Los condenados de San Ignacio

Los condenados de San Ignacio
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La historia de los condenados de San Ignacio se centra en la muerte de Toribio Santos Aguirre, un parroquiano desalmado del pueblo, carpintero en la fábrica de muebles, siempre bien dispuesto a amedrentar y ningunear a los lugareños y compañeros, con su estampa de gaucho malo, lo que hace razonar al pueblo, la infaltable pregunta sobre el pecado y la culpabilidad. El sufrimiento es constante si se pone como referencia a la pregunta, pero, no siempre el mal dura eternamente. En circunstancia poco clara, la muerte alcanza a Toribio en un bosquecillo. Así como el mal moral atraviesa al sufrimiento, el reproche empuja al juicio de condenación. Luego de ser sometido al requerimiento de coherencia lógica, la gente rechaza el vínculo con la muerte natural y cristiana. Allí empieza una serie de sucesos antinaturales, que provocan a los moradores a razonamientos orientados hacia la metafísica, sometiéndolos a un destino inevitable.

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Franco Ramiro Ugarte. Los condenados de San Ignacio

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La expresión “condenado” tiene variados sentidos, que van desde el fantástico mundo de otras dimensiones hasta las perpetuas reflexiones largamente sostenidas en la mente de los filósofos. Pasando por la realidad palmaria de una condena de tiempo necesario en el reo que requiere para redimir sus culpas en la prisión, o el autor de un delito que espera ser ejecutado en el cadalso. O peor aún, de aquellos enterados de una enfermedad irreversible. También están los eternamente penados a despilfarrar sus patrimonios por una vida supuestamente mejor.

¿Cuántos condenados somos en el mundo? ¿O todos estamos de alguna manera penados por una ley invisible de la naturaleza? Tantos hay como jueces existen. La experiencia general nos muestra que hay un fenómeno simultáneo en todas las épocas. La sensibilidad no cambia, la evolución transita en el mismo escenario, sobrevive sin pesares al proceso intelectual de modernización de los pensamientos. La negación del desfile interno de dudas nos pone a salvo positivamente.

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La gente mayor, por aquel entonces, afectada a los propósitos encomendados no parecían prestar mayor atención a algún interlocutor ocasional durante los días laborables de la semana. Las charlas eran como dinero en el bolsillo, siempre se estaba dispuesta a gastarla todos los sábados, en la tarde se permitían captar los chismes más estúpidos, o las noticias más secretas sin importar el tiempo, se reunían en el gran patio del gallego, donde había juegos de pool y sapos, también bancas y mesones que permitían disfrutar de gaseosas o cervezas de las que ya no recuerdo sus nombres. Protegidos por las sombras de una barrera de pinos y eucaliptus, las reuniones necesarias buscaban relaciones humanas y no advertían prudencia a la hora de intercambiar opiniones. También con igual motivo compartían en la cancha familiares y amigos alentando a los equipos representantes de las distintas fincas. Todos teníamos algo en común: la conversación, la esencial palabra siempre está disponible a vincularnos, anima y domina el momento, sobre todo si es responsable de felicidad. Por supuesto la comunicación era un instrumento válido a la hora de conocer racionalmente a las otras personas, sin duda la finalidad era simplemente hablar y ser escuchado, partiendo de un supuesto intelecto superior. Pero no todos hablaban, algunos solo escuchaban con gran atención, formando siempre los mismos corrillos.

Los domingos se celebraban dos misas: a las ocho y diez de la mañana. A la primera acudían mayores y viudas, a la segunda el resto y los niños que no concurrieron con sus padres. Allí también, luego de la misa, los asistentes en el atrio se ponían al día sobre los últimos acontecimientos inquietantes a propios y extraños. Los niños impetuosos sacaban provecho exigiendo golosinas para no interrumpirlos, duras garrapiñadas, suaves algodones de azúcar rosada o gomosos pochoclos, vendidos en un carrito fuera de la iglesia. El treinta y uno de julio se celebraba el día del santo patrono del pueblo, llegaba gente de lugares distantes provocando un movimiento inusual, el pueblo se llenaba de forasteros. Sacaban en andas al santo en procesión por todas las calles, que por supuesto no eran muchas. Se instalaba una feria con ventas de todas clases de bebidas y comidas, donde afluía la muchedumbre luego de la misa; en los puestos de juegos de habilidad competíamos con nuestros amigos exponiendo la poca destreza y buscando algún premio. Aquellas añoranzas adentran en el terreno de un paisaje casi olvidado. Las voces con acentos de otros lares aún resuenan en mi oído: “Otro que tire y pegue”; “Conozca su futuro”. También el ruego limosnero del desgraciado mutilado: “Dios se lo pagará”. Todo dentro de un mundo de bullicio y música de todos los géneros configuraban una perfecta conjunción de voluntades festivas.

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