Malacara
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Guillermo Fadanelli. Malacara
GUILLERMO FADANELLI. MALACARA
MALACARA
LAS NIÑERAS DEL MUNDO
LOS DESEOS HOMICIDAS
CANICAS NEGRAS
ACUSACIÓN
VISITA AL MÉDICO
VUELVE LA ANCIANA
VIRTUDES DE ROSALÍA
DIÁLOGO ENTRE ARMADILLOS
EL CUERPO CAÍDO
MI PADRE
ROSALÍA TOMA DECISIONES
TRAGEDIA EN ENERO
LA ARGENTINA ESCUÁLIDA
LA CICATRIZ
APARICIÓN DE LA IGUANA
LAS ALUMNAS
NADIE DESPERDICIA SU VIDA
PERROS
INSTITUTO BENJAMÍN FRANKLIN
NOTICIAS DEL PADRE
VISITA EXCEPCIONAL
LA VEJEZ
LA CAÍDA
DE VUELTA A LA MAZMORRA
HOMBRE ESPIANDO POR LA MIRILLA
CLINT EASTWOOD
PASEOS CON ROSALÍA
MANOS GRANDES
ADRIANA Y BENJAMÍN FRANKLIN
LA NARIZ DE ADRIANA
VIAJE A OPORTO
PALOMAS EN LISBOA
VIOLACIÓN
INSTITUTO KARATECA
MALA DESCRIPCIÓN
TIJUANA
LA MUJER QUE ESPERABA
TANIA
EL DERECHO DE LOS RATONES
VIRUS
INVASIÓN
URDANETA, PIANISTA
INTERRUPCIÓN DE CAMILA
GUARDIÁN ENTRE EL CENTENO
UNA DULCE DESTRUCCIÓN
UN HOMBRE VA A SER ASESINADO
LA SIETECULOS
SE VA ADRIANA
EPÍLOGO: PREFERIRÍA ESCONDERME
ÍNDICE
MALACARA
Отрывок из книги
Mi nombre es Orlando Malacara. Al menos es el nombre que se encuentra registrado en los escasos documentos que poseo: un pasaporte que parece haber sido mordido y arañado por un perro, una antigua credencial de elector y un acta de nacimiento que contiene nombres escritos por medio de una caligrafía pasada de moda. Con el sencillo hecho de mirar mi acta de nacimiento cualquiera se convencería de que se trata de un documento anticuado cuyo propietario ha vivido más tiempo del necesario. Hoy en día es tan sencillo vivir más allá de lo necesario: las vidas se extienden en el horizonte, como nubes holgazanas que vuelven todo un poco más confuso. He olvidado el número de años que han transcurrido desde mi nacimiento, pero supongo que mis documentos deben mantenerse en lo cierto. En todo caso, prefiero mentir a un ritmo constante que ceñirme a mi acta de nacimiento o a mi pasaporte, documento este último que tantas ilusiones parece despertar en el alma de los viajeros modernos. Si miento con tanta frecuencia respecto a mi edad crearé tal confusión dentro de mi propio cerebro que, con seguridad, llegaré a desatenderme del asunto. Supongo que un hombre sabio es quien a la postre resulta capaz de olvidarse de todos los asuntos: entre más asuntos pueda uno tirar en el fondo de un saco más cerca se hallará de la sabiduría. ¿No es eso? La respuesta no tengo absolutamente nada en qué pensar a la pregunta de en qué está usted pensando es de lo más prudente en una época donde la arrogancia es moneda común.
En el pasado mentía sin experimentar ningún tipo de remordimiento. Hoy es tan diferente, aunque no estoy seguro si resistirme a mentir podría interpretarse como una señal de honestidad o de amor a la verdad. Lo contrario es incluso más probable: como he dejado de mentir, es casi seguro que me haya alejado para siempre de la verdad. El que no miente –lo leí en alguna parte, estoy seguro–, camina en sentido contrario a lo que es verdadero y se convierte en un abúlico honrado sin valor para los asuntos morales: un santo inocente, un pazguato que podría ser timado hasta por un lazarillo de nueve años, un idiota a secas. Mi madre tenía la arraigada costumbre de rodear los asuntos cotidianos con sutiles mentiras solo por divertirse, no podía soportar el peso de los días sin el recurso de acudir a una mentira balsámica; en otras palabras, mentía para no amargarse la vida. No tenía muchos estudios, pero a cambio su sentido del humor le daba un aire de bon vivant, heredado, decía, de su abuelo que había nacido en la misma tierra del padre Kino, en la región italiana del Tirol, en Trento.
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Presiento que mis deseos son consecuencia del estúpido comportamiento de un ser que no me interesa conocer a conciencia, un dios cuya única virtud es equivocarse siempre. Mi familia fue católica de sobrenombre, pese a que mi abuela nos leía en las tardes el catecismo del padre Ripalda; si de algo sirve, deseo agregar, en defensa del catolicismo superficial de mi familia, que casi todos fueron samaritanos, buenas personas y que el único mal que llegaron a hacer se lo hicieron a sí mismos. De niño acompañé a mi abuela a misa y puse atención en las palabras del sacerdote, o curita Santiago como le decían las integrantes de La Vela Perpetua entre las que se encontraba mi abuela; también jugué futbol en el atrio después de la hora de catecismo que los viernes era indispensable tomar. Y luego de toda esa bochornosa tomadura de pelo, no me interesa recibir noticias acerca del ser que da vida a mis propios actos, porque ver la cara de un poderoso solo puede causarme dolor estomacal: el poderoso es sinónimo de la más burda escoria, lo es, sí señor, y nuestra vida debería tener como más noble propósito ocultar nuestros poderes, sean estos de la índole que sean: ¿ha existido alguna vez el pudor? No lo creo, pero si existiera sería un bien de valor inestimable, al menos sería un valor más alto que exhibirse y hacerse el baladrón. Así las cosas, desde mi posición de falso católico, cínico espurio y asesino timorato procuro no insistir demasiado en indagar la verdad o mirar hacia las nubes en busca de respuestas. Como si decidiera vestir el atuendo de un bufón anacrónico, permito que mis impulsos se expresen sin preguntarme acerca de su valor y, en caso de remordimientos por los actos cometidos, me tranquilizo pensando que un día estaré bien muerto.
Me pareció, contrario a lo esperado, que mí última frase causó buena impresión en los policías, no así en la anciana acusadora que, furibunda, me increpó sugiriendo que los elefantes retozaban en la imaginación de mi madre. Estos insultos las hicieron aún más sospechosas: acaso el motivo de una acusación tan grave tenía que ver más con una riña entre vecinos que con un testimonio verídico. Llamar ciega a una anciana es cruel, pero escuchar a esta misma anciana lanzar insultos propios de un soldado deja también mucho que desear.
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