La playa de la última locura

La playa de la última locura
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Un hombre solitario decide trasladarse a Valencia huyendo de su trágico pasado en busca del amor, de una nueva vida. Pero en su primer día en la playa de las Arenas es objeto de una fatídica premonición que se convertirá en una obsesión para él mientras descubre esa fascinante ciudad. Tras una ardua y obstinada investigación judicial sin sentido, la sombra de la muerte guiará sus pasos, conduciéndole hasta la misma puerta del infierno.

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Juan Esteban Gascó. La playa de la última locura

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Capítulo 1

Entre la noche y el alba, entre ensoñaciones y pensamientos de duermevela, se coló alguna inquieta pesadilla que le hizo sudar, revolverse en la cama y destaparse antes de la alborada. Un rato después Pablo Víctor se despertó con los pies helados y el cuerpo destemplado, pero con la agradable sensación de calor que da la satisfacción de haber tomado una decisión con determinación, después de una lucha enconada de sentimientos encontrados. Lo que más le apetecía en ese momento era cubrirse con el nórdico y dormir un par de horas más, después de una noche tan agitada, sin embargo prefirió levantarse, con el ánimo inquebrantable de llevar a cabo cuanto antes el propósito de ese nuevo día. Tras desperezarse estirando los brazos hacia arriba, entre bostezo y bostezo se levantó sin remolonear, calzándose las zapatillas de andar por casa. Se dirigió medio aturdido hacia el ventanal, subió la persiana para que entraran los primeros rayos de sol de la aurora y salió a la terraza para contemplar el amanecer. El día era gélido y una fina lluvia comenzaba a hacer acto de presencia. De pronto sintió un ligero escalofrío que recorrió su médula espinal, ya que había salido en pijama sin la precaución de abrigarse. Temblando, con los ojos cerrados, el cielo estaba nublado y a lo lejos los montes Urgull e Igueldo despuntando entre nubes bajas. No le importaba el tiempo. Se frotó los ojos con los nudillos y admiró la maravillosa visión de la playa de la Concha, a pesar de ser un día brumoso. La iba a echar mucho de menos. Sí, muchísimo. Quizás demasiado. Pero estaba decidido. Iba a cambiar de aires. Se dio una ducha de agua caliente, casi ardiendo, a fin de abandonar su estado casi cataléptico, desentumecer sus huesos y despejar su mente. Se recreó más de lo habitual. Se sentía muy a gusto bajo la fuerte presión del agua masajeando su cuerpo, sin pensar en nada. Minutos más tarde se preparó un reconfortante desayuno con zumo de naranja recién exprimido, cereales integrales, dos yogures naturales y cuatro nueces. Extraño desayuno, pero fiel a su costumbre, el mismo de siempre desde hacía muchos años. En ese aspecto no parecía que fuera a haber ninguna fluctuación en su vida. Después de cargar energía para el largo viaje, se dispuso a vestirse sin entretenerse. Eran ya las ocho de la mañana y la partida no admitía demora. Ciertamente le hubiera venido bien tomar un café cargado para afrontar el camino despejado, sin riesgo a dormirse, pero como no tenía ese hábito y desde que estaba solo no recibía visitas en casa, no le quedaba ni un gramo. De todas formas lo ingerido había sido más que suficiente para hacer acopio de fuerzas. Las iba a necesitar. Fuerza y valentía. Se dirigió al armario de su habitación y bajó del altillo una caja metálica de galletas. La abrió con parsimonia y extrajo una carta que leyó por enésima vez, mientras lágrimas de nostalgia resbalaban por sus mejillas. Se quitó el anillo de casado, lo depositó en su interior y besó una fotografía mientras juraba que no iba a llorar más. Guardó la caja con suma delicadeza, como si corriera peligro de romperse, de romper con reminiscencias del pasado, y fue a lavarse la cara. Frente al espejo se reflejaba un hombre con la intención de emprender una nueva vida. No había marcha atrás. Aunque el tiempo no acompañaba, iba a coger su Harley—Davidson para ir a Valencia. La lluvia no era impedimento. Se vistió con unos vaqueros, su camiseta favorita y una sudadera. Encima se puso una cazadora y pantalones técnicos de lluvia para motoristas. Su preciada cazadora de piel no le acompañaría en este viaje. Se calzó sus relucientes botas negras de media caña, cogió una mochila con una muda para la vuelta y con los guantes y el casco en la mano bajó al garaje a por su motocicleta. Hizo rugir el motor de su custom acallando unos truenos que anunciaban tormenta y salió en busca de su nuevo destino.

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—Olvídese. Cosas mías. Por favor, el vino si es posible que sea de la tierra.

—Claro que sí, como usted guste. Le voy a servir un Megala de Enguera que no le defraudará. Si no le gusta se lo cambio. Vamos marchando la paella pero le advierto que tardará bastante. Mientras sale el entrante, le traigo un poco de pan con allioli, para que vaya haciendo boca.

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