El anorak de Picasso
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José Antonio Garriga Vela. El anorak de Picasso
José Antonio Garriga Vela
EL ANORAK DE PICASSO
Índice
EL ANORAK DE PICASSO
1
2
3
4
EL CUARTO DEL CONTADOR. 1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
EL TELÉFONO DEL SEÑOR PERMANYER
DÍAS FELICES EN TÁNGER
EL KILÓMETRO CERO
Отрывок из книги
José Antonio Garriga Vela (Barcelona 1954) debutó como novelista con Una visión del jardín en 1985. Desde la aparición de Muntaner, 38, (Premio Jaén de Novela 1996) es considerado uno de los autores fundamentales de la narrativa contemporánea española. Sus últimas novelas son: El vendedor de rosas (2000), Los que no están (2001) y Pacífico (Premio Dulce Chacón a la mejor novela publicada en lengua española en 2008). Es autor de varios libros de cuentos y de dos obras de teatro. Reside en Málaga, es columnista del Diario Sur y pertenece a la Orden de Caballeros del Finnegans.
EL CUARTO DEL CONTADOR
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Al cabo de los años, ese acuario fue el comedor de la novela Muntaner, 38. Entonces, yo aún no conocía la vida de Rusiñol ni el libro de Josep Pla ni la existencia del Cau Ferrat. Sin embargo, una noche también iluminé el piso con velas, como las velas que ellos encendían en sus fiestas, y me desnudé, allí, en el mismo comedor de Rusiñol, y la sombra gigante de mi cuerpo temblaba en el techo y las paredes como temblaba la mano del artista cuando ya era viejo, tenía reuma y pintaba los jardines tristes de Aranjuez. Luego me tendí junto a la silueta de tiza de Cristina Moslares como un perro guardián. Cristina Moslares era la protagonista de mi novela. Mi heroína. La muchacha que se fue a Nueva York y posó para el fotógrafo Cecil Beaton. Mis dedos eran un pincel que iba acariciando la línea de sus piernas, la curva del pecho, el perfil de la cara. Cada mañana tenía que remarcar de nuevo su silueta. Un día con el mismo jaboncillo azul que mi padre utilizaba para señalar las telas, otro con el rosa, y el blanco. Luego coloreaba el interior con los tonos pastel que de niño utilizaba para pintar los mapas. Ella permanecía quieta, igual que al maquillarla antes de posar para una sesión fotográfica. Yo mantenía el resplandor de su imagen con el cuidado y la delicadeza de un restaurador.
Mi padre dibujaba sobre la tela. La cortaba con unas grandes tijeras de hierro y después se dedicaba a hilvanar las distintas partes de la prenda con la paciencia y la pulcritud de un cirujano. Quizás por esa razón deseaba que yo estudiase medicina. Mi padre relacionaba la sastrería con la cirugía, la pintura, la escritura, decía que eran los oficios lentos de una época demasiado apresurada. Rusiñol opinaba lo mismo que mi padre. Me habría gustado saber qué pensaba mi padre cuando perfilaba las medidas del cliente sobre el tejido. Yo, al remarcar la silueta de Cristina sobre el suelo del comedor, pensaba en los momentos que jamás habíamos compartido. La tiza era una prótesis de mi dedo índice que acariciaba el contorno de su cuerpo en un comedor iluminado con velas, como si celebrara una fiesta. Una fiesta a la que, ahora que los conozco, me sentiría orgulloso de invitar a los artistas que estuvieron hace ya más de un siglo sobre el mismo suelo que años después habría de pisar Cristina Moslares.
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