Japen
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Tras terminar una relación de nueve años, y a meses de cumplir treinta, Ruge se siente una extranjera en su propia vida. Turista de sí misma y de esa soltería que le es exótica, comienza a explorar su sexualidad a través de encuentros con extraños a los que conoce en una aplicación que alguien le aconsejó descargar. «Pienso en incendios forestales, tragedias colectivas, suicidios en masa. Catástrofes que me harían sentir menos sola», reflexiona, mientras avanza desbocada. Revuelve el catálogo; lo raspa. Pierde, encuentro tras encuentro, el sentido de lo real. Se maravilla con él, se marea, se deja llevar. Un ascenso y un descenso; un paseo por la búsqueda de sentido y el amor líquido; el aburrimiento, el frenesí, lo íntimo y lo éxtimo.
Tan humorística como desesperante, JAPEN explota con brillantez y simpleza aquello del juego del doble –uno de los más fascinantes recursos literarios– para armar una heroína oscura y visceral que aborda su sexualidad sin maquillajes, mientras intenta definir, entre lo virtual y lo real, en esa frontera entre lo mental y lo espiritual, la persona que fue y que será.
"JAPEN es una narración de estilo ágil, construida minuciosamente, que mediante imágenes que reúnen el tiempo personal y el tiempo histórico, refleja la relación entre el sujeto y las mediaciones interpersonales capitalistas, y cuya entrañable narradora aborda de forma crítica, incluso irónica, la universal crisis de las relaciones humanas en la vida real y en la hoy elaborada ficción de las redes sociales", Iris García, Alejandro Arteaga y Daniel Ferreira, jurado del Premio Sergio Galindo 2019.
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Estoy en un auto. Volvemos de Mar del Plata con Mechi. Mis ojos van de las líneas amarillas de la ruta a las de la pantalla de mi celular. Las que conforman los últimos mensajes que intercambiamos. De eso hace ya como tres meses. Y ahora la conversación queda cada vez más lejos, cada vez más abajo. Más enterrada y ridícula. Que compré plantas y que espero que crezcan a lo alto y que no se sequen nunca. Eso es lo último que te escribí. Yo, que jamás había podido cuidar ni un cactus, de repente quería construir un jardín botánico, un parque nacional. Protegerlo todo. Hacértelo saber. Que estuvieras orgulloso de mí y de mi reserva natural. Tres ficus, un jazmín, cinco esquejes de Ampelopsis. Y los helechos, únicos de los que tengo fe en encontrar vivos cuando llegue a casa.
Bajo la ventanilla para matar el calor, pero el aire llega caliente como una cortina pesada. Esparzo la transpiración de mi frente y sigo con la de las rodillas. Mechi acelera para pasar una F100. De reojo miro al hombre que la conduce. Tiene ambos brazos sobre el volante. Fuertes. Las venas se le marcan en la piel un poco bronceada. Pestañeo. Por unos segundos imagino que lo que esas manos agarran, casi acarician, son mis caderas. Que los dedos juegan a tirar de los elásticos de la tanga que llevo puesta.
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Entro en casa desarmada. Entierro mis dedos en el pelaje de Diler; imagino cómo sería fundirme en los anillos grises que le cruzan el lomo. Vivir en un gato. Ser mínima, agarrada a sus pelos como espinas o agujas. Acechar palomas. Trepar medianeras, caminar al filo de las ventanas. Sentir al vacío cerca y no tenerle miedo. Pero como con Happn2 –Rocker– a la mañana habíamos quedado en vernos, y cualquier cosa es mejor que la repetición, no quiero cancelar. Entro en la ducha. Revuelvo el placard. Llamo al delivery.
22.15 h, cambiada, con dos pizzas pedidas (sí, dos), estoy lista para que, si tiene que ocurrir, ocurra.
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