El anillo de Giges

El anillo de Giges
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"En la República de Platón se cuenta la historia de Giges, un pastor que encuentra un anillo. Al poco tiempo descubre que, al moverlo de determinada manera, se torna invisible, de modo que sus compañeros hablan de él como si no estuviese presente. No tarda en advertir el poder que le otorga esa capacidad de volverse invisible. Así, se introduce en la corte, seduce a la reina, mata al rey y termina por transformarse en tirano. Esta historia no está recogida por casualidad. Si Giges es un modelo envidiable, la ética está de más, o es únicamente un pretexto para mantener a raya a los fuertes."
Esta introducción a la tradición central de la ética occidental recoge una reflexión acerca del bien humano iniciada en Atenas hace 25 siglos. Esta tradición fue continuada por autores como Cicerón y Tomás de Aquino, y perdura hasta nuestros días en las obras de Robert Spaemann, John Finnis y muchos otros. Su contrapunto intelectual es el relativismo ético, que niega la posibilidad de reconocer principios morales de carácter universal.
El anillo de Giges es una obra de divulgación, inteligente e informada, pero a la vez amable y comprensiva. Una de sus características más originales es la continua referencia a obras literarias y otras expresiones artísticas. Se trata, en suma, de un libro introductorio a la filosofía moral que nos hace descubrir en los antiguos una ayuda poderosa para responder las preguntas que nos planteamos a la hora de orientar nuestras vidas.

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Joaquín Luis García-Huidobro Correa. El anillo de Giges

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Introducción

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Quienes admiten esos principios supraculturales no sostienen, tampoco, que hay ciertos principios que de hecho son necesariamente reconocidos por todas las culturas. Puede que los haya, pero eso sólo implicaría una constatación fáctica, se trataría de la circunstancia meramente empírica de que una convicción o costumbre está muy extendida, y no afectaría ni a su validez ni a la obligación moral de seguir esos principios. Además, todos conocemos el caso de culturas que ignoran algunas cosas tan elementales como no hacer trabajar a los menores de edad en tareas que afectan su integridad física, o que los sacrificios humanos no son una manera adecuada de rendir culto a la divinidad. De hecho, las culturas presentan diferencias muy importantes. Ya lo vieron los sofistas, y es algo que está al alcance de nuestros ojos. La duda es si esas diferencias impiden realizar juicios acerca de determinadas prácticas que se dan en culturas distintas de la propia. De este modo, cuando decimos “los sacrificios humanos son malos”, sólo estamos diciendo: “Los aztecas realizan sacrificios humanos, nosotros no; mirados desde nuestra cultura los sacrificios humanos son inaceptables. Por tanto, si los aztecas quisieran incorporarse a nuestra cultura, no podrían continuar con esas prácticas”. Parece claro que queremos decir mucho más que eso. Pero si existen esos criterios universales de valoración, entonces podemos juzgar el valor de las prácticas vigentes en diversas sociedades, incluida la nuestra. De lo contrario tendríamos que limitarnos simplemente a constatar diferencias, como se constata que los loros son verdes y los cisnes, por lo general, blancos. Es preciso, además, tener en cuenta que en la tarea de comparar culturas hay que adentrarse en ellas. Salvo en el caso de prácticas muy chocantes y crueles, es posible que un juicio negativo sobre una cultura sea sólo la consecuencia de no conocer las razones que están detrás de ella. Así, cabe que dos prácticas a primera vista muy diferentes no sean más que aplicación de un mismo principio. Yendo atrás en la historia, el propio Heródoto, un relativista, se ocupa especialmente de hacer notar las divergencias de las costumbres de diversos pueblos respecto de las que practican los griegos. Así señala:

Si a todos los hombres se les diera a elegir entre todas las costumbres, invitándoles a escoger las más perfectas, cada cual, después de una detenida reflexión, escogería para sí las suyas; tan sumamente convencido está cada uno de que sus propias costumbres son las más perfectas. [...] Y que todas las personas tienen esa convicción a propósito de las costumbres, puede demostrarse, entre otros muchos ejemplos, en concreto por el siguiente: durante el reinado de Darío, este monarca convocó a los griegos que estaban en su corte y les preguntó que por cuánto dinero accederían a comerse los cadáveres de sus padres. Ellos respondieron que no lo harían a ningún precio. Acto seguido Darío convocó a los indios llamados Calatias, que devoraban a sus progenitores, y les preguntó, en presencia de los griegos, que seguían la conversación por medio de un intérprete, que por qué suma consentirían en quemar en una hoguera los restos mortales de sus padres; ellos entonces se pusieron a vociferar, rogándole que no blasfemara. Esta es, pues, la creencia general; y me parece que Píndaro hizo bien al decir que la costumbre es reina del mundo.20

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