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La cacería de indios se ha desatado, en estos últimos años, con furiosa crueldad; la selva más grande del mundo, gigantesco espacio tropical abierto a la leyenda y a la aventura, se ha convertido, simultáneamente, en el escenario de un nuevo sueño americano. En tren de conquista, hombres y empresas de los Estados Unidos se han abalanzado sobre la Amazonia como si fuera un nuevo Far West. Esta invasión norteamericana ha encendido como nunca la codicia de los aventureros brasileños. Los indios mueren sin dejar huellas y las tierras se venden en dólares a los nuevos interesados. El oro y otros minerales cuantiosos, la madera y el caucho, riquezas cuyo valor comercial los nativos ignoran, aparecen vinculadas a los resultados de cada una de las escasas investigaciones que se han realizado. Se sabe que los indígenas han sido ametrallados desde helicópteros y avionetas, que se les ha inoculado el virus de la viruela, que se ha arrojado dinamita sobre sus aldeas y se les ha obsequiado azúcar mezclada con estricnina y sal con arsénico. El propio director del Servicio de Protección a los Indios, designado por la dictadura de Castelo Branco para sanear la administración, fue acusado, con pruebas, de cometer cuarenta y dos tipos diferentes de crímenes contra los indios. El escándalo estalló en 1968.
La sociedad indígena de nuestros días no existe en el vacío, fuera del marco general de la economía latinoamericana. Es verdad que hay tribus todavía encerradas en la selva amazónica y comunidades aisladas del mundo en el altiplano andino y en otras regiones, pero por lo general los indígenas están incorporados al sistema de producción y al mercado de consumo, aunque sea en forma indirecta. Participan, como víctimas, de un orden económico y social donde desempeñan el duro papel de los más explotados entre los explotados. Compran y venden buena parte de las escasas cosas que consumen y producen, en manos de intermediarios poderosos y voraces que cobran mucho y pagan poco; son jornaleros en las plantaciones, la mano de obra más barata, y soldados en las montañas; gastan sus días trabajando para el mercado mundial o peleando por sus vencedores. En países como Guatemala, por ejemplo, constituyen el eje de la vida económica nacional: año tras año, cíclicamente, abandonan sus tierras sagradas, tierras altas, minifundios del tamaño de un cadáver, para brindar doscientos mil brazos a las cosechas del café, el algodón y el azúcar en las tierras bajas. Los contratistas los transportan en camiones, como ganado, y no siempre la necesidad decide: a veces decide el aguardiente. Los contratistas pagan una orquesta de marimba y hacen correr el alcohol fuerte: cuando el indio despierta de la borrachera, ya lo acompañan las deudas. Las pagará trabajando en tierras cálidas que no conoce, de donde regresará al cabo de algunos meses, quizá con algunos centavos en el bolsillo, quizá con tuberculosis o paludismo. El ejército colabora eficazmente en la tarea de convencer a los remisos.[61]
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