Dos
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Eva Forte. Dos
Prólogo
CAPÍTULO 1. EL CAMPO
CAPÍTULO 2. MIRADAS EN EL BAR
CAPÍTULO 3. LA MARGARITA DE VILLA BORGHESE
CAPÍTULO 4. RECUERDOS
CAPÍTULO 5. HUIDA
CAPÍTULO 6. EL CHOCOLATE DEL RECUERDO
CAPÍTULO 7. AROMAS REDESCUBIERTOS
CAPÍTULO 8. LA CAJA NEGRA CON EL LAZO DE SEDA
CAPÍTULO 9. EL FULAR
CAPÍTULO 10. FIESTA DE PIJAMAS
CAPÍTULO 11. EL OÍDO
CAPÍTULO 12. DULCES MELODÍAS
CAPÍTULO 13. PALABRAS
CAPÍTULO 14. LA CIUDAD ETERNA
CAPÍTULO 15
CAPÍTULO 16
CAPÍTULO 17
CAPÍTULO 18
Отрывок из книги
De Eva Forte
Traducido por: Mariano Bas
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Lo que de verdad necesito es una tarde toda para mí y en mi casa. Vuelvo después de hacer una pequeña compra y mi casa me acoge con el calor de los radiadores todavía encendidos. Me quito el abrigo y la bufanda, me quito los zapatos mientras me acerco a la cocina para meter en la nevera la leche que acabo de comprar. Sin ni siquiera encender las luces, voy al baño principal y abro el grifo del agua caliente de la bañera. No quiero ninguna otra cosa en este momento que no sea un baño caliente que aleje todo el malhumor, toda traza de cansancio que me ha dejado este día. Antes de entrar en la bañera, me sirvo una copa de vino espumoso, en su punto justo de frescor y lo apoyo sobre el lavabo mientras me desnudo antes de sumergirme en la espuma. Me suelto el pelo, tomo la copa en mi mano y entro en la bañera ya llena y tan caliente que me quema la piel en el primer momento. Para ser un baño perfecto solo faltan las velas encendidas y la música de fondo, pero por hoy está bien y, cerrando los ojos, con la cabeza apoyada en el borde empiezo a pensar en muchas cosas que ocurren en mi cabeza. Este año me gustaría hacer muchas de esas cosas que al final puedo hacer pocas veces o ninguna. Un viaje al extranjero, apuntarme a un gimnasio, tener tiempo para ir a la librería al menos una vez a la semana... y volver a correr a Villa Borghese, cuando todavía solo se oyen los pequeños pasos de las ardillas sobre la grava y la ciudad parece un lugar encantado y surreal, a años luz de las calles caóticas y llenas de automóviles.
Suenan las ocho en el reloj de la cocina y así, un poco a regañadientes, empiezo a quitarme la espuma de encima abriendo la ducha. La primera agua fría hace que me corra un escalofrío por la espalda para luego abrazarme con la nueva agua caliente que sale enseguida. Me quedaría así durante horas. Envuelta en mi blando albornoz, acabo la copa de vino y empiezo a ver qué hacer para cenar. Tomo unas sobras de la tarde anterior, que caliento al microondas y voy a comer al salón a ver una buena película, en esa habitación oscura que es toda para mí. Cuanto estoy sola siempre tengo pocas ganas de cocinar, así que me las arreglo con unas pocas cosas sencillas para no irme a dormir con el estómago vacío. Estoy tan cansada que no tengo tampoco ganas de prepárame la comida para mañana, así que escribo a mi colega para pedirle que vayamos a comer juntas. Fuera solo se oyen algunos automóviles de vez en cuando, la ciudad está descansando y recargándose para el nuevo día que va a llegar. Una atmósfera tan relajada que cuando suena el timbre del mensaje me sobresalto. El SMS es de Camilla, que acepta de inmediato mi propuesta para la comida y sugiere irnos pronto y hacer compras toda la tarde. Liquido la cuestión con un veloz «ok», ya hundida en el sofá y con la manta de lana sobre las piernas desnudas. Me despierta un disparo: son las dos de la madrugada, me debo haber dormido sobre el sofá y de inmediato me doy cuenta de que no recuerdo nada de la película que había decidido ver. En la televisión hay ahora una película policiaca y fuera está diluviando. Apago la televisión y me voy a la cama, pero ahora estoy desvelada y por tanto decido oír un poco de música para tratar de volver a dormirme. La primera canción que mi playlist es “Adagio”, de Lara Fabian. Cada vez que la oigo me palpita el corazón y recuerdo a mi abuelo y lo cercanos que estábamos. Mis padres murieron cuando era pequeña y por eso tuvo que cuidar de mí, algo que hizo hasta que una terrible enfermedad se lo llevó el año pasado, dejándome la casa donde vivo ahora y un gran vacío en el corazón. Se me viene de inmediato a la cabeza su casa de la montaña, aquí cerca de Roma, y los hermosísimos días de verano transcurridos juntos en el campo o cuidando de su pequeña huerta o los domingos invernales andando por el caminillo escuchando sus historias de la guerra y los tiempos pasados. Gran parte de los recuerdos de mi familia se los debo a él, porque recordaría muy poco de mi madre y mi padre si no fuera a través de lo que me contaba. Y así veo ante mis ojos la habitación oscura, llena de objetos recogidos con el paso de los años. La pequeña vitrina con las cerámicas propiedad de mi abuela, la foto de toda la familia sobre el aparador en el fondo del cuarto. Nosotros dos sentados en las mecedoras antiguas, con los cojines rojos y la suave alfombra en medio. La única luz venía de la chimenea encendida, entre los crujidos de la madera y el calor sobre las piernas que se iba apagando hasta llegar a la cara. Su voz aparece siempre en mis recuerdos, tan imponente y un poco ronca, que se pasaba horas contando anécdotas e historias en tono reposado y aterciopelado. Yo me perdía en sus palabras y vagaba por lugares lejanos y familiares, casi como hubiera vivido esas mismas aventuras que me sabía de memoria, pero que quería oír como si fuera la primera vez. Muchas veces era yo la que pedía esta o aquella historia, mientras que otras nos llegaban a través de los acontecimientos del día y nos traían a la memoria hechos pasados. Me gustaría recordarlo siempre así, olvidando los últimos meses pasados en el hospital, donde se había quedado indefenso como un niño, pero siempre fuerte y fiero luchando por su vida. Tampoco allí había perdido la voluntad de contar cosas y darme energías, hasta el día en que dormimos juntos en esa habitación fría donde ha sido ingresado desde hacía ya mucho tiempo: al principio de la tarde tenía ganas de hablar conmigo, de contarme cosas que quería que se grabaran en mi mente para siempre. A pesar del cansancio de un hombre ya viejo, estuvimos conversando toda la noche hasta muy tarde y esta vez conté mucho de mí y él me dio buenos consejos de alguien que había aprendido a vivir gracias a las muchas experiencias que nos indican el camino. Los ojos pesados por las medicinas, pero la sonrisa siempre presente en su rostro arrugado por la enfermedad. Una barba blanca bien cuidada y las manos grandes apoyadas sobre la sábana. Me quedé dormida en el sillón a su lado, pero él nunca volvió a abrir sus ojos desde aquella noche.
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