Ensayos bárbaros
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Jordi Soler. Ensayos bárbaros
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La era del té
El ojo
Los creyentes
El viaje de Thomas Mann
La lentitud
La vida sin cuerpo
Formas de viajar
El nuevo líder de la tribu
Los niños que vienen
Un mundo sin artistas
Vida y milagros de una estrella en caída libre
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La era de Funes
La casa de cristal
Los deudores
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Los Zapatistas
El reverso de la crisis
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Esperando a La Chalotais
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La crisis a la luz de Moby Dick
La traición
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Neopuritanismo
La modelo desnuda
Whisky, cocaína y algo de verdurita
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Joyce me aburre hasta arrancarme las lágrimas
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La comilona
Glosolalia
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Vocablos yemeníes
El código navajo
La vidente
El espía número 10
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«Los hombres se han convertido en las herramientas de sus herramientas», decía el escritor Henry David Thoreau en su época (1817-1862), pensando en el hacha, en la pala, en el martillo y el azadón, que eran entonces instrumentos imprescindibles para construir una casa y un jardín. Pero siglo y medio después, en esta época nuestra, lo primero que sugiere esta idea es un hombre abismado en la pantalla de su teléfono móvil, aislado del mundo y encorvado sobre esa superficie de luz azulosa que toca ávidamente con la punta del dedo índice y que inspira la pregunta: ¿Quién es la herramienta de quién?
He presentado a Thoreau como escritor, porque ese oficio suyo es el que nos permite hoy conocerlo, pero además de ser uno de los padres fundadores de la literatura estadounidense, también fue filósofo, agrimensor, naturalista, maestro de escuela, fabricante de lápices y el ilustre precursor del «pensamiento salvaje», cuya línea general irá conduciendo estos apuntes. Pero antes quisiera detenerme en un trecho de su biografía: Thoreau se negó a seguir pagando impuestos porque había dos situaciones, en las que estaba involucrada la Hacienda pública, que le parecían execrables: una era la esclavitud y otra la guerra de Estados Unidos, su país, contra México. Esta complicada posición frente al poder, le costó una breve pena de cárcel y lo envió directamente a escribir su impagable ensayo Civil Disobedience (1849), que lo sitúa como uno de los precursores de eso, de la desobediencia civil, de esa forma de enfrentar la vida que lo llevó a situaciones como la que contaré a continuación, después de transcribir este cristalino apunte suyo: «En toda mi vida nadie me ha molestado, salvo las personas que representan al Estado».
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«Tengan cuidado con aquellas actividades que les exijan ropa nueva», recomendaba este escritor que usaba siempre la misma ropa, vieja y de pana, y asociaba la preocupación por el vestido, y la enorme cantidad de tiempo y energía que consume el tener una apariencia socialmente aceptable, con la frivolidad del que tiene una casa, también socialmente aceptable: «no puedo sino sentir compasión cuando escucho a un hombre aseado y con buen aspecto, seguro, y aparentemente libre y dispuesto, hablando sobre si sus muebles están o no asegurados». En el fondo Thoreau proponía una vida sencilla, el regreso a ese estadio de la civilización donde el hombre vivía integrado con la naturaleza, en el cual la persona no se había convertido en «la herramienta de sus herramientas», un planteamiento del que la sociedad de hace ciento cincuenta años se había alejado bastante, y del que nosotros estamos a años luz. Le parecía que la vida sencilla, esa que él mismo había implementado a orillas del lago Walden, esa vida en la que todos poseían lo mismo y no deseaban nada más, era el único antídoto contra los robos y la violencia que había en las ciudades. Estaba convencido de que «la mayoría de los hombres vive vidas de tranquila desesperación», y era, desde luego, un hombre sumamente riguroso, que se empeñaba en someter su propia naturaleza: «la sabiduría y la pureza proceden del ejercicio; la ignorancia y la sensualidad, de la pereza».
Para terminar, dejo esta perla cosmopolita de su inquietante pensamiento salvaje: «Deberíamos vivir en todas las épocas del mundo durante una hora».
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