Отрывок из книги
Para Jana, la única constante inmutable de mi universo
lo que la muchedumbre de los ríos no sabe.
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Doña Francisca acompañó a su hija a un cuarto junto al comedor, la hizo sentarse en un sillón y cerró la puerta. Inés se quedó quieta, mirando a la mujer que era su madre, a la espera de recibir alguna orden para continuar alimentando al bebé. Se miraron largo rato hasta que doña Francisca hizo un gesto que fue interpretado como una autorización. Inés se quitó toda la ropa que le cubría la parte superior y acercó el bebé al pecho. Le habló con una voz que nadie había oído aún, en una mezcla de allentiac y español. En ese momento doña Francisca vio el torso desnudo de su hija, la piel tostada por el sol, diversas manchas de suciedad, moretones, rasguños y varias cicatrices decoloradas por el paso del tiempo. También vio a una pequeña niña de cinco o seis meses, de pelo negro y espeso, que se aferraba al pecho de su madre.
Esa noche doña Francisca preparó algo de ropa, hizo que calentaran agua para un baño, cogió algodón, tintura de yodo, vinagre y jabones. La muchacha estaba arrodillada dentro de la bañera mientras la mujer que era su madre la llenaba balde a balde, intercalando agua fría y caliente para no quemar a su hija. Cada vez que Francisca llegaba con un nuevo balde de agua encontraba a su hija exactamente en la misma postura en que la había dejado. Inés se sabía perro y procuraba comportarse con docilidad. Era la más valiosa lección que había aprendido esos años. La vida en cautiverio le había enseñado que la sumisión era entendida y aceptada como fidelidad. Que la fidelidad era la clave de la supervivencia y la supervivencia su única razón de existir. Se había convertido en un elemento de uso, un objeto vivo funcional, intercambiable, sustituible, y no era capaz de ver que, llegados a ese punto, ya no existimos.
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