El cautivo de Doña Mencía
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Juan Valera. El cautivo de Doña Mencía
Juan Valera. El cautivo de Doña Mencía
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Pocos días ha recibí el prospecto de un libro muy curioso que va a publicarse en Córdoba. Contendrá la historia de las ciudades, villas y fortalezas de aquel antiguo reino. Me hizo esto recordar ciertos sucesos, que me contó mi amigo don Juan Fresco, como ocurridos hace ya cuatrocientos treinta años en el castillo de la población en que él vive. Ignoro si dichos sucesos serán todo ficción, o si tendrán algún fundamento histórico. Ya se encargarán de dilucidarlo los que escriban el mencionado libro, ora consultando otros antiguos que deben de andar impresos, ora en vista de Memorias y demás documentos manuscritos que ha de haber en abundancia. Yo no quiero meterme en semejantes honduras. Me inclino, sin embargo, a creer que en mi historia, si hay alguna ficción, hay también mucho de verdad en que la ficción se funda; el grave testimonio de mi querido y erudito amigo don Aureliano Fernández-Guerra, a quien oí referir no pequeña parte de los sucesos cuya narración me complazco en dedicar ahora a su inolvidable espíritu.
Don Aureliano tenía hacienda de olivar y viña en el cercano lugar de Zuheros; iba a menudo por allí, y se preciaba de saber, y había investigado y de seguro sabía, todo cuanto desde muchos siglos atrás había acontecido en aquella comarca. A pesar de todo, desisto de averiguar, para no comprometerme, lo que hay de verdad y lo que hay de mentira en el cuento, y voy a referirle aquí como me le contó mi tocayo.
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Sin duda para mostrarse más digno de su encumbramiento, don Jaime acometió la arriesgadísima empresa que causó su muerte. Diecisiete años acababa de cumplir doña Mencía cuando se quedó viuda. Amarga y desconsoladoramente lloró la muerte de su gentil e idolatrado esposo. Vistió severísimo luto, hizo una vida retirada, y en los veinte años que se siguieron hasta el día en que empieza esta historia, no salió del castillo sino para dar solitarios paseos.
En aquellos tiempos, las tierras todas del rey de Castilla estaban llenas de discordias y alborotos. No había paz ni seguridad en parte alguna, sino robos, sangrientos combates, muertes y estragos. Los grandes señores, por particulares rencillas y opuestos intereses, se hacían cruda guerra unos a otros. El reino, además, estaba dividido en dos opuestos y principales bandos. Fiel uno al rey don Enrique, pugnaba por sostenerse en el trono. El otro le había negado la obediencia, le había depuesto en Ávila, con cruel e infamante ceremonia, y reconocía como soberano al príncipe don Alfonso, hermano menor del rey. El reino de Córdoba ardía en disensiones, como todo el resto del país. Rara prudencia y singular entereza supo mostrar doña Mencía para conservarse en cierto modo neutral estando tan divididos los ánimos, sin dejar de ser fiel y sin faltar al pleito homenaje que a los de su casa y familia les era debido.
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