Su único hijo

Su único hijo
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Leopoldo Alas. Su único hijo

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Emma era el jefe de la familia; era más, según ya se ha dicho, su tirano. Tíos, primos y sobrinos acataban sus órdenes, respetaban sus caprichos. Este dominio sobre las almas no se explicaba de modo suficiente por motivos económicos, pero sin duda estos influían bastante. Todos los Valcárcel eran pobres. La fecundidad de la raza era famosa en la provincia; las hembras de los Valcárcel parían mucho, y no les iban en zaga las que los varones hacían ingresar en la familia, mediante legítimo matrimonio. Procrear mucho y no querer trabajar, este parecía ser el lema de aquella estirpe. Entre todos los Valcárcel no había habido más hombre trabajador en todo el siglo que el padre de Emma, el abogado, que también había sido, dentro del matrimonio, menos prolífico que sus parientes. Ya se ha dicho que Emma era hija única, y, por tanto, heredera universal del abogado romántico y flautista. Pero los ahorros del aprovechado jurisconsulto llegaron a su hija un tanto mermados. Parece ser que la castidad de D. Diego Valcárcel no era tan extremada como se creía; su verdadera virtud había consistido siempre en la prudencia y en el sigilo; sabía que el mal ejemplo y el escándalo son los más formidables enemigos de las sociedades bien organizadas, y él, visto que no le era posible conservarse en casta viudez, entre seducir a las criadas de casa y a las doncellas de su hija, y, tal vez, como la tentación le había apuntado varias veces a la oreja, a las respetables clientes, desamparadas señoras que acudían a su despacho en demanda de luces jurídico-morales, como él decía; entre esto y reglamentar el vicio, las inevitables expansiones de la carne flaca, optó por lo último, organizando con sabia distribución y prudentísimo secreto el servicio de Afrodita, como decía él también. Y allí, fuera del pueblo, en las aldeas vecinas adonde le llevaban a menudo los cuidados de la hacienda propia y negocios ajenos, llegó a ser, valga la verdad, el Abraham—Pater Orchamus—irresponsable de un gran pueblo de hijos naturales, muchos adulterinos. Ni su conciencia, ni la del cura que le confesó, que en vida le había ayudado a veces a evitar escándalos, ni ciertas amenazas de bochornosas confesiones por parte de algunas pecadoras, le consintieron, a la hora un tanto apurada de hacer testamento, dejar en completo olvido ciertas obligaciones de la sangre; y como se pudo, guardando los disimulos formales que fueron del caso, se dejaron mandas aquí y allá, que disminuyeron en todo lo que la ley consentía la herencia de Emma. No fue esto lo peor, sino que, previa consulta del mismo director espiritual, D. Diego había hecho antes subrepticiamente muchas enajenaciones inter vivos, a que, muy a su pesar, le obligó el miedo al escándalo, que era su gran virtud, según se ha dicho. En suma, Emma se vio con bastante menos caudal que su padre, pero ella apenas lo supo casi, porque la daban jaqueca los papeles, síncopes los números y grima la letra de los curiales. Allá el tío, decía siempre que se trataba de intereses. Ella no entendía de nada más que de gastar. Bien hubiera querido D. Juan Nepomuceno, antes curador de Emma y actual mayordomo, sacudir todas las moscas que en forma de parientes zumbaban alrededor del mermado panal de la herencia; mas no era esto hacedero, porque el entrañable cariño que a los Valcárcel pretéritos y presentes y futuros había cobrado la sobrina, exigía que la hospitalidad más generosa acogiera a todos los suyos. D. Juan tuvo que contentarse con ser el único administrador de aquella prodigalidad gentílica, pero no llegó su influencia a evitar el despilfarro, ni siquiera a conseguir que redundara sólo en provecho propio la generosidad excesiva de su antigua pupila.

Emma, que tuvo un mal parto, salió de una crisis de la vida lisiada de las entrañas, con el estómago muy débil, y perdió carnes y ocultó prematuras arrugas. Mas no podía esconder un brillo frío y siniestro de la mirada, antipático como él solo; en aquel brillo y en la expresión repulsiva que le acompañaba, se había convertido el misterioso fulgor de aquellos ojos que habían cantado, a la guitarra, varios parientes de la enfermucha mujer, nerviosa, irascible. De aquellos parientes, enamorados los más en secreto tiempo atrás, cada cual según su temperamento, hizo su corte Emma, que cada día despreciaba más a su marido, a quien sólo estimaba como físico, y sentía más vivo el cariño por los de su raza.

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«¿Pero cómo reclamar aquel dinero por cuyo préstamo su ídolo le había llamado galantuomo?». Por cierto que, cuando podía discurrir con alguna tranquilidad, Bonifacio extrañaba un poco dos cosas: primera, pensaba que Serafina estuviese enterada del favorcillo hecho a Mochi, a Julio, se decía él; segunda, que ella hubiera dado a un servicio tan insignificante tanto valor. «¿Habrá sido un pretexto para provocar mi declaración? Eso debe de haber sido». Las cavilaciones de Reyes en este punto no pasaron de ahí.

A los ocho días de la declaración, cuando Julio se atrevió a pedirle dinero otra vez a Bonifacio, los amores de este con la Gorgheggi no habían pasado de los deliciosos preliminares que, por culpa del carácter del varón que en ellos tenía interés, amenazaban prolongarse indefinidamente.

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