Frida en París, 1939

Frida en París, 1939
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Un episodio poco conocido en la trayectoria artística y vital de la pintora mexicana
El 10 de marzo de 1939 se inauguró en París la exposición Mexique. La obra de Frida Kahlo protagonizó la muestra al ser promovida por André Breton, que la describió como «un listón alrededor de una bomba».
Para entonces Frida llevaba casi dos meses en la capital francesa, el tiempo suficiente para conocer de primera mano los círculos intelectuales de la ciudad, hacer nuevas amistades, consolidar algunas anteriores y avanzar en el proceso de ruptura con otras muchas.
Aquí se reconstruyen, a través de los testimonios en primera persona y de la correspondencia entre sus protagonistas, las vivencias de la artista mexicana durante su estancia en París; experiencias que determinaron las relaciones con sus coetáneos, su obra pictórica y el reconocimiento futuro, nacional e internacional, de Frida como artista.

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Jaime Moreno Villareal. Frida en París, 1939

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Frida en París, 1939

TURNER NOEMA

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Hoy, las publicaciones ahí reunidas nutren de información. Entre otros impresos en el librero, se cuenta el raro y vistoso programa del estreno de la cinta de Luis Buñuel La edad de oro, de 1930, en el Studio 28, la sala cinematográfica de Montmartre donde un tropel derechista irrumpió en una proyección, poco antes de que el filme fuera prohibido duraderamente en Francia, nada menos que por cuarenta años. En su viaje a París, Frida volvería sobre los pasos de esa historia al asistir a una recepción en el hôtel particulier de los vizcondes de Noailles, que habían costeado aquel filme. El programa tiene una elegante cubierta puramente tipográfica e impresa en hoja de oro. Breton cargó con él a México porque se proponía proyectar las películas Un perro andaluz y La edad de oro como parte de sus disquisiciones sobre el surrealismo. Al cabo, sólo se exhibió la primera, ya que no hubo modo de conseguir copia de La edad de oro, reducida casi a la inexistencia por la censura. Un perro andaluz, de 1929, de Buñuel y Dalí, fue la primera película surrealista proyectada en México, y Frida asistió a su estreno en el Palacio de Bellas Artes. Al tomar la palabra en la presentación, Breton aseguró: “la cinta que ustedes presenciarán burla toda interpretación racional, lo que me lleva –dado el error que se ha cometido reiteradamente– a ponerlos particularmente en guardia en contra de una interpretación simbólica”.24 Con estas palabras, ofrecía una clave esencial para entender los vínculos entre el surrealismo y la teoría del inconsciente. Si como punto de partida los surrealistas se abrieron en sus exploraciones al freudismo, que les proporcionó amplitud de panoramas, nunca se ofrecieron en cambio como materia de análisis; su actividad no era ni un arte de los sueños ni una elaboración de diván. En aquella primera proyección cinematográfica, al apagarse las luces de la sala, el espectador mexicano pudo sumirse en el desconcierto. ¿Qué podía sacar en claro de esos clérigos (uno de ellos Salvador Dalí, en su primer cameo) arrastrados por el piso, que van jalando un piano de cola con la tapa y el teclado abiertos, sobre los que yace la cabeza sangrante de un asno? Con sus traslapes de cronología, con los desdoblamientos en que un actor podía ser sustituido por otro que representaba al mismo personaje o aparecer duplicado en pantalla actuando al mismo tiempo el asesino y su víctima, con esos fundidos en serie analógica donde el hormiguero que brota de la palma de una mano se convierte en el vello de una axila femenina, que se transforma en erizo de agudas espinas antes de resolverse en una mano cercenada y tirada en la vía pública, donde una chica de sexo ambiguo la remueve con su bastoncito, el filme debió escandalizar a más de un espectador, acaso aliviado por el escaso cuarto de hora que dura. ¿Reparó alguien en una simbolización del deseo o de las pulsiones de la vida y la muerte en esas imágenes? No era un tiempo en que Freud fuera lectura sabida, y el sentido común solía más bien descartar al surrealismo como una especie de arte onírico. Aunque no lo fuera, en esos términos Frida lo rechazaba, mientras que la vigorosa iconografía que le aportó, la impresionante condensación de sus imágenes, despertaba su interés, que al cabo ella acopió en el rinconcito. Acaso la proyección de Un perro andaluz le resultó útil para desmarcarse del surrealismo. Cuando luego insistió: “Pensaban que era surrealista, pero no estaban en lo cierto. Nunca pinté sueños. Pinté mi propia realidad”,25 redujo de nuevo, como tantos, el surrealismo al onirismo.

Saltan a la vista otros impresos en el secreter. El número 7 de la revista Cahiers GLM, de marzo de 1938, dedicado al sueño, reúne textos e imágenes recopilados por André Breton y ofrece, por su condición, una clave ineludible: sólo la segunda sección está tonsurada. Se trata de la parte iconográfica, mientras que la correspondiente a los textos nunca fue abierta. Siguiendo esta clave se comprueba que, casi por atavismo, a la pintora le atrajeron sobre todo las imágenes surrealistas y no tanto las ideas. ¿Y qué hay de los demás libros? He aquí algunos de los títulos que acompañaban a Frida: William Blake, La boda del cielo y del infierno; Bronislaw Malinowski, Una teoría científica de la cultura y otros ensayos; Arthur H. Church, The Chemistry of Paints and Painting; Salvador Díaz Mirón, Lascas; José Stalin, Problemas económicos del socialismo en la URSS; Marcel Schwob, Vidas imaginarias; Alfonso Toro, La familia Carvajal; Charles Baudelaire, Pequeños poemas en prosa; Carlos Merino Fernández, Retablos de Huehuetlán; Samuel Ramos, Diego Rivera; Manuel Maples Arce, Andamios interiores. Poemas radiográficos; y entre las publicaciones médicas, Luis Ángel Rodríguez, La ciencia médica de los aztecas; Joseph A. Hyams, Prefibrosis at the Vesical Neck; así como ejemplares de las revistas Notas terapéuticas y Actas CIBA; el folleto ilustrado La pelvis femenina en transparencias anatómicas…

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