La persistencia de la memoria

La persistencia de la memoria
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Описание книги

Un sicario debe asesinar a la mujer que traicionó a un narcotraficante, luego de caer ambos en desgracia bajo su poderío.
"La persistencia de la memoria" es una novela narrada por dos voces devastadas por el dolor, construida sobre detalladas descripciones –tan reales como oníricas– del Desierto de Atacama, entre las que el autor desliza precisas metáforas y simbolismos para atrapar, desde la primera página, al lector.

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Iván Ávila Pérez. La persistencia de la memoria

LA PERSISTENCIA DE LA MEMORIA

Iván Ávila Pérez

AGRADECIMIENTOS

No quiero contar mis secretos. Mientras la luna está aquí, No quiero cantar mis lamentos… ATACAMA. CRISÁLIDA. 1. Había imaginado muchos escenarios en los que me encon-traría con Sara Valencia, pero jamás el que tenía ante mis ojos

2. Bebió de la botella plástica con delicadeza y luego se la extendió a Juan Pérez. Él, para no ser mal educado, inten-tó tomar agua con la misma parsimonia, pero los deseos por satisfacer la sed y el cansancio, que podía adivinar hasta en sus cejas apelmazadas, pudieron más. Sara dejó dibujado en el aire espeso un gesto burlesco; él se sonro-jó

3. Cuando Sara salió de la carretera y decidió escalar la que-brada aplastada por la endeble alternativa de camino que se nos presentó, me limité a mirar el parabrisas para ver si algún bicharraco chocaba con el vidrio como en otras par-tes del mundo, pero no pasó nada. También pensé en las razones que terminaron por dejarme botado en medio del desierto, rogando por una lluvia milagrosa, para abatir el calor que me desconcertaba

Cada paso, costalazo. EL FRÍO MISTERIO. ELECTRODOMÉSTICOS. 4. El camino se extendía recto y preciso a través del pueblo, como si hubiese caído del cielo, partiéndolo en dos. Ni siquiera era un villorrio; era un cúmulo de casas abando-nadas, ordenadas milimétricamente en manzanas a la usanza inglesa tan común en la época dorada del salitre, aferradas a la berma con desesperación, afirmándose unas a otras, como si así se dieran fuerzas para sobrevivir a los embates del clima y el tiempo

5. Traté de moverme, pero no pude. Muchas veces había escuchado acerca de la parálisis del sueño y aquella sen-sación, que ni siquiera me permitía gritar para pedir ayu-da, no podía ser otra cosa. Como si fuera un milagro, la vieja y su hija entraron en la habitación. De algún modo, pensé, provoqué sonidos sin darme cuenta y las mujeres, que habían adquirido rasgos bestiales entre luces y som-bras abyectas, escucharon mi llamado casual de auxilio

6. Estacionaron entre dos vagones abandonados que les sir-vieron para protegerse de las ráfagas monstruosas que habían levantado pesados e impenetrables telones de are-na. Desde sus asientos podían ver las filas de ventanillas abiertas como bocas desdentadas, tragando polvo sin po-der eliminar la expresión de espanto y soledad que había convertido los carros en un teatro abominable

7. Mi trabajo era asesinar. Las razones para matar a hombres, mujeres o niños, eran intrascendentes; lo importante era cumplir con los encargos a la perfección, sin dejar cabos sueltos ni indicios que me delataran y, para lograrlo, el Gitano me enseñó centenares de técnicas y estrategias, desde fingir violentos asaltos, accidentes y suicidios, has-ta refinados envenenamientos y, debo decir, no sin ver-güenza y hasta con cierto arrepentimiento, que fui un alumno muy aplicado

Atesoramos lo que se va. y no miramos lo que nos dan. EL TIEMPO SIN RELOJ. LA DESOOORDEN. 8. Juan le apuntaba con el arma cuando salió del auto

9. Jamás se me hubiera pasado por la cabeza macular la piel ni el alma de Mabel, ¿cómo podría arruinar el único rega-lo que un anónimo dios misericordioso me había conce-dido? Por más que lo deseaba, no podía borrar la descrip-ción que Sara había hecho de aquel encuentro tortuoso con Pablo. Conocí el dolor, los estragos, el desprecio que Niculcar sentía por sus mujeres y fui testigo indiferente de aquel despliegue putrefacto de poder, encogiendo los hombros con desinterés y volviendo hacia el parabrisas la mirada adoctrinada por la sumisión, mientras avanzaba por caminos cuyo destino, invariablemente, eran vertede-ros humanos en los que me detenía por algunos minutos de sacrílego luto antes de volver a mi cómodo nido

10. Una señorial dama de 35 años, impecablemente vestida y mejor perfumada, visitó diez bancos en una sola mañana. Se reunió con igual cantidad de ejecutivos para retirar cuantiosas sumas de dinero con la excusa de cerrar sus cuentas para llevarlas a otro banco. En horas de la tarde, concurrió a una compraventa de automóviles en donde observó, tasó y probó una veintena de vehículos antes de optar, contra toda indicación, por un remozado Ford Mer-cury de 1948, engalanado de celeste y blanco, que pagó en efectivo. Llenó el estanque en una bencinera cercana y se dirigió al departamento que ocupaba en un callejón anó-nimo de Estación Central, desde donde salió con una ma-leta y una mochila colgada al hombro. Los vecinos escu-charon parte del Réquiem de Berlioz como despedida. Desde ese momento, nadie más volvió a saber de Sara Va-lencia

11. Bernardo Tapia, alias Nano Veneno, era un camionero de cincuenta y cinco años, tan fuerte como lo habían sido las reses faenadas que llevaba colgadas en el acoplado frigo-rífico que parecía un arca aferrada con uñas de pies y ma-nos al inmenso Mack que conducía como lo haría un niño con un auto chocador y que pacía en la berma, totalmente sediento luego que el radiador sufriera un imprevisto desperfecto

Prefiero ser aceite separado del agua. y no un cobarde corazón. que espera ser sincero pa' sentir de nuevo. HASTA PODER RESPIRAR. KUERVOS DEL SUR. 12. Estación Olmedo

13. Desperté antes que Sara, cuando apenas una delgada pin-celada azul anunciaba la aurora. Me quedé observándola, otra vez, ante un momento perfecto para ajusticiarla y terminar de una vez con aquella nefasta aventura, pero no iba a importunar a la familia que tan bien nos había aco-gido

14. La conjunción de los trazos de los mapas indicaba que debían volver varios kilómetros al norte, en busca de la carretera, y dar con un punto denominado Caleta Cervan-tes, algo bastante singular considerando que se hallaba en medio del desierto. Desde ahí, yendo hacia la cordillera, teníamos que encontrar el cruce de los Siete Caminos que, en la actualizada cartografía, no figuraba en ninguna par-te. Sin embargo, uno de esos senderos nos llevaría final-mente al centro de detención, de acuerdo a las indicacio-nes del mismo Abelardo, quien luego de entregarnos los pormenores de cómo llegar hasta ese lugar, adoptó una actitud más que sombría

15. No sé en qué momento me quedé dormido, pero Sara de-bió detener el auto apenas se dio cuenta. Cuando sentí que el motor dejó de resollar, desperté, aunque sin abrir los ojos. Seguí acurrucado, buscando una epifanía en la cara interior de mis párpados

Como un recuerdo que me llega. de su corazón. Ella no existe más. LA CONQUISTADA. LOS JAIVAS. 16. Caleta Cervantes, que nada tenía de caleta, apenas era un enclave fantasmagórico conformado por dos buques he-chos de calaminas y pino oregón, robados de alguna ago-nizante oficina cercana, entre los que había una bencinera cuyas máquinas se hallaban cubiertas de polvo. A pesar del deterioro, todavía era parada obligada para quienes vagaban por aquel paraje inhóspito con un litro escaso de bencina en ebullición agarrándose a las paredes ardientes del estanque, prestos a recobrar energías y tomar uno de los siete caminos de tierra que surgían desde el poblado y se perdían en todas direcciones, ya fuera adentrándose entre las fisuras de las dunas que antecedían la lejana aunque visible cordillera, hacia el oeste, en sedienta bús-queda del océano capturado por el desierto y el cielo pró-ximo a evaporarse, y las dos largas huellas sinuosas que se perdían hacia el norte y el sur de la inmensa planicie

17. Tuvimos que detenernos. Para Sara era imposible adivi-nar, menos contrastar el paisaje con mapas y recuerdos para ver si de esa manera lograba dar con el extremo de la madeja que la llevaría al corazón del laberinto que busca-ba conquistar

18. Juan abrió la puerta y bajó acunado por la frazada. Boste-zó con ganas de desparramar el frío en todas direcciones y se colocó al lado de Sara que miraba la colilla humeante reposando entre amonites que jamás llegarían a las vitri-nas de un museo

19. Dejé dormida a Mabel y traté de llegar a mi departamento antes que el alba despuntara. Bien sabía que una vez que aclaraba, me era imposible dormir. Pero sería otra razón la que me espantaría el sueño aquel día

Ya ni nos queda amar a nuestro reflejo, en el rostro tenso de los demás. Ya ni nos queda olvidar. que hay una mano de dedos infinitos. que apaga en las criptas el respirar de los muertos. HONOR, DECENCIA, DIGNIDAD, MORAL Y PATRIA. FULANO. 20. No era posible seguir avanzando. El camino se hallaba fracturado por la erosión de las bajadas aluviales provo-cadas por las lluvias altiplánicas que arrasaron con la frá-gil intervención humana en el paisaje en apenas unos años de abandono. Sara dio un par de vueltas elípticas, bus-cando alguna alternativa que les sirviera para continuar el ascenso, pero pronto desistió

21. Villa Silva Renard

22. Sara vio el rostro conmovido de Juan sosteniendo el pa-pel. La aurora tiñó el caserío de tonos añiles que resalta-ban la contrición del asesino desvalido ante aquella ima-gen que había desnudado sus emociones, obligándolo a doblarse sobre sí, atribulado por el llanto que escondió por demasiado tiempo, negándose al luto que pretendía condonar con su muerte. Sintió compasión, la que ni si-quiera quiso darse ella en su peor momento, pero al mis-mo tiempo una especie de contrición incomprensible que la llevó al instante preciso en que se paró frente al espejo y vio las heridas que le provocó Pablo. El corolario de sus penurias no había sido más que una mentira forjada por una serie de coincidencias que habían provocado la muer-te del nonato, pero no. No podía ser así. Quizás Mabel y el feto hubieran muerto con o sin su influencia, pero por más que intentaba justificar su inocencia, sabía que sus acciones eran las responsables de la estadía de su ejecutor junto a ella. Y que aquel lugar y momento eran los ideales para terminar con todo

23. Sara Valencia no merecía morir, pero era su deseo. Y lo cumplí. Por ello, a diferencia de todos mis crímenes ante-riores, le di sepultura e inventé un rito que, ojalá, llevara su espíritu libre de culpas a un mejor lugar, si es que este existía en alguna parte

FIN

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Era mediodía y el sol incineraba el desierto. Cruzan-do la carretera, estaba ella, convertida en una Thelma sin su Louise, disfrutando con insolencia aquel pedazo de realidad carente de sombras y ángulos, apoyada en el ta-pabarro trasero del Ford Mercury 48, con los brazos cru-zados despreocupadamente sobre el pecho. La capota es-taba abierta, el motor vomitando nubes de vapor, aseme-jando un artilugio diseñado para acentuar aún más la frialdad de sus ojos estrellados contra el calor lacerante que me había deshidratado, a tal punto, que no existía glaciar suficientemente vasto para satisfacer mi sed. Pero debía cumplir mi misión, aunque lo poco que me queda-ba de vida se me fuera atravesando aquellos escasos me-tros de asfalto al borde de la ebullición.

Busqué en sus ojos alguna señal que me indicara que intentaría huir, arrastrándose entre la arena y las piedras hirvientes, sabiendo que el momento de su muerte había llegado; un atisbo de plegaria lastimera que la colocara de rodillas sobre las piedrecillas de la berma, ofreciéndome los millones que le robó a Pablo Niculcar a cambio de su vida o, siquiera, un ademán de resistencia o negación ante la inevitabilidad de la muerte, pero permaneció estancada junto a aquel pedazo de metal arcaico que un tanque no podría mover, envuelta por las volutas efímeras, con el peto anaranjado muy ceñido al torso delgado, y los panta-loncillos concisamente aferrados a sus piernas turgentes, sin manifestar ningún interés por mi presencia ni por las suelas de mis zapatos derretidas por el pavimento, la po-lera que había sido blanca al comienzo del viaje o el pan-talón de mezclilla jaspeado por el polvo, emulando la piel de un leopardo pintada por manos infantiles. Sin duda, era el momento preciso para finalizar la misión, pero el tormento del calor era tan monstruoso que difícilmente hubiera podido acercarme a ella, empuñando la pistola, sin desmayarme.

.....

―Es que, si llegaste hasta acá sin cuestionar las órde-nes de Pablo, no tienes la más remota idea de por qué tie-nes que asesinarme.

Yo tenía mis propias razones para terminar con la vi-da de Sara Valencia y deseé decírselo para destruir el blindaje gélido con que desplazaba la atmósfera, pero su emplazamiento replegó mis palabras. En mis años como sicario, jamás me había planteado aquella disyuntiva. Busqué en mis recuerdos alguna situación similar, una herida sin cerrar, algún capítulo abierto que me diera una cornisa de donde asirme para responder a aquel enigma, pero no había siquiera un rezongo que me permitiera sol-tar el aire tibio contenido en mis pulmones.

.....

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