El Peruca

El Peruca
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Una villa miseria en el corazón del Conurbano bonaerense, en la Argentina. Un territorio de bien acentuados contrastes, de escandalosas diferencias. Un barrio de discotecas, de pubs, de gimnasios, de casas bajas, de clubes privados. Una pandilla liderada por un joven, un muchacho rodeado por un grupo de pibes que lo adoran. Un comisario honesto, convencido de que en la villa Carlos Gardel se concentran todos los males que debe combatir. Un tren que es una parte central del paisaje, casi un universo. Un Cuerpo de Elite creado con el único objeto de terminar con la banda del Peruca. Una agrupación anarquista integrada por chicos que todavía no terminaron la escuela secundaria. Un pub, The Pits, en las paredes de cuyos baños los pibes escriben la historia de sus vidas. Una pareja de policías que vigilan una zona que se está volviendo cada vez más peligrosa. Un comisario que es, en realidad, un delincuente uniformado. Un grupo de pibes que compiten, que se buscan, que se odian, que se quieren, que se aman. Una historia de amor, locura y muerte.

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Joel Singer. El Peruca

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Dedicado a todos los pibes que aman a otros pibes

y están orgullosos

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A las once y media de la noche, Ezequiel comenzó a penetrar a Juan Ignacio. A Ezequiel le gustaba mirar a la cara a Juan Ignacio mientras lo penetraba y a este le apasionaba ver la severa expresión de su colega, el revoleo de los oscuros ojos perdidos, el despuntar de la sonrisa sutil, amenazante. Le gustaba escucharle decir esas palabras fuertes, esas expresiones picantes que, en sus fantasías, ya había escuchado casi todas las noches cuando, en la inviolable intimidad de la litera de la Escuela Juan Vucetich, pensaba en Ezequiel Fritzler. Y a este también le había ocurrido lo mismo. En el silencio de la noche, los dos tejían los sueños que mantenían bien guardados; ahí, todas las noches, los dos pensaban situaciones en las que tenía lugar el tipo de unión que recién hoy, después de cinco años, se estaba consumando. Entonces ninguno de los dos sabía todo lo importante que era para el otro. Separados, apenas, por unos metros de distancia, unidos por un deseo inconfesable, obligados a permanecer callados. Hasta el día siguiente. Hasta que comenzaran las rigurosas rutinas cotidianas. Entonces sí se miraban a los ojos. Y por medio de estos encontraban la manera de decirse las cosas que no podían comunicarse de otro modo. Y al final del día las, para unos pocos, memorables duchas colectivas. Allí, los dos pibes de dieciocho años se vieron desnudos por primera vez. Fue Ezequiel el que vio esa especie de fulgor que irradiaba el cuerpo de ese chico que semejaba un ángel. Y fue Ezequiel el que se quedó parado recibiendo, inmóvil, el chorro de agua, dejando que este le limpiara el cuerpo que él no podía ni siquiera enjabonarse. Y ahora estaba en la casa de él, de ese chico que en cinco años, curiosamente, se había embellecido. De a ratos le parecía increíble esta nueva vida que hacía pocas horas había comenzado. Pero sobre esta se cernía, impredecible, la temible sombra del Peruca.

Un nuevo escenario de batalla aparecía en la vida de Ezequiel Fritzler a un año de haber egresado de la escuela de Policía. La particularidad era que el Peruca estaba muy por encima de los rivales que él había tenido en el principal centro de instrucción policial de toda la Argentina, pibes que habían sido subyugados por una fortaleza física y una inteligencia arrolladoras. Pero esta fuerza y esta inteligencia se habían desplegado en el marco de una institución en la que existían reglas claras, normas que no dejaban mucho espacio para que cada uno pudiera hacer lo que quisiera. Es verdad que los muchachos, a veces, encontraban la forma de eludir los severos reglamentos para resolver ciertos inevitables problemas que vienen de la mano de la siempre difícil convivencia humana. Y mucho más en esos ámbitos cerrados, elitistas, donde se forman los hombres que mañana van a tener una parte del monopolio de la fuerza. En la memoria de algunos persistía el recuerdo de aquella noche en la que Juan Ignacio y Ezequiel se habían tomado a golpes en una pelea previamente pactada, realizada cuando casi todos los muchachos ya estaban descansando. Con el Peruca, en cambio, sería bien diferente. ¿Dónde hallar al hermoso muchacho que nadie, nunca, había encontrado? ¿Dónde y cómo sería esa posible pelea que ya empezaba a desvelar a Ezequiel, que le alteraría el descanso y el trabajo cotidiano? ¿Cómo vivir en paz sabiendo que, de buenas a primeras, un desconocido, un delincuente, un enemigo, había violado a Juan Ignacio? ¿Cómo esperar que ese peruano mantuviera en secreto lo que le había hecho a un policía de la bonaerense que era, además, un integrante del Cuerpo de Elite que había creado el comisario Villafañe? Y lo más importante, lo que más vueltas le daba en esa cabeza que jamás dejaba de pensar: ¿podría el Peruca verse liberado del influjo que en todos dejaba Juan Ignacio? No, esto no podía terminarse el último minuto de aquel 23 de noviembre de 1990. Este, bien sabía Ezequiel, era el primer eslabón de una larga cadena de episodios que podría tener un final en el que no hubiera ganadores, en el que, como siempre, perdieran los más débiles, los pobres.

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