Después de matar al oso pardo
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Josemaría Camacho. Después de matar al oso pardo
Отрывок из книги
Para mi madre, que es infinita.
Muchas personas sueñan recurrentemente con accidentes aéreos. Es un sueño muy común porque refleja un miedo también muy común: el miedo a volar. Yo le llamaría temor colectivo o incluso, aunque en distintos grados, universal. La gente sueña con el motor incendiado, con la caída, con las alarmas y los gritos. Se despierta jadeando, toma aire, se tranquiliza y vuelve a dormir. Pero algunas veces los sueños son más que simples divagaciones de la imaginación libre. Mi madre, por ejemplo, soñó una noche que se levantaba de la cama a oscuras, corría la cortina y veía un avión en llamas cruzar el cielo hasta perderse detrás de un edificio. A la mañana siguiente se despertó con el timbre del teléfono, una voz ronca le dijo que su tío acababa de morir en un accidente aéreo, durante la madrugada, del otro lado del mundo. Fue un sueño premonitorio que derivó en una pérdida humana y en el hábito familiar de llamarle bruja a mi madre. En mi caso la pesadilla del accidente aéreo no es tampoco sólo un sueño, es más bien un recuerdo dolorosamente detallado.
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El mismo sonido de alerta, tranquilo y dulce, con un eco sensual, sonó dos veces. La primera acompañó el símbolo de abrocharse los cinturones; la segunda era un llamado a la azafata en jefe para que fuera de inmediato a la cabina. Amelia estaba a la mitad del pasillo, a la altura de la fila 11 o 12. Caminó a paso firme hasta la estación frontal y descolgó la bocina. Su rostro se endureció un poco, según alcancé a ver desde la distancia. No sonreía. El ruido de bultos sueltos volvió, esta vez más fuerte y por partida triple. Pasábamos la media hora de vuelo. Aparentemente íbamos unos minutos por delante de lo proyectado. El último golpe de esa serie de tres sonó más metálico, sin alfombrar. En este momento ya había comenzado el infortunio, aunque no habíamos recibido instrucción alguna. Las cosas inusuales seguían siendo mucho menos numerosas que las normales. Me refiero a que el avión seguía su curso, el sonido, salvo por los golpes referidos, era normal: turbina, seseo apaciguado, aire acondicionado. Supongo que los pasajeros asustados, en ese momento, éramos muy pocos. El hombre de traje seguía en el baño, la mayoría seguía dormida. Lo raro, en realidad, era sólo el rostro de Amelia y la llamada desde cabina justo después del símbolo de ajustar cinturones. Que el avión siguiera su marcha —y la vida y el mundo— no garantizaba que las cosas fueran bien. La estabilidad nunca garantiza nada. Uno de los motores había fallado, suficiente como para que el vuelo rutinario y provincial comenzara a escribir noticias en el mundo. Pero eso aún no lo sabíamos. Sólo los tres de cabina y, quizás, Amelia. El devenir atroz es, sin embargo, una demoledora. Siempre viene, siempre. Algo terrible está por suceder en cualquier lugar a cada momento, no hay escapatoria. Visto con perspectiva, lo raro es lo más común del mundo. La tragedia está delante o abajo o encima de nosotros, de cada uno, a cada minuto. Elegimos no verla, pero esa decisión no la dispersa ni la hace menos real. Comencé a sudar. Mis manos primero, el cuello después. La frente.
Probablemente fui uno de los primeros que pensó que moriría esa mañana.
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