Cameron
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Hernán Ronsino. Cameron
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Отрывок из книги
Hernán Ronsino
“Julio Cameron: como mi padre, a quien no conocí; como mi abuelo, el general Cameron; como mi bisabuelo. Me gusta ver a Mita, en las mañanas de invierno, lustrar en la puerta de casa la placa con el nombre de todos”.
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Trabajé en la reconstrucción del Puente de Hierro. Fui parte de una cuadrilla que el ingeniero húngaro Sigfrido Trasieff seleccionó en el último tramo del montaje de las planchuelas. Los seis elegidos teníamos entre catorce y quince años. Lurmand, Strech, Sosa, Magallanes, Pit y yo. Me hice amigo de Sosa inmediatamente. Nunca había visto a alguien con hambre. Y tampoco nunca antes había tenido un amigo de la zona alta. Los demás, como yo, estábamos ahí por diversión. Sosa tenía bien claro que ese trabajo era una gran oportunidad. Lo tenía claro. Pero eso, además, no le impedía disfrutar de los pequeños momentos. Los sábados, después de la jornada en el puente, tomábamos cervezas en el Volkshaus hasta bien entrada la noche (el tío de Lurmand, que después fue conocido como el poeta Boris Gordon: el que se suicidó en el puente que reconstruíamos, trabajaba en la cervecería y nos dejaba tomar en un salón secreto del fondo: Así se conoce la vida de verdad, decía en voz baja trayéndonos las jarras espumosas). Recuerdo la tarde del montaje final. A Strech lo golpeó una viga en la mano y el colorado Pit, de la impresión y la culpa, cayó al río desde la grúa. La sangre de Strech sigue confundida en la columna del puente.
No sé por qué ahora recuerdo estas cosas. Será la fiebre que me atraviesa desde hace unos días. Hoy amanecí necesitando a Mita. Usted debe cuidarse del río, señor, me recomienda siempre con esa voz estrecha. Y cuando Mita dice eso quiere decir que me cuide del tabaco y la humedad. Sus pulmones son un estropicio, agrega desde lejos. ¿Será por eso que Mita me cuida en el invierno? La fiebre va y viene como los veleros que contempla Silverio desde el puente. La fiebre va y viene y me despierta ciertos recuerdos. ¿O es el río? El olor del río que me trae a mi madre: maciza y católica, con su rodete estirado y rígido, tan burócrata. En esa confusión, en el pegoteo de las sábanas calientes veo parte del cielo despejado y recuerdo cuando le pedíamos a Sosa que nos hiciera oír el chillido de sus tripas. Lurmand y Pit se sacudían de la risa en los andamios del puente con el gorgoteo de aire que venía de esa panza negra y flaca. Nunca habíamos visto a alguien con hambre. Y Sosa hacía su juego. Tal vez pensaba que esa era una forma de acceder, de aproximarse a donde nunca iba a poder entrar.
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