Cóndores no entierran todos los días
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Gustavo Álvarez Gardeazábal. Cóndores no entierran todos los días
ODA A PASTO
Отрывок из книги
A Horacio Daniel Rodríguez
Haber salido del mundo cultural de Cali, en donde fuí protagonista de todo nivel durante los cinco años de mi carrera universitaria, significó un trauma para quienes creyeron que mi prometedor futuro literario debía estar en los cafetines de París (a donde iban entonces todos los intelectuales) y no en las remotas y frías calles paramunas de un pueblo que había vivido hasta entonces al margen de la historia nacional. Mis enemigos de la izquierda comunista, y en especial los trotskistas, debieron vibrar de alborozo cuando vieron que la derecha oligarca que manejaba entonces la Universidad del Valle me había enviado al ostracismo. El problema de vérselas conmigo estaba solucionado y como no me fui a las calles de la capital francesa a realizar el curso de adoctrinamiento que todas las promesas literarias debíamos completar para que la internacional marxista nos exaltara, sino que me perdí en las brumas y nieblas de una ciudad decimonónica, arrimada a la ladera de un volcán remoto, la posibilidad de que yo ascendiera tan vertiginosamente como lo iba haciendo quedaba trunca.
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Cóndores fue la respuesta pastusa a semejante censura. La visión del pasado tulueño la hice en ese cubículo frío y sin calefacción de la Universidad de Nariño en Torobajo. No tenía los afanes de la batalla diaria contra las clases dominantes o intransigentes de la vida caleña. No tenía que opinar distinto de los cenáculos estigmatizantes de la oligarquía vallecaucana ni someter a los designios canallescos de las hordas trotskistas.
Recorrer las calles de Pasto vestido ceremoniosamente con saco y corbata, llevando una mochila de cabuya colgada del hombro y con el pelo y las patillas largas, en deformación de la moda hippie de los sesenta que apenas llegaba a Colombia, era un atrevimiento para la cerrada y pacata sociedad pastusa. Haber alquilado una casa en el barrio de Las Cuadras, a orillas del río Pasto, para ir a vivir allá con Roke, era una provocación absurda. De todo ese periplo quedan las cartas que diariamente me cruzaba con Pilar Narvión, la periodista española que se convirtió desde su apartamento en París o su piso en Madrid en mi hada madrina. Allí deben estar las explicaciones de mi actitud y los reparos que ella, racional como la que más, me daba desde la óptica de la agonía franquista. Eran los tiempos del correo de estampillas, de los sobres engomados, de las cartas con copias al papel carbón. No guardo una sola carta de esas. Las archivé en mi memoria como atesoro el olor de las frías mañanas de Pasto, el color brillante de sus flores o la imagen tenue de las indias con pollera, acuclillándose en las calles a orinar porque todavía no aprendían a usar los inodoros.
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