La eficacia del cine mexicano
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Jorge Ayala Blanco. La eficacia del cine mexicano
Prólogo
Primera parte | El imaginario desprohibido |
La matanza en off
La debilidad presidencial
El martirio del agente solovino
El blanqueo canonizador
La salvajadita exterminadora
La barbajanada atropellante
El goce necrofílico
La negrura enrarecida
Cuna de heroínas
Segunda parte | Erotomanías desataditas |
El poder desinflable. Primo tempo: Las erotizaciones simultáneas
Secondo tempo: El consentimiento masoquista
La picardía mojigata
El casto mujeriego
Las bombas sexuales
Primo tempo: La hipoquinesis libertina
Secondo tempo: Los berrinches prendidazos
La farsa hipermaricona
El trasero querendón
Las cogidas aullantes
Sexo, enchiladas y video. Primo tempo: La enchilada conyugal
Secondo tempo: La enchilada edípica
Tercera parte | Delirios terminales |
El testamento virtuoso
El testamento feérico
Los machismos cursilazos. Primo tempo: El machismo vulnerado
Secondo tempo: El machismo fáustico
Los absolutos en serie
Los luchadores muéganos
El confín del infierno
La pachanga perpetua
El porrismo fascinante
La maloliente dañadez
La infamia disidente
Cuarta parte | Entrecruzamientos |
La paradoja del despistado
La fatalidad providencial
La sonrisa tardía
El juego de tírele al júnior
El alarmismo lúdico
Quinta parte | El escapismo oficial |
El encomio enmascarado
Corazón: diario de un pueblo
La provinciana bolsona
Los enervaditos de la aventura
La abominación rosada
El vodevil sidoso
El vampirismo crónico
Autopsia en pareja
Sexta parte | Los dispositivos estéticos |
El códice en llamas
Los tientos del anticonquistador
Las siluetas de la ambigüedad. Primo tempo: La cámara-espejo
Secondo tempo: Las mutaciones del estertor
El arte del desnudamiento clandestino
La guarapeta visionaria
La modernidad liquidacionista
La antiacademia lumpenosa
Primo tempo: La poesía de la sátira-adefesio
Secondo tempo: La texturología de los rastros
La sencillez al desnudo
Primo tempo: La tierna sencillez
Secondo tempo: La tensa sencillez
La pantalla arcangélica
La juventud crucificada
Séptima parte | Lo femenino espurio |
El realismo mágico para fodongas
La felicidad programada
La espera descontrolada
La ancianidad beatífica
Las pasiones inútiles
La generación timbiricha
El sueño cinefílico
La estrella fetal
Octava parte | La reflexión femenina |
El testamento fosilizado
La feminidad nalgachata
La feminidad insóplida
La feminidad lombriz
Los autocastigos mujeriles. Primo tempo: La feminidad agriada
Secondo tempo: La feminidad incestuosa
El maternalismo falocéntrico
La farándula hirviente
La comicidad picahuye
¡Que viva el postcine!
Conclusión
El contenido en una ojeada. a. Actores-fenómeno
b. Cómicos
c. Directores
d. Películas
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Отрывок из книги
A Vicki y a Ximena
mis nenas del amor.
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Barbajanada: praxis abrupta de lo obsceno y lo soez. Diseñado cual mero dispositivo para propulsar al desconocido cantante bravío Juan Luis Saval, en doble papel y tan mariachi antes de la película como impopular después de ella, el sexto largometraje lépero-mandado del destajista Ángel Rodríguez Vázquez (El fuego de mi ahijada, 1978; Las nenas del amor, 1981; Lo negro del Negro, 1984; Kung fu mortal: Operación Zodiaco, 1985; Cinco pollas en peligro, 1986) se desarrolla dentro de las más radicales incoherencias y confusiones narrativas. En el centro están los lances y líos amorosos de un puñado de conductores barbajanes (“En las curvas y subidas los choferes se entretienen / en los valles y bajadas los choferes se divierten”), que se desempeñaban como taxistas en una central privada, hasta que el dueño pretende venderles en abonos los vehículos, provocando diversas reacciones (“¿cuarenta mil pesos diarios?, ¿con qué chingados vamos a vivir?”); el chirris vejancón Pascual (Memo de Alvarado Condorito) se siente agredido (“¿cuarenta mil bolas? Mejor se las doy a tu hermana”) y mejor se dedica a chofer de combi; el gordazo bigotes de aguacero Ponciano (Pancho Pantera) desafana luego luego (“Yo ni maiz, primero me compro calzones y luego carro”) y se larga a trabajar de camionero en una empresa fílmica; el lerdo Púas (Rubén Púas Olivares) rechaza de cuajo todo arreglo (“Yo no hago rondanas con hojalateros”) y se mete de asalariado en ómnibus de México, emboletando también al galanazo broncudo Juan (Juan Luis Saval); únicamente el redondo Nopal, tan baboso como su nombre (Sergio Ramos el Comanche), acepta la oportunidad de tener taxi propio (“Pinches amargosos, van a ver que sí se puede”), aunque sea con sacrificios de su esposa Irma (Ana Luisa Peluffo), y lo secunda Beto (Juan Luis Saval en segundo papel), el hermano gemelo de Juan, quien quiere el taxi para poder casarse con la despampanante güereja cuarentona Cathy (Norma Lee) que se le ha entregado llorando en un parque (“Tengo miedo de que después de esto ya no me tomes en serio y hasta te olvides de mí”). Para celebrar sus nuevas chambas, todos se van al Salón Tropicana (“Pedacito de mi vida / te quiero tanto”), donde putañean a gusto y, por el robo de una cartera, terminan a golpes y huyendo. La trama, no obstante, se esfuma en incidentes con escasa ilación: un choque de Beto con cierto bravero que se calma en virtud de un parto dentro del taxi, una peregrinación a la Villa en combis adornadas y ofrenda en forma de trajinera xochimilca, unas mañanitas a la Virgen con misa incensada por tres padres, una embarrada de helado al taxista Nopal por una chiquilla insufrible que pretende limpiarlo con un brasier-trofeo del tipo, un asalto al mismo Nopal por cierta viejecita encantadora que lo deja en cueros, un raterillo de bolsos al que Juan acaba alivianando con una lana, acostones, adulterios mal planteados, misteriosos anónimos y ligues en autobús foráneo con las esposas del Nopal y de Pascual (Candelaria Domínguez) que culminan en Monterrey como lección para sus maridos, quienes se han vestido de mujeres para recuperarlas (“¿Qué estará mi mujer pensando de mí?” / “Pues que en vez de cornudo, resultaste puto”). Para colmo, nunca se entiende cuál es Juan y cuál Beto, aunque éste es sorprendido por Cathy ligando con su patrona del salón de belleza y debe organizarle un reventón con putas al tío alcahuete de ella, con el objeto de contentarla y terminar desposándola. Las paradas de los choferes o la barbajanada dramática. La barbajanada si confusa, dos veces intrigante.
Barbajanada: salto gracioso y atropellante del lenguaje entre lo obsceno y lo soez. Escrito con evidente seudónimo por Sablum Ávalos (¿anagrama de Juan Luis Saval?) en colaboración con Arturo Albo, el guion de Las paradas de los choferes lleva el albur erecto desde el título y está plagado de albures en feria, en carnaval, en hastío, como pocas veces dentro de nuestro más alburero cine subindustrial (incluidos Albures mexicanos y las Picardías mexicanas). El albur está presente en todas tus partes y circunstancias. Se alburea en la canción-tema que abre / cierra el film y el héroe te la sambute entera por la mitad del relato (“Si te pide la parada, ve metiendo la primera / no se vaya a bajar, sin meterle la tercera”). Se alburea en el simple saludo de los choferes Pascual y Ponciano (“¿A poco se te paró?” / “No sea mamila, acuérdese que el otro lo tengo guardado para su hermana” / “Chale chale, ahora sí te pasaste de vaselina, hijo” / “Si no la aguanta, no le eche espray”). Se alburea como despedida (“Pues órale, circulando” / “Te lo lavas” / “Y el agua te la traigo para que te bañes, buey”). Se alburea a la aún guaposa Irma que le ha hecho la parada al taxi VW del donjuanesco Juan (“Buenas” / “Más buenas las tiene usted, disculpe, pero no me hizo bien la parada” / “¿Qué parada?” / “La que tú quieras, chulada” / “Pues entonces lléveme a Tepito” / “¿Tepito por delante o Tepito por detrás?” / “Ay, yo no sabía que también se podía entrar a Tepito por detrás” / “Por donde tú quieras, preciosa”). Se alburea bajo las sábanas entre esposos para sostener un malentendido en que el Nopal, con su eterna gorrita de estambre, habla de la cuota de cuarenta mil pesos diarios y su Irma se entusiasma con hacerlo cuatro veces diarias (“Tú tendrás que aguantarte lo más que puedas, esperando que yo termine” / “Ay mi vida, yo te aguanto todo lo que tú quieras”). Se alburea a la ficherona que saluda a los de la barra al ras de la pista (“Quiubo, muñecos, yo soy la piola, para lo que sirvan y manden” / “¿Te lo dicen por lo flaca, o porque le haces mucho al trompo?” / “Ésa mi nalgas de cebolla” / “¿Por lo blancas y gorditas?” / “No, porque están para llorar”). Se alburea al Púas por levantarse para ir al mingitorio (“Voy a mi arbolito” / “Llévate el mío, carnal” / “Ésta, es suya” / “No, pero llévatela adentro”). Se alburea con el animador que introduce la sicalíptica variedad (“Ahí les van las paradas... de los choferes, bueyes” / “Cuando se te acabe el perfume, me avientas con el frasco”). Instrumento para favorecer la intimidad en la comunicación o para sustituirla, codificarla y cosificarla, el albur se funde con la escueta vulgaridad entusiasta, como el Nopal probándose el brasier gigantesco que se pondrá (“Ay, hermana Pascuala, que se me tira la leche”); se funde con la insolencia, como la usada por el travestido Pascual en el baño de damas con una narcisa semidesnudota que indaga cuántos años aparenta (“¿Cuántos me echa?” / “Pues tu boca es la medida, mi cielo”); se funde con el descolón, como el del tío reticente a servir de alcanfor (“Si te hacen falta huevos para hablarle, te presto los míos”); se funde con la transacción carnal, como un añadido excitante (“Ya me dieron ganas, ¿de a cómo no, mi rorra?” / “Que sea de a cincuenta leñazos” / “Voy voy, ¿qué ya subieron la carne? Ni que fueras chuleta” / “¿Qué no los valgo?” / “¿Qué te parece una peseta?” / “Pues en caliente y de repente”), o se funde con la intimidación delirante, como en la venganza de los maridos travestidos contra el tiro loco norteño y el panucho acedo yucateco que los hostigaban, ya semidesnudos y empinados sobre la cama (“Nos van a violar, lindo hermoso” / “Tú te pones de pinacate aquí y tú de cabrito al pastor” / “Voy al baño por una esponja para limpiarles el chicloso, porque hay que quitarles todos los pinches guampinolos”). El albur impregna todos los impulsos y pliegues de la vida cotidiana. Toda palabra sirve para dar pie al albur, todo lo denota y exige la inmediata connotación. El albur es como un rosario de arcanas faltas, apenas ocultas en el inconsciente (el de los demás, el propio) y siempre susceptibles de ser descubiertas, denunciadas, exhibidas, enarboladas por el otro, hasta la derrota final (“Por eso, voy a rifar a mi mujer” / “Yo compro todos los números” / “¡Ah, qué chingón! ¿Te la quieres sacar, no?” / “No, te la quiero meter” / “Quieto, me chingaste, salud”). Sépalo o no, todo forma parte ya del albur. En el incesante juego social del perseguidor y el perseguido, el albur es una segunda piel persecutoria, muriendo y renaciendo al instante, sin desembocar jamás en nada, pero con una compulsión imposible de ser detenida. Las paradas de los choferes o la barbajanada oral. La barbajanada si imparable, tres veces punzante.
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