de nosotros?

Aquel nosotros pareció molestar un poco al conde, que dijo reprimiendo un movimiento de impaciencia.

– No hay que exagerar. Es un incidente lamentable, pero que no debe alarmarnos gran cosa. Bien sabes que te amo y que no te abandonaré. Tengo que volver muy pronto a Inglaterra, y sólo se trata de una separación momentánea.

– ¡Separarnos! – murmuró Juana muy pálida.

– Es preciso; no puedo interceder por ti con mi madre sin confirmar sus sospechas… Si es que no tiene más que sospechas. Por otra parte, no puedes estar eternamente al lado de Blanca como institutriz.

– No, pero puedo estar como hermana y como tu mujer. ¿No estamos casados?

– Sin duda, sin duda, pero estaría muy mal elegido el momento para semejante confesión.

– Sin embargo, Raúl, no podemos tardar más. Mi dignidad y la tuya no sería lo único que sufriría… Hay que hablar a tu madre, es preciso…

Sorprendido por aquella vehemencia que contrastaba con su apariencia débil y delicada, Raúl la interrogó con la mirada.

Confusa y ruborizada, Juana se acercó más estrechamente a su marido y pronunció muy bajito unas palabras.

Raúl soltó una exclamación que nada tenía de satisfecha, y con las cejas fruncidas y la expresión dura y descontenta, separó casi rudamente a la pobre mujer.

– ¡No nos faltaba más que esto! – masculló el joven entre dientes.

Prodújose un penoso silencio.

Por fin, haciendo un esfuerzo para disimular su violenta contrariedad bajo el barniz mundano, dijo Raúl con sonrisa forzada:

– Es una gran noticia, que acaso sea buena… No me atrevo a declararlo, pues va a crearnos serias complicaciones. ¡En fin! no importa; ese pequeño personaje no dejará por eso de ser bienvenido…

– ¡Oh! Raúl…

– Solamente, querida, la necesidad de tu partida se impone más que nunca. Tu presencia haría más difícil la confesión de nuestro casamiento y aumentaría el enfado de mi madre.

– ¿Lo crees así?

– Estoy seguro. Lo mejor es por lo tanto aprovechar las circunstancias que nos evitan el trabajo de buscar un pretexto. En cuanto expire mi licencia iré a reunirme contigo a Londres, y desde allí anunciaremos a mi madre nuestro matrimonio y el nacimiento de nuestro hijo. La segunda noticia hará pasar la primera y nos ahorraremos una escena penosa.

– Sin embargo… si la señora de Candore se negase…

– Nada es posible contra los hechos consumados. ¿No eres mi mujer?

– El otro día oí al notario señor Hardoin afirmar que un matrimonio hecho en el extranjero en esas condiciones, es nulo…

– ¡Hardoin! bonito oráculo… Fuera de la venta de carneros o del precio de un arrendamiento, no sabe una palabra de nada…

– Pero…

– Vamos a ver, amiga mía, ¿tienes más confianza en Hardoin que en mí?

Juana rodeó con sus brazos el cuello de su marido en un impulso desesperado, y exclamó:

– No, Raúl, quiero creer, creo en ti… Si no creyera me moriría o me volvería loca.

Alarmado por su exaltación, el joven trató de calmarla con frases cariñosas y palabras tiernas, acaso sinceras, pues era ante todo el hombre del momento y la pobre criatura hubiera conmovido a un corazón de piedra.

– Tranquilízate, mi querida Juana. Es una prueba momentánea, una separación muy corta seguida de una eterna unión y de una dicha sin nubes. Por mi parte me resigno fácilmente a separarme ahora de ti, pensando que también se separa otro…

– ¿Tengo realmente la felicidad de que estés celoso?

– ¡Lo confieso con rubor! Me hace daño el ver sin cesar a mi tío pisándote los talones.

– Te engañas, Raúl; te juro que el señor Neris no me ha mostrado jamás más que una benevolencia paternal.

– ¡Hum!.. En fin, habrá perdido el tiempo, y por mucho que digan, mal de muchos…

Raúl había eludido hábilmente la cuestión, y la pobre niña, engañada con aquellos fingidos celos, no pensó más que en justificarse, olvidando sus propias ofensas y sus secretas aprensiones.

La semana siguiente dejó Juana el castillo de Candore, triste pero resignada, llevándose con la débil prenda de su amor el recuerdo del pasado y la promesa consoladora del porvenir.

Cuando el tren pasó por la linde del parque se agitó un pañuelo en una portezuela, pero Raúl, en pie en su ventana, con un cigarro en la boca, no respondió siquiera a aquel tímido adiós y una vez que el último vagón hubo desaparecido en una nube de humo, lanzó un suspiro de satisfacción y dijo:

– ¡Al fin!..

Un estreno es siempre penoso.

Preguntádselo al pintor que expone su primer lienzo, al poeta que publica sus primeros versos, al abogado que defiende su primera causa, al actor que desempeña su primer papel.

Y ante esos, al menos, la esperanza del triunfo abre un horizonte radiante y la fe en el porvenir hace olvidar las angustias del presente. Pero en la medianía, en la vulgaridad de la vida corriente, cuánto más angustioso y más penoso es ese momento de interrogación sin la más pequeña aureola de consoladoras quimeras…

En el colegio, el brutal despertar del «Nuevo» caído del nido familiar, en el cuartel la primera llamada del «quinto» arrancado a su aldea, la primera clase de la pasanta en su pupitre, el primer día de la criada en su fogón, del aprendiz en su taller, del dependiente en su tienda, del meritorio en su oficina, ¡qué calvario! Es imposible decir las mil flechas invisibles, los choques dolorosos, las heridas ocultas y resumidas en esta sola palabra:

¡Un estreno!

Mientras que la señora de Raynal, muy atareada, subía de la cueva al desván, visitaba el jardinillo y la casa, tan modestos el uno como la otra, empujando los muebles, revolviendo los armarios, vaciando los baúles, registrando los paquetes, lamentándose por la pérdida presumida de algún chisme heteróclito, más sentido cuanto menos valía; mientras aturdía a la zafia criada que abría unos ojos y unas orejas tamaños ante aquel desembalaje de objetos desconocidos y de nombres raros, como samowar, checchia, etcétera. Mientras ella gemía por la estrechez de la casa, por la orientación defectuosa de las habitaciones, todas al Norte, y la fealdad de los papeles chillones, Julieta estaba en su oficina oyendo en silencio las explicaciones de la empleada saliente, la señorita Beaudoin, solterona impenitente que se había puesto amablemente a su disposición, pero que no limitaba desgraciadamente sus buenos oficios a lo referente a los «Correos y Telégrafos» y añadía un curso variado de economía doméstica, de conveniencias mundanas y de moral de las familias, mas un compendio histórico y biográfico de Candore y sus habitantes, sin olvidar la presentación obligatoria de todos los que asomaban la nariz por la ventanilla, y Dios sabe qué desfile era aquél…

Nunca había reinado en el pueblo semejante fiebre epistolar, a juzgar por el número de contribuyentes que iban a pedir sellos y tarjetas postales.

– Sabe usted, hija mía, la vida es aquí muy barata – decía con volubilidad la buena solterona; – la manteca a una peseta la libra… ¿Las hojas de sellos? Aquí, en este cajón… Se hace una visita a las personas notables, el alcalde, el cura, el notario… ¿Los libros de libranzas? Aquí, en este cajón de la derecha… No le servirán a usted de mucho, como no sea el notario; los campesinos no confían casi sus escudos al Correo; de vez en cuando unas pesetillas al muchacho que está en el ejército… Tendrá usted su silla en la iglesia; es más barato y está mejor visto… El cura es un buen hombre… Los del país no son devotos, pero tampoco contrarios; no la miran a una mal porque vaya a misa… La vecindad con el notario y con los gendarmes tiene algún inconveniente para una joven, pero no olvidando lo que una debe a su sexo, los demás no tienen tampoco ganas de olvidarlo… Candore es más importante que el pueblo cabeza de partido, y tenemos un hospital, donación del difunto conde, un verdadero pródigo, que devoraba el dote de su mujer, pero buen sujeto… El hijo es más orgulloso, que se parece a su madre en lo tieso, aunque la buena señora no se llame más que Neris… Su padre era tratante en lanas, y su hermano podría bien hacerle bajar los humos, pues son sus escudos los que danzan en el castillo… Buena persona también el señor Héctor, pero le aconsejo a usted que le tenga a distancia, pues es muy comprometedor para las jóvenes… ¡Hablo por experiencia!.. (La experiencia debía de remontar muy lejos).

Liette escuchaba con paciencia esta charla, solamente interrumpida por alguna breve pregunta o por la voz gangosa de alguna comadre que metía el hocico por la ventanilla como si fuera a arrancársele.

– Buenos días, señorita Beaudoin… Dispénseme usted si la molesto, pero necesito un sello de dos sueldos.

¡Qué suma de curiosidad en ese sacrificio de diez céntimos arrancados a la rapacidad campesina!

Liette, sin parecer echarlo de ver, hacía silenciosamente su oficio, mientras la exempleada le susurraba al oído:

– La tendera de la esquina, una mujer muy lista.

Y otras veces:

– La mujer del carretero, una verdadera chismosa.

– La granjera del Quejigal, una ricacha, pero más mala que un dolor…

La huérfana sentía pesar sobre ella todas aquellas miradas inquisitoriales que investigaban su sencillo traje, inventariaban su pobre mueblaje y observaban sus menores gestos con la astuta malevolencia de los rurales para con «los de la ciudad».

Y los pasantes del notario, desde el «principal» hinchado de importancia, hasta los escribientillos maliciosos y granujas, la miraban descaradamente.

¿Y la charla desconfiada de los paletos, a cuyos dedos ganchudos costaba tanto trabajo soltar las libranzas y contaban y recontaban las monedas de plata alineadas delante de ellos?

¿Y las conversaciones de las criadas que respondían a las jeremiadas de la viuda del otro lado de la valla?

Todo esto producía a la joven empleada una sensación de malestar y de repugnancia.

Ella, cuya aurora se había levantado bajo el radiante sol de África, al toque de las cornetas y entre el brillo de los uniformes; que había crecido en una atmósfera de gloria y heroísmo, oyendo el relato de luchas caballerescas y de combates fabulosos, como Sidi-Brahim y Mazagran, ¡qué obscuro, mezquino y vulgar le parecía el presente!

A pesar de su ánimo, experimentaba una especie de cansancio y de abatimiento.

Después del gran gasto de energía de los últimos años, la fuerza nerviosa que la había sostenido hasta entonces la abandonaba al llegar al puerto.

La inagotable verbosidad de la exempleada, las quejas lamentables de su madre, el repique continuo de la campanilla incesantemente agitada, las caras desagradables, hipócritas o malhumoradas, que se sucedían sin interrupción en la ventanilla, esos mil pequeños detalles irritantes por su vulgaridad misma, enervaban su alma, tan fuertemente templada sin embargo, y bajo la calma aparente de sus maneras y la sonrisa forzada de su cara, gruñía una sorda rebelión, una angustia conmovedora como la llamada del desgraciado que se ahoga.

De repente se abrió la puerta de la oficina, empujada por una fuerte mano.

Y apareció en el umbral, haciendo el saludo militar, el cartero del pueblo, un veterano de bigote gris y cuya blusa azul estaba estrellada por la cruz de honor.

– El tío Marcial, un soldadote nada cómodo – murmuró la antigua empleada.

Pero Liette no la oyó.

Como un rápido relámpago que desgarra la noche sombría, como un rayo de sol que hubiese disipado la niebla que se amontonaba en torno de su mente, aquella repentina aparición, que evocaba la gloria del pasado, dio valor a la hija del soldado para la lucha, para el trabajo y para el deber.

Y cuando el buen hombre vació delante de ella su saco de telegramas, le echó una mirada de agradecimiento y le dijo:

– ¡Gracias!

En seguida se puso valientemente a la tarea.

Fiel a las tradiciones de las nobles castellanas, cuyos usos y costumbres hubiera hecho revivir de buena gana, la de Candore recibía todos los domingos al cura y al notario, comensales obligados del castillo.

El primero, a quien ella trataba con toda la deferencia respetuosa debida a los más simples curas en las casas de los más orgullosos representantes de la aristocracia, era un hombre gordo, borroso y linfático, sin vigor físico ni moral, cuidadoso ante todo de su reposo, que trataba de vivir bien entre el antiguo y el nuevo señor, es decir, entre el castellano y el alcalde de Candore, y que a fuerza de repetir «Bienaventurados los mansos», no veía otra cosa en el Evangelio.

Por el contrario, el segundo, al que la condesa llamaba siempre «mi querido tabelión» con cierto aire de protección, olvidando que el abuelo Neris había sido jardinero en casa del abuelo Hardoin, era, a pesar de sus patillas grises, un cincuentón tan verde de espíritu como de cuerpo y cuyas respuestas, de una bondad maliciosa, hacían a veces rechinar los dientes como una manzana agria. Rara vez, y por mil razones, estaban los dos de acuerdo, y la diversión favorita de Raúl era hacerlos regañar sobre un asunto cualquiera y ver la cara asustada del cura ante las réplicas agridulces del notario.

Aquella noche, mientras tomaban café en el terrado adornado de naranjos y adelfas y Blanca descifraba en el piano un nocturno de Chopin, estaban discutiendo la cuestión de una nueva institutriz y la de Candore se quejaba vivamente de la dificultad de hallar una reemplazante para miss Dodson.

– Observo, señora condesa, que pasa con esa como con las otras – hizo observar tranquilamente el notario tomando un polvo de rapé; – siempre las echa usted de menos cuando se han marchado, y tiene usted razón.

– Permítame usted no ser absolutamente de su opinión – dijo tímidamente el cura; – esa joven, seguramente apreciable, tenía un defecto capital para una familia católica: su herejía.

– ¡Bah! no era por Blanca por quien era de temer su influencia – murmuró el notario con expresión de duda echando una mirada al tío y al sobrino que estaban fumando apoyados en la balaustrada.

– ¿A quién se lo cuenta usted, mi querido tabelión? Eso es lo que hace ser mi elección tan delicada. La fealdad es generalmente desagradable y limitada; la vejez maníaca y enfermiza; en cuanto a la juventud… soportable, el ensayo no me ha salido muy bien.

– Tú ves el mal en todas partes, Hermancia – dijo Neris sin volverse.

– Lo veo donde está, y, desgraciadamente, tú no me dejas equivocarme.

– ¿Acaso esa señorita ha dado lugar a la maledicencia? – preguntó el cura alarmado.

– Nada de eso, señor cura; su alejamiento es una simple medida de prudencia en su propio interés.

El señor Neris se encogió de hombros con impaciencia. Raúl siguió fumando con una flema enteramente británica.

– En una palabra, está usted sin institutriz y le hace falta una.

– No veo la necesidad – interrumpió Blanca que, después de dar precipitadamente el último acorde, había abandonado el instrumento de su suplicio y venía a tomar parte en la conversación.

– Desgraciadamente, tú no tienes voz en el capítulo, hermanita.

– Ni tú tampoco. Testigo miss Dodson, a la que no podías sufrir.

– Lo confieso.

– ¿Y usted, señorita?

– Yo estaba bien dispuesta para con ella; pero parecía un poco envidiosa… sin duda porque yo no tenía anteojos.

La joven se echó a reír agitando los rizos que revoloteaban en torno de su frente.

– ¿No siente usted, entonces, que se haya marchado?

– Realmente, sí. Se sabe lo que se deja, pero no lo que se toma; y ya que mi querida mamá no me juzga capaz de gobernarme yo sola…

– A los dieciséis años es un poco pronto, querida.

– ¡Bah! la edad no importa nada. Estoy segura de que haría menos disparates que Raúl, ¿verdad, señor Hardoin?

– Me recuso, señorita, aunque tengo gran confianza en su alta sabiduría.

– Si es para usted un cuidado tan grande, señora condesa, ¿por qué no pone usted a la señorita Blanca en el Sagrado Corazón de Noyon? – propuso el cura.

– ¿Por qué no en la escuela? Eso no es amable, señor cura… ¿Quién iba entonces a azucararle a usted el café?

– Crea usted, querida señorita…

– Por otra parte, yo me opondría formalmente, – declaró Neris con calor; – esta niña no se ha separado nunca de nosotros y no es ahora, cuando su educación está casi acabada…

– ¡Bravo, tío! En primer lugar, no podrías pasarte sin mí.

– ¡Querida niña!

– Es ya tarde, en efecto, señor cura, para someter a Blanca al régimen del colegio, que al lado de ciertas ventajas, presenta serios inconvenientes desde el punto de vista de las maneras y de las compañías. Y, sin embargo, esta niña está un poco sola y necesitaría una amiga más que una maestra, aunque no fuera más que unas horas al día…

– Es lástima, mamá, que no vivas en la ciudad – insinuó como al descuido Raúl: – allí encontrarías fácilmente una institutriz que, sin vivir en casa, iría a dar a mi hermana unas cuantas lecciones ya muy suficientes.

– Ese sería el ideal.

– Desgraciadamente, en un agujero como éste es imposible.

– Se engaña usted, señor conde.

– ¿Cómo es eso?

– Tiene usted a mano el ideal soñado, señora condesa. La nueva empleada de Correos, provista de todos los diplomas, tiene la intención, según me ha dicho, de utilizar las horas que tiene libres, y hasta me ha rogado que le busque discípulas en Candore o en los alrededores.

– ¿Verdaderamente? – dijo el conde haciéndose el asombrado como si no hubiera visto con sus propios ojos el letrero pegado al cristal del Correo:

LECCIONES DE PIANO

DE INGLÉS Y DE FRANCÉS

– ¿Es persona recomendable? – preguntó la condesa.

– Ciertamente, y de las más interesantes – respondió el notario; – mantiene a su madre con su trabajo y merece la estima de todos.

– ¡Qué calor, querido Hardoin! – dijo Raúl riendo. – ¿Será capaz de hacerle a usted renunciar al celibato?

– ¡Oh! yo soy como el señor cura; me limito a casar a los demás.

– ¿Es bonita? – preguntó con curiosidad la muchacha.

– No la he visto todavía – respondió el joven diplomático con un soberbio aplomo.

– Es muy distinguida – dijo el notario.

– Y tiene además un aspecto modesto y decente – apoyó el cura.

– ¿Cómo se llama?

– Julieta Raynal; su padre era oficial superior.

– ¿Raynal?.. Espere usted, he conocido un capitán de ese nombre en un viaje a Argelia… y una vez hasta me salvó la vida…

– ¿En un encuentro con los árabes, tío?

– No, señor burlón, en un encuentro con un león.

– ¿Ha cazado usted fieras, señor Neris?

– No, querido amigo, yo fui cazado por ella… Un día, me había retrasado en el campo y me iba a pie a Sidi-Bel-Abes, cuando vi detrás de mí la sombra de un animal que tomé por un gran perro, por un ternero escapado de algún rebaño, ¿qué sé yo?, del que no volví a ocuparme más… Aquel animal me siguió paso a paso y al llegar a mi hostería estaba literalmente pisándome los talones… Impaciente, quise alejarle de un puntapié… Y un rugido que no daba lugar a ninguna duda respondió a esta imprudente familiaridad. Tartarín tomó un burro por un león; yo tomé un león por un burro. No soy un rayo de la guerra, pero, en fin, he hecho lo que he podido… Pues bien, usted me creerá, si quiere, señor cura, al oír la imponente voz del rey del desierto comprendí estas palabras del Profeta: «Se estremeció mi alma y los pelos de mi cuerpo se erizaron.» Helado de espanto e incapaz de hacer un movimiento ni de pedir socorro, creía ya sentir los dientes de la fiera cuando desde una ventana abierta me gritó una voz:

– Baje usted la cabeza.

Obedecí maquinalmente.

Silbó a mi oído una bala, un segundo rugido desgarró el silencio del crepúsculo y el terrible animal, dando un salto enorme, cayó muerto a mis pies… Mi salvador era un joven oficial de cazadores, casado con una preciosa criolla y padre de una deliciosa niña, que podría ser bien la persona en cuestión, si es la misma familia…

– Las apariencias coinciden maravillosamente; la madre de la empleada de Correos ha nacido, en efecto, en la Martinica y su difunto padre sirvió en África.

– Mejor. Por muy cortas que fueran nuestras relaciones, conservo de ellas un encantador recuerdo y me alegraría mucho de poder ser útil a la hija.

– No hay que apresurarse, Héctor, te lo ruego – observó la castellana.

Su hermano hizo un gesto de mal humor y, recostándose en su butaca, se abandonó al penetrante encanto de los recuerdos de la juventud, más dulces cuanto más se aleja uno de ellos, mientras la de Candore, entregada a sus averiguaciones, hacía sufrir al cura y al notario un verdadero interrogatorio del que Raúl no perdía palabra sin dejar de hacer rabiar a su hermana.

El resultado de su diplomacia fue que la semana siguiente Julieta Raynal daba su primera lección en Candore ante la mirada severa de la condesa, benévola de Neris e indiferente, al menos en apariencia, del joven conde.

Julieta iba ya todos los días al castillo, donde todo el mundo le hacía la más simpática acogida.

Blanca estaba encantada de su institutriz. En lugar de la cortedad y de la violencia involuntaria que se traslucían a pesar suyo en las maneras de miss Dodson, encontraba en Julieta una gracia perfecta, un benévolo abandono, y se unía estrechamente a ella con todas las fuerzas afectivas de un corazón de dieciséis años ávido de darse.

La joven huérfana, por su parte, experimentaba una infinita dulzura en aquella cándida confianza de la bonita niña que iba ingenuamente a ella como a una hermana mayor.

Delicada y débil, verdadera sensitiva bajo su exuberante alegría, la muchacha tenía una ardiente necesidad de afecto, una especie de ternura inquieta y enfermiza que hubiera querido satisfacer en el seno materno.

La de Candore no era su madre, y por mucha que fuese su buena voluntad, su naturaleza seca y altanera era incapaz de comprender esas aspiraciones y esos ímpetus del alma. Su solicitud se limitaba al ser físico y descuidaba el ser moral.

Y la niña, en su necesidad de ternura, se refugió en seguida en los brazos amigos de Julieta.

La condesa se dignaba aprobar esa amistad. Muy pronto tranquilizada por la reserva llena de dignidad de la empleada de Correos, había prescindido de todo temor quimérico, juzgando que las menores intentonas galantes serían rechazadas con pérdidas.

Por lo demás, Neris no manifestaba a la joven más que un interés paternal, justificado por el recuerdo de sus relaciones con el comandante.

Julieta no había encontrado todavía a Raúl en el castillo.

Por otra parte, por muy galante que le supusiera la de Candore, temía mucho más a los encantos reales de la joven inglesa que a la belleza discutible de su reemplazante.

Julieta, en efecto, no era lo que se llama bonita, a pesar de su perfil de camafeo, su tez mate y sus grandes ojos negros. Las luchas que había tenido que sostener, y el cuidado de su responsabilidad, habían comunicado a sus facciones una gravedad precoz, la expresión viril de la dulce firmeza que le venía de su padre y que él animaba en otro tiempo, cuando era pequeña, repitiéndole entre dos besos.

– Liette no tiene miedo; Liette es valiente.

Lo era, en efecto, con toda la fuerza del término, y, como un soldado que sube valientemente al asalto, iba derecha a su objeto, sin mirar a derecha ni a izquierda, con la vista fija en esta querida divisa para todo el que tiene el culto del honor.

«¡Haz lo que debes!»

La de Candore, seducida por aquel carácter, que no era para desagradarla, la había proclamado una persona perfecta, no completamente linda, pero completamente distinguida.

En efecto, la distinción era su marca soberana; al más modesto empleo, a la más humilde función llevaba ese aplomo superior de los que tienen conciencia de no rebajarse nunca.

Esa actitud le había hecho algún daño con los buenos habitantes del pueblo, acostumbrados al modo de ser de la antigua empleada, cuya oficina era el punto de cita de todas las comadres y la caja de Pandora de donde se escapaban todas las maledicencias que florecían igualmente en el pueblo y en el campo.

La Beaudoin, al retirarse después de treinta años de servicios, se había jactado de continuar gobernando los «Correos y Telégrafos» bajo su sucesora, «una persona tan joven y tan inexperimentada a la que sería caritativo guiar y aconsejar.»

Pero, aunque con perfecta cortesía, Julieta había respondido de tal modo a sus reiterados ofrecimientos, que la solterona, desengañada, se había eclipsado prudentemente llevándose en su retirada a las concurrentes habituales de la oficina, a quienes la nueva empleada desconcertaba por su clara mirada y por la exquisita política de su: «¿Qué desea usted, señora?»

– Tiene cara de ser orgullosa, decían.

No era orgullo, sino indiferencia.

Aquella hija de soldado, tan duramente herida por la suerte y que se sometía sin quejarse a las más rudas tareas, conservaba alto el corazón y alta la frente, por simple atavismo.

Su alma noble y su espíritu elevado se cernían por encima de las miserias de su condición material; pero si empleaba una gracia sonriente en su ruda labor, una vez acabada su tarea huía de las mezquindades de lo vulgar para empaparse en las fuentes eternas del Ideal, de la Poesía y del Arte.

Tenía una biblioteca pequeña, pero escogida; era excelente profesora de música, pintaba con gusto y su alma entusiasta se regocijaba con los admirables paisajes que la rodeaban.

Su mejor recreo era ir con su madre a sentarse en el campo y tomar croquis de los sitios pintorescos o bien abismarse en algún ensueño de Lamartine o de Hugo mientras que la indolente criolla dormitaba mecida por la armonía de los versos y acariciada por el ardiente beso del sol que le recordaba su país.

A veces Liette se detenía pensativa al ver dos novios que se dirigían lentamente al pueblo o algún robusto labrador que hacía saltar alegremente en sus brazos algún mofletudo muchacho.

Una vaga melancolía nublaba un instante la pura radiación de sus grandes ojos… A los veinte años estaba acabada su juventud y, solterona antes de tiempo, seguiría estando sola, sin apoyarse jamás en el brazo de un esposo, sin inclinarse nunca hacia la dulce carita de un niño, sin otra criatura a quien proteger que aquella madre infantil de la que hubiera podido decir con un escritor célebre:

«Mi madre es una niña que yo tuve cuando era pequeña.»

Su vida se deslizaría en la monotonía del trabajo diario y del negro cuidado de la existencia, más negro todavía cuando estuviese sola. Y, en un impulso de ternura inquieta, que asustaba a la descuidada criolla, la besaba locamente repitiendo:

– ¡Oh! querida mía, no me dejes, no me dejes jamás…

– Pero si no tengo semejante intención, hija mía – respondía la buena señora despertándose un instante de su sopor; – ciertamente este país no me gusta gran cosa; es frío y feo; pero una madre debe sacrificarse siempre por su hija, y me resigno sin quejarme.

Si el sacrificio era discutible, la resignación silenciosa no lo era menos, y la de Raynal no tenía más que una excusa para alabarse así, que era su absoluta buena fe. En realidad, a pesar de su expresión lánguida, tenía en su charla la volubilidad de un chorlito y una necesidad irresistible de expansiones íntimas.

Ahora bien, siendo limitado el número de las confidentes, se mostraba cada vez menos difícil y descendía cada día un grado en escala social. Después de haber depositado sus quejas en el seno de algunas damas (exempleada de Correos, mujer del recaudador, hermana del cura) que componían a sus ojos la burguesía de Candore, se había vuelto hacia la agricultura (granjeras, molineras, etc.) y después hacia el comercio (mercera, panadera, tendera de comestibles) para caer al fin en el ínfimo pueblo (lecheras o simples criadas), a quienes regalaba con el relato circunstanciado de su vida: grandeza y decadencia; desde su infancia dorada en la plantación de su tío, donde tenía cuatro negras (sí, señora) para su servicio personal, hasta el retiro prematuro del comandante, enumerando complacientemente sus triunfos mundanos en cada guarnición.

Esta intemperancia de lenguaje y las marcas de conmiseración que provocaban, no eran del gusto de Liette; pero el respeto filial ahogaba las sublevaciones de su delicadeza y, replegándose más aún en ella misma, oponía una política reserva a todas las insinuaciones y rehusaba sistemáticamente las invitaciones que les proporcionaban las maneras más atrayentes de la viuda, con gran desesperación de ésta, que suspiraba en medio de sus trapos y sacaba los trajes «aún muy presentables» que hubieran acabado de deslumbrar a la buena gente de Candore.

Solamente Hardoin, poco simpático a la comandanta por la bondad burlona que oponía a sus jeremiadas, inspiraba a su joven vecina una confianza hija de la mutua simpatía.

Al principio de su instalación, deseando encontrar lecciones para aumentar su pobre presupuesto, se había dirigido a él para que la recomendase a su clientela.

Desde las primeras palabras sencillas y dignas que expusieron brevemente su situación, el notario comprendió que estaba enfrente de un carácter, y deponiendo la gravedad fingida al mismo tiempo que los anteojos que velaban de ordinario su mirada escrutadora, como si fuera inútil la precaución con aquella alma leal puesta al desnudo, se mostró a su vez bajo su verdadero aspecto y estuvo tan francamente benévolo y cordial, que la huérfana quedó profundamente emocionada y se separaron siendo ya amigos.

Desde entonces no le escaseó ni los buenos consejos ni los buenos oficios, y gracias a él pudo entrar en el castillo en condiciones inesperadas.

Liette tuvo, sin embargo, que romper por un día el retiro voluntario que tanto desolaba a la comandanta.

Era el cumpleaños de Blanca, y, con esta ocasión, la condesa daba una comida íntima a la que las dos señoras fueron convidadas de un modo que no permitía el rehusar. Por otra parte, la viuda manifestaba tal alegría, y se mostraba tan encantada de «aquella nueva entrada en el mundo», que hubiera sido crueldad el impedírselo.

– Como comprendes, hija mía, me vuelvo a encontrar en mi esfera – dijo repantigándose en los almohadones del coche amablemente enviado por la castellana y respondiendo con una señal protectora de cabeza al saludo de la gentecilla que examinaba desde su puerta el traje de las «parisienses».

– ¿Estás contenta, mamá?

– Por ti solamente, querida; a tu edad es preciso no enclaustrarse como una abuela. Además, esas señoras han estado verdaderamente encantadoras y llenas de deferencias por mí; y una reserva inoportuna hubiera podido perjudicarte…

– Es posible…

– Y hacerte perder tu situación.

Liette no respondió.

Era, en efecto, una suerte inesperada en su desgracia el haber encontrado aquella plaza fija y bien retribuida, que le evitaba las lecciones sueltas, tan ingratas como mal pagadas.

Dijo, pues, ahogando un suspiro:

– Tienes razón, querida mamá; pero ¿qué quieres? me da miedo el mundo.

– ¡El mundo en semejante agujero! Aquí no hay más que personas conocidas, como el notario y el cura, y salvo el joven conde, no veo de quién puedes tener miedo.

La buena señora no sabía qué razón tenía.

En el fondo de sí misma y por un sentimiento muy femenino, Liette temía y deseaba al mismo tiempo conocer al fin a aquel Raúl del que se hablaba tanto en el pueblo y a quien ella había sólo vislumbrado desde la ventana al despertar por primera vez en Candore.

¿Era simple coincidencia, prudente disimulo o cálculo habilidoso? Ello fue que aquella hábil reserva tuvo igual éxito con la condesa y con Julieta.

La una no había podido sospechar el interés ya muy vivo de su hijo respecto de la otra, y ésta no había sentido ninguna desconfianza respecto de un ausente. A pesar de su alta razón, no podía menos de sentir un poco de esa curiosidad sembrada por la serpiente en el alma de Eva y que la más perfecta de sus nietas no consigue ahogar completamente.

En esta disposición de ánimo completamente favorable colocó su manita enguantada en el brazo del joven agregado, mientras Neris ofrecía el suyo a la señora de Raynal. Era la primera vez después del luto que las dos pobres mujeres se encontraban en un salón elegante de otro modo que como solicitantes y en medio de aquella atmósfera de comodidades en que habían vivido tanto tiempo.

La condesa puso en su acogida ese tacto exquisito, esa rara urbanidad que no dan con frecuencia ni el nacimiento ni la fortuna y que ella poseía en alto grado. No pareció que recibía a la humilde empleada y a su madre, sino a dos mujeres de la buena sociedad iguales a ella por la clase y la educación, y este matiz imperceptible acarició dulcemente a sus almas doloridas.

Todos, por lo demás, se mostraron al unísono con la castellana. Neris, con una coquetería de anciano, desplegó todas las seducciones de un espíritu todavía joven y siempre amable evocando los lejanos recuerdos del tiempo en que, joven, bella y amada, la de Raynal se le había aparecido radiante del brazo de su esposo bajo aquel hermoso cielo de África…

– ¡Casi el cielo natal! suspiraba con una sonrisa melancólica en los labios!

Raúl, por su parte, afectaba las maneras discretas, respetuosas y casi tímidas de un hombre de mundo ante una simple joven, lo que, por poco coqueta que fuese, era para la austera institutriz la más delicada adulación.

Mujer antes de tiempo por las penas, las pesadas cargas y las duras realidades de la vida, Liette seguía siendo una muchacha por su mentalidad, por su corazón y por sus ilusiones, y era caritativo el recordarle de un modo tan hábil que sus veinte años resplandecían también en su cara.

Raúl, muy experto en la materia, no había dejado de echar de ver la impresión producida y se aplaudía por la metamorfosis de que era autor.

Como el mármol parece animarse y tomar forma bajo la mano de un artista inspirado, así la rígida empleada, cuyas severas facciones parecían ignorar la sonrisa, reía ahora con todos sus hoyuelos y con un confiado abandono de colegiala.

Con cómica gravedad, el joven reclamaba también el honor de un antiguo conocimiento.

– No tenía usted ya trece años como cuando mi tío tuvo la buena fortuna de serle presentado; pero no debía usted de tener más de trece… Estaba yo entonces terminando mi año de voluntario en Orleáns, en el batallón de su señor padre de usted, y parece que me estoy viendo torpe y embarazado con mi capote demasiado largo ante una joven de falda corta, grandes manos y largos pies, como Blanca hace dos años, que me puso un muñeco en la mano y me dijo en tono autoritario:

– No olvide usted el número, militar; una cabeza absolutamente igual, pero con cabello rubio. Sobre todo, no olvide usted el cabello rubio.

Y una vez cumplida esta delicada misión a medida de sus deseos de usted, se dignó usted hacerme dar en la cocina un vaso de vino, que me bebí religiosamente a su salud.

– ¡En la cocina!.. ¡Qué mal trató usted a mi pobre hermano, señorita!

– Si el vino era bueno, menos mal – dijo el cura saboreando su Chateau-Lafitte.

– ¡Y hay quien se atreve a decir que el hábito no hace al monje! – añadió irónicamente el notario.

Liette se excusaba riendo, ruborizada y confusa, con gran alegría de su maliciosa discípula.

Fue aquella una velada deliciosa.

Olvidando un instante los penosos rigores de su situación presente, Liette reapareció tal como era en otro tiempo en el salón de su padre, la exquisita criatura cuyo encanto indefinible, más poderoso aún que la belleza, había hecho levantarse tantas cabezas bajo el quepis de doble o triple galón de oro.

Blanca, encantada, palmoteaba y no conocía a la señorita; la condesa misma estaba conquistada por aquel aumento de juventud y de gracia.

La de Raynal tomaba una gran parte en el triunfo de su hija y se sentía halagada en su vanidad maternal, sin el menor pensamiento de alarma.

Raúl, el encantador que había provocado ese milagro, experimentaba la orgullosa alegría de Pigmalión ante su estatua animada del soplo divino.

Al volver al pueblo a la luz de la luna, la viuda, sentada enfrente del notario mientras el cura dormitaba a su lado, no pudo contener la exuberancia de su júbilo.

– Una hermosa velada, señor Hardoin, y como quisiera que tuviese muchas mi pobre Liette.

El notario permaneció frío ante aquel impetuoso entusiasmo un poco intempestivo, y echando una mirada pensativa al fino perfil de la joven que contemplaba las estrellas, murmuró:

– ¡Yo no!

Liette hizo un gesto de impaciencia.

– Otra vez me he equivocado.

– No ha sido por mi culpa – respondió cándidamente la de Raynal, cuya charla continua recordaba el gorjeo de los pájaros y que desde que se había levantado estaba molestando a su hija con consideraciones interminables sobre los menores incidentes de la velada memorable.

– No, querida mamá – respondió Liette con su buen humor habitual; – un poco de cansancio sin duda… Eso es lo que tiene el acostarse a horas descompasadas.

Y volvió a empezar laboriosamente la suma.

La viuda se estuvo un momento callada, pero la comezón era demasiado fuerte y, no pudiendo resistirla por completo, se alivió primero en voz baja a modo de soliloquio y fue levantando el tono insensiblemente hasta acabar por una interpelación mal disfrazada.

– ¡Pobre hija mía! ¡Cuando pienso que una simple comida es un acontecimiento en tu vida!.. A tu edad estaba yo continuamente en fiestas y recepciones. ¡Los cotillones que yo he dirigido! Y, sin embargo, Dios sabe que no era yo mundana. Pero nuestra situación y los ascensos de tu padre exigían cierto decoro y cierta representación. Si me hubieran dicho entonces que acabaría mis días en un agujero semejante y reducida a tan pobre sociedad… Porque, dicho sea sin ofender a nadie, hija mía, nuestras relaciones dejan mucho que desear y estamos obligadas a tratar a personas muy comunes… No es por tu culpa, lo sé, pero cuando se ha vivido como yo en un medio escogido, es una necesidad penosa y que hace apreciar la menor ocasión de encontrarse una en su mundo.

– Pero eso no es una necesidad, mamá – dijo Liette dejando la pluma con resignación; – eres absolutamente libre…

– Sin duda, hija mía, sin duda; pero no querría perjudicarte en tu situación y prefiero dominar mi legítimo orgullo.

– Te aseguro…

– Tu felicidad ante todo, hija mía; por verte dichosa me resignaría a rascar la tierra con las uñas.

– ¡Pobre madre mía! – dijo la joven conmovida y sonriente al mismo tiempo, – tan mal concordaba esa idea con la indolencia maternal.

– Si debiera dejarte pronto, me alegraría de que no te quedaras en este pueblo de iroqueses, de saber que estabas rodeada de afecciones dignas de ti y de pensar que encontrarías una segunda madre…

– ¡Dios mío! ¿En quién?

– Pues… en la de Candore, que me reemplazaría con gusto a tu lado…

Esta vez Liette no pudo reprimir una franca carcajada, y respondió besando tiernamente a aquella cabeza a la que las canas no habían llevado la razón:

– Nadie podría reemplazarte conmigo, querida mamá, y la de Candore menos que otra… No la conoces; es una mujer superior, pero tan convencida de su superioridad, que el común de los mortales no existe para ella.

– Sin embargo, me hablaba de ti en unos términos…

– Ciertamente, no puedo quejarme de su modo de proceder diario, pero ayer éramos sus invitadas, y esto es un matiz; hoy he vuelto a ser sencillamente la institutriz de su hija y no dejaría de recordármelo si yo lo olvidase.

– La clase no se mide por la fortuna, hija mía; es la opinión de todas las personas de corazón y ahí tienes como prueba las delicadas atenciones del señor Neris y la solicitud significativa de su sobrino. Seguramente no te miraban como una vulgar institutriz. La misma señorita de Candore no hubiera podido recibir más respetuosos homenajes.

– ¿Crees tú?

– ¡Bah! tengo buenos ojos, y Raúl es un hombre demasiado galante para…

En este momento llamaron al ventanillo y el objeto de esos elogios mostró su fino bigote en la estrecha abertura.

Con su inconveniencia natural, la comandanta iba a acogerle amablemente como visitante, pero al verse en un espejo los papillotes desrizados y el peinador deslucido, se escondió precipitadamente en el comedor.

Julieta no se había levantado, y después de responder con una ligera inclinación de cabeza al saludo ceremonioso del joven, se quedó esperando.

Raúl parecía un poco turbado a pesar de su aplomo. La actitud cortés pero digna de la joven empleada paralizaba sus brillantes facultades.

Después de unos cuantos cumplimientos triviales, a los que ella respondió con extremada reserva, se quedó cortado golpeando con expresión indecisa la tabla del ventanillo y como molesto por aquella límpida mirada que formulaba claramente esta pregunta:

– No es a la señorita Raynal a quien debe estar dedicada esta visita; ¿qué quiere usted, pues?

Por fin dijo el joven, rompiendo resueltamente el silencio.

– Debo, señorita, parecer a usted muy torpe y muy tonto, pero por más que hago no puedo separar la función de usted de su persona, y necesito todo mi cariño hacía mi tío…

Liette le miró asombrada.

– En resumen, señorita, el señor Neris, por motivos personales, desea que cierta correspondencia no pase por el castillo ni por las manos de los criados… No queriendo venir a recogerla él mismo, me encarga de ese cuidado cuando estoy aquí… Con la señorita Beaudoin la cosa me era indiferente… pero con usted…

Tenía una expresión tan confusa, que Liette vino en su ayuda:

– Nada más sencillo, caballero; dígame usted las iniciales.

– H. N., 32.

La empleada buscó en la casilla correspondiente y retiró dos cartas de una elegante letra inglesa y sello de Londres, que él hizo desaparecer prestamente en el bolsillo de la americana como si tuviera prisa por sustraerlas a aquella cándida mirada. Después dijo tratando de dar una explicación:

– No hay nada en esto que no sea muy natural. Mi tío hace mucho bien y se interesa paternalmente por muchas personas… Pero mi madre es muy propensa a sospechar el mal, y por no disgustarla… En fin, hay que ser indulgentes con las debilidades de un anciano que es en suma el mejor de los hombres.

Raúl balbucía y se contradecía mil veces, fingiendo una cortedad que era un homenaje a la virtud de la huérfana, que no podía menos de agradecérselo.

Así, cuando el joven se despidió deshaciéndose todavía en excusas, Liette pensó sin la menor sospecha:

– ¡Pobre muchacho! Bonitas comisiones le encarga su tío…

Raúl no era uno de esos fríos corrompidos, uno de esos «feroces» sin principios, sin moral y sin freno que no conocen otra regla más que su placer, otros deberes que sus apetitos ni otra ley más que el código.

No era tampoco un Lovelace, un don Juan ni un Richelieu, brillantes mariposas que revolotean de flor en flor, incapaces de un cariño sincero, únicamente cuidadosos de enredar en las guías de su bigote los corazones femeninos y para quienes Amor es sinónimo de Amor propio.

Lejos de eso; a pesar de cierto fondo de escepticismo, su alma era susceptible de ímpetu espontáneo, de súbito desinterés y de efímero entusiasmo, de donde brotaba una emoción fugitiva, una sensibilidad superficial bastante para dar la ilusión de un corazón tierno y generoso donde no había en realidad más que un manojo de nervios.

Era víctima de una educación mal dirigida que había tratado ante todo de hacer de él un hombre brillante, pero no un simple hombre honrado en la alta acepción de la palabra.

Indulgente, pero firme, la de Candore no vacilaba nunca para hacerle sentir el freno y la brida cuando se trataba de su salud, de su fortuna o de su porvenir, pero sin cuidarse seriamente del lado moral. Muy orgullosa de aquel guapo y elegante caballero, que no había heredado de su padre más que el nombre, le dispensaba con gusto sus defectos de hijo de familia y sus caprichos de desocupado con tal de que no adoleciesen de burguesismo ni de vulgaridad.

La hija del jardinero Neris tenía un desdén de gran señora por lo que ella llamaba la moral de la gentecilla, y a pesar de su aparente rigorismo, pedía solamente a su hijo que sus vicios fuesen de buen tono.

Por otra parte estaba segura de su ascendiente sobre aquella naturaleza débil y maleable bajo una aparente independencia. Raúl era incapaz de resistir a la autoridad de su madre y cualquiera que fuese su rebelión pasajera, cedía tascando el freno a esa influencia maternal siempre sabiamente disfrazada.

En efecto, por una diplomacia femenina digna de un discípulo de Talleyrand, la condesa no parecía jamás preocupada por las acciones de su hijo, y los hilos que hacía mover estaban muy hábilmente disimulados para inspirar la menor sospecha a la naturaleza más quisquillosa.

En las pocas circunstancias delicadas en que había intervenido indirectamente, Raúl no lo había jamás sospechado y había atribuido a su iniciativa, a su voluntad y a su energía decisiones que hubiera sido incapaz de tomar solo.

Actualmente, las forzadas aproximaciones de la existencia común no habían hecho apartarse a la castellana de esa sabia línea de conducta, y el joven agregado estaba tan libre en el castillo (así al menos lo creía) que en su embajada de Londres, y toda la vigilancia, todos los rigores y todas las precauciones maternales se concentraban en la cabeza del señor Neris.

– Lo que yo defiendo es vuestra herencia, hijos míos – había declarado redondamente la de Candore a su hijo.

Y la cosa, naturalmente, no podía parecer mal a Raúl, aunque las medidas tomadas contra uno se aplicasen también al otro.

Esta hábil política tenía la doble ventaja de respetar el amor propio de Raúl y de evitar toda explicación.

Neris era, pues, la cabeza de turco encargada de sufrir los golpes de su sobrino, que no podía defenderse puesto que no le acusaban, y debía simular la indiferencia… cosa bastante fácil para aquel corazón ligero.

Bueno es decir que por una especie de adivinación, la condesa percibía siempre el momento favorable, el instante psicológico, y que tenía, por otra parte, una extremada delicadeza de tacto y una rara habilidad.

Con esta táctica evitaba a su hijo toda lamentable aventura; en cuanto a los demás, poco le importaban.

La pobre Juana lo había experimentado duramente.

Es justo reconocer que si la noble dama temía en su hijo un amor naciente causado por el azar de un encuentro fortuito, estaba lejos de suponer la gravedad de su conducta y de saber que era a su mujer legítima a quien había logrado introducir bajo el techo materno en calidad de institutriz.

Locamente enamorado y con una ligereza que no podía compararse más que con su inconsciencia, había determinado a la joven inglesa a casarse clandestinamente con él al salir de Londres, matrimonio facilitado por las leyes de la libre Inglaterra, pero absolutamente nulo en el continente. La cándida miss se había fiado de su palabra, que él tenía acaso entonces intención de cumplir, y, para captarse las simpatías de su futura suegra, había aceptado el papel dictado por aquel a quien consideraba como su legítimo dueño y señor ante Dios y ante los hombres.

Hemos visto lo que había resultado.

Después de una luna de miel que debía ser eterna y que ya se había ido a reunirse con las lunas pasadas, el conde, cansado de aquella gran pasión, importunado por aquel amor de que él no participaba e irritado por las dificultades crecientes de aquella situación imposible que él mismo se había creado, agradeció a su madre que le sacase de ella bruscamente por un acto de rigor en el que él no tenía que hacer más que lavarse las manos, y había saludado como un verdadero alivio la libertad reconquistada en el momento preciso en que se dibujaba en su horizonte de desocupado una nueva aventura llena de atractivos.

Liette

Подняться наверх