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¿Por qué hemos de admirar una razón y una práctica que nos ha empujado a la desesperación de no ser el centro del universo, a saber que en nuestro propio ser está inscripta la marca de un ínfimo origen; que nos ha llevado a comprender lo insignificante, en relación con la antigüedad de la vida, de nuestra presencia en la Tierra y a tener la certeza –tiempo más, tiempo menos– de nuestra extinción? Tan significativa como incómoda, esta pregunta ha sido negada de manera persistente por una pedagogía que afirma promover la reflexión y la autonomía intelectual de sus actores con la misma fuerza con que las niega en su acción. Marcado por el entrenamiento instrumental y la promoción del deslumbramiento por aquello que llamamos «ciencia», ese mismo compromiso pedagógico ha intentado conjurar los significados sociales, culturales y políticos de toda reflexión sobre la ciencia. Tras el conflictivo siglo XX no es posible obviar la crítica a este estado de situación. Es necesario pensar sobre la concepción tecnocrática que hoy domina toda discusión sobre la ciencia, reduciéndola fundamentalmente a una cuestión de expertos.