La maja desnuda

La maja desnuda
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Ibanez Vicente Blasco. La maja desnuda

PRIMERA PARTE

I

II

III

IV

V

VI

SEGUNDA PARTE

I

II

III

IV

V

TERCERA PARTE

I

II

III

IV

V

Отрывок из книги

Eran las once de la mañana cuando Mariano Renovales llegó al Museo del Prado. Algunos años iban transcurridos sin que el famoso pintor entrase en él. No le atraían los muertos: muy interesantes, muy dignos de respeto, bajo la gloriosa mortaja de los siglos, pero el arte marchaba por nuevos caminos y no era alli donde él podía estudiar, á la falsa luz de las claraboyas, viendo la realidad á través de otros temperamentos. Un pedazo de mar, una ladera de monte, un grupo de gente desarrapada, una cabeza expresiva, le atraían más que aquel palacio de amplias escalinatas, blancas columnas y estatuas de bronce y alabastro, solemne panteón del arte, donde titubeaban los neófitos, en la más estéril de las confusiones, sin saber qué camino seguir.

El maestro Renovales detúvose unos instantes al pie de la escalinata. Contemplaba con cierta emoción – como se contempla después de larga ausencia los lugares de la juventud – la hondonada que da acceso al palacio, con sus declives de césped fresco, adornados á trechos por débiles arbolillos. En lo alto de estos desmontes, la antigua iglesia de los Jerónimos, de gótica mampostería, marcaba sobre el espacio azul sus torres gemelas y sus arcadas ruinosas. El invernal ramaje del Retiro servia de fondo á la blanca masa del Casón. Renovales pensó en los frescos de Giordano que adornaban sus techos interiores. Después se fijó en un edificio de muros rojos y portada de piedra que cerraba el espacio pretenciosamente, en primer término, al borde de la pendiente verdosa. ¡Puá! ¡La Academia! Y el gesto despreciativo del artista encerró en una misma repugnancia la Academia de la Lengua y las demás Academias; la pintura, la literatura, todas las manifestaciones del pensamiento, amojamadas y agarrotadas, con una inmortalidad de momia, en los vendajes de la tradición, las reglas y el respeto á los precedentes.

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Pintar sin miedo y sin preocupaciones, extasiarse reproduciendo sobre el lienzo la jugosa desnudez, el húmedo ámbar de la carne femenil con sus pálidos rosas de caracola marina, era el deseo y la envidia de Renovales: vivir como el famoso don Francisco, cual pájaro libre, de plumaje inquieto y luminoso, en medio de la monotonía del humano corral; ser, por las pasiones, por el desenfado y por los gustos, distinto de la mayoría de los hombres, ya que se diferenciaba de ellos por su modo de apreciar la vida.

Pero ¡ay! su existencia era igual á la de don Diego: llana, monótona, tirada á cordel. Pintaba, pero no vivía; le alababan sus obras por la exactitud con que cautivaba el natural, por el brillo de la luz, el color indefinible del aire y el exterior de las cosas; pero algo le faltaba, algo que se revolvía en su interior y en vano pugnaba por saltar las bardas vulgares de la existencia diaria.

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