Augustus Carp
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Henry Howarth Bashford. Augustus Carp
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Contenido
Créditos. Augustus Carp
Augustus Carp. Una sátira contra la hipocresía
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Notas
Sobre el autor
Отрывок из книги
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Fijé la mirada en el juez, siguiendo el consejo de mis abogados, y permanecí erguido aunque no inconmovible, durante las observaciones preliminares de los mismos. «He aquí un muchacho», dijo con voz suave y vibrante del suplicante convencido y consumado, «el único muchacho, no, el único hijo, la esperanza solitaria de sus padres entregados. Con una salud delicada, demasiado como para asistir a la escuela hasta entonces —establecimiento de estudio al cual sus habilidades le tienen destinado— y que llevaba esperando ese momento con todo el fervor que Su Señoría puede ver grabado en su semblante, ese instante de formar parte de la academia del conocimiento, que debería haberse formalizado siete semanas antes del hecho. Pero, ¿qué sucede entonces? Su Señoría lo sabe. Su Señoría lo ha oído. Es el asunto que nos ocupa. Puesto que el tiempo es dinero, su carrera se ha visto mermada; pero no sólo eso, sino que se ha visto sujeto a una mutilación de su persona, cuyos efectos morales son imposibles de evaluar. Un día era un chico feliz, y podría añadirse sin retorcer indebidamente la verdad, feliz y atractivo, y al siguiente se ve reducido, bien por intenciones aviesas o por malévola negligencia, o incluso aún por falta de conocimientos, al espectáculo que el testigo ofrece a Su Señoría —si bien con todas las reticencias del mundo, que Su Señoría sabrá apreciar— para que inspeccione con detalle».
En este punto, una discreta oleada de compasión y horror recorrió al público presente; y quizá fue significativo el hecho, como el señor Whey hizo notar a mi padre, de que el juez no mandó callar a la concurrencia. Luego, tras unas breves preguntas, puesto que, como declaró mi abogado, no deseaba alargar mi tormento, me pidió que retirara mi gorrita y le mostrara a Su Señoría lo que había debajo. Fue un esfuerzo, pero lo logré, y el efecto sobre el juez fue instantáneo. A pesar de su palidez, hasta ese instante había conservado indicios de su grosero estilo de vida. Pero ahora, hasta el último vestigio de color le abandonó, e incluso pareció perder peso, contrajo las pupilas hasta que parecieron alfileres, fijándolas en mi cráneo con una mirada demacrada y aun así fascinada. Gotas de sudor brillaban en su frente. Luego, con una profunda exhalación como si fuera una rueda de bicicleta pinchada, se cubrió los ojos con la mano, y supe instintivamente, mientras volvía a ponerme la gorrita, que habíamos ganado el caso.
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