Historias de amores y desvaríos en América
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Gozalo España. Historias de amores y desvaríos en América
Отрывок из книги
América ha sido a la vez tierra fértil y pedregal espinoso para el cultivo del amor. Se creía que sus comarcas ubérrimas, su cielo de esplendor sin igual y sus playas lujuriosas, donde Colón pensó hallar el paraíso terrenal, brindarían un escenario idílico para el ejercicio de las funciones del corazón, pero no resultó así. Para comenzar, los conquistadores tomaron el asunto como un derecho de conquista, las nativas derrocharon con ellos una dosis excesiva de generosidad y ambos sentimientos encaja-dos iniciaron el desquiciamiento del viejo orden indio. Luego, para restañar la carencia de mujeres blancas, cuya añoranza no desaparecía del alma de los recién llegados, el rey de España dejó pasar una remesa adelantada de picaronas, para entretanto las hidalgas de Castilla se decidían a cruzar las aguas del Atlántico se apaciguara en algo la nostalgia. Se juntó así desde la misma fuente agua de la otra, para complicar el disfrute de lo que se suponía puro e incontaminado. Cuando se pensó poner orden en casa ya las buenas y las malas artes que trae aparejadas el amor andaban revueltas. Vino entonces una legislación severísima, cu-yo formulismo parecía calcado del que usaban los piratas caribeños, que fueron los más expresivos al respecto. Se dice que ellos, al unirse a sus compañeras, les estrechaban los brazos sobre el cañón de una escopeta, diciéndoles como fórmula ritual: “Esto me vengará de tu falsía”. El amor, pues, quedó pactado en América bajo compromisos letales, y bien es sabido que la obligatoriedad en mate-ria de sentimientos es más una penosa condena que un estimulante placer. Para completar, a lo anterior se agregaron las castas, que como barreras infranqueables levantaron toda clase de obstáculos a los derechos inalienables de la pasión erótica. El mayor y más singular monumento a esta práctica discriminatoria fue el convento Do Desterro en Bahía, Brasil, adonde los lusitanos enviaban a sus hijas para separarlas de los mulatos que las enamoraban, y donde las monjas regentes las preparaban para convivir de manera exclusiva con los especímenes de su raza.
Con todo y ello, el amor floreció en América de manera esplendorosa, derribó todas las barreras, burló todas las leyes, se expuso al tormento y a la muerte, triunfó algunas veces, perdió muchas, pe-ro dejó escritas una colección de tragedias y episo-dios sublimes sin parangón en el mundo, de la que este libro es tan sólo una muestra. En los anales de tal acontecer quedaron registrados los actos con-denables de los amos que prefirieron sus esclavas a cualquier otra mujer, y refrendaron su amor dejando a los hijos de esa unión espuria toda su fortuna; el sacrificio de la hija del cacique indio que murió cosida al cuerpo de su amante español por las flechas implacables de los suyos, que no le perdonaban su locura; el romance escandaloso del virrey y la corista; la audacia del pirata que asaltó Cartagena para robar a su amada, y muchas otras historias inigualables que incluyen ternura, sacri-ficio, heroísmo, pero antes que todo pasión des-bordada y demencia.
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El taboyara, indio forastero y sagaz, no compartía aquellas costumbres, pero carecía de elocuencia. Intentó resistirse, manoteó, puso mala cara. No obstante, su porte, su brillante inteligencia y sus muchas e indiscutibles cualidades, reconocidas de muy vieja data, dejaban pocas dudas con respecto a la nueva elección.
Con todas sus cualidades intactas, pero muerto de un mazazo certero, ocupó el lugar que le correspondería al tuerto Amancio Boas Festas junto al egregio difunto. Y el portugués pudo decir que una mediana condición como la de ver a medias era mejor a la de no ver absolutamente nada. Y que es mejor que a uno lo vean tuerto, a que no lo vean por ninguna parte.
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