Tascá Skromeda

Tascá Skromeda
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Описание книги

Creadora de atmósferas y de lenguas, los monólogos alucinados de Marina Closs se construyen a partir de una mirada y un tono de los que no se puede dudar un instante. Son voces que sedimentan las bases de un mundo cerrado, donde si algo no sobra es el oxígeno. En Tascá Skromeda, su nueva novela, Closs construye un pueblo atravesado por el desencanto y la angustia, en el que sus habitantes enriedan anécdotas simples, luminosas, violentas. Olga, una puta experimentada narra su vida junto a Sultana, la madama, y la Boba, en el prostíbulo del pueblo. Un día una niña que viene de otro tiempo golpea la puerta, es una renacida que aparece empujada por su memoria y busca respuestas. Ezequiel, un niño que anhela alejarse del pueblo robando cigarrillos y aprendiendo a tocar el acordeón. Pero la fuerza gravitatoria del pueblo es la devastación y más allá de sus límites empieza el reino del bandido Joao Bicudo. Tascá cierra la trilogía enlazando con su presencia los distintos paisajes que atraviesa la novela. Un abusador atormentado por un secreto que solo se acerca a las lágrimas al fantasear con las atrocidades que no llegó a cometer. Closs refuerza un nuevo paradigma para la desolación en la narrativa argentina, con una voz potentísima y de una intensidad sobrenatural. Las voces de sus personajes son presencias fantasmáticas que nos susurran al oído.

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Marina Closs. Tascá Skromeda

TASCÁ SKROMEDA. Marina Closs

Creadora de atmósferas y de lenguas, los monólogos alucinados de Marina Closs se construyen a partir de una mirada y un tono de los que no se puede dudar un instante. Son voces que sedimentan las bases de un mundo cerrado, donde si algo no sobra es el oxígeno. En Tascá Skromeda, su nueva novela, Closs construye un pueblo atravesado por el desencanto y la angustia, en el que sus habitantes enriedan anécdotas simples, luminosas, violentas

Olga

Se levanta el sol. Se percibe el sol entre las tablas. Se despierta el hambre. La voz en la garganta gruñe. Se levanta el sol. Parece un borracho tiritando, entre las nubes. Un borracho sin querer, de los que tienen vergüenza de volver a su casa

La luz era el alcohol, ya no existe. El sol era el borracho

Nos cerraron el negocio. Eran no más que las tres de la mañana. Ser una de las que estaban vestidas me hirió. No pude trabajar. Apenas vino uno, en toda la noche, a sacarme un zapato. Después se retiró, como si no le interesase nada más. Me cuidé que no llevase mi zapato. Estaba viejo, pero, ese día, limpio. Yo sabía la historia de una a la que acostaron para robarle un par de sandalias

Me acerqué a sufrir con Sultana, que no había trabajado tampoco

Me agradecieron. Hicieron como que no me miraban las piernas. Sultana miró, enverdecida, hacia mí. Pero yo era una mujer mayor. No se animaba a darme golpes

Así, sin medias, con la casa clausurada y Sultana mordiéndose el labio y maldiciendo, yo me fui a dormir. Dejé que entrara el frío por una ventana. Me gustaba el frío fuerte, para dormir. La cama con olor a hombre

Uno, dos, tres, cuatro. En el diecisiete, la Boba estaba durmiendo. Acerqué mi mano y la puse sobre el rostro de su cuerpo embalsamado

Me levanté. Sol borracho. La voz gruñe. El cielo es una casa de prostitutas. La Boba duerme como bajo una máscara. Boca arriba. Con los brazos y las piernas equidistantes. Geométricamente alejados

Debajo del helecho, Sultana tenía arcadas y escupía en la galería sus harapos de saliva negra

Nosotras ya pensábamos que la tos convulsa era, de por sí, una enfermedad contagiosa que entraba al mundo por medio de la Boba

Esa misma mañana, fui designada por Sultana y por las otras para llevar a la Boba a hacerse sus curaciones

Yo amaba a la Boba. La amaba porque era la única de nosotras que no me daba lástima. En ella había algo superador. Algo arrebatado y tosco, que no se quejaba. Yo veía en ella un ejemplo y una fuerza. Un talento para seguir

Ayer, por suerte, ella había terminado su trabajo cuando la policía estaba llegando. Se vistió lo más rápido y dejó que otra se ocupara de sacar de la casa a su cliente. Ella empezó a respirar, hizo los ejercicios de cerrar los ojos. De taparse los ojos con la mano. Se quedó sentada en donde estaba, para no tener que caminar con los ojos tapados. Las chicas que peleaban por la media le pasaron por al lado, calladas, porque todo el mundo le tenía respeto y sabía que el ruido fuerte a la Boba le podía generar un ataque. Cuando ella abrió los ojos, ya se había ido la policía. Pero vino hasta mí y no podía expresarse. Yo vi que se había mordido mucho la lengua y que, adentro de la boca, la saliva se le había ensangrentado

—Dame plata -le dije a Sultana—. Por si tengo que comprarle remedios

Agarré a la Boba por el borde de la manga del saco y me la llevé como a una nena

En una conversación, la Boba me había dicho que quería comprar un zapato como el que yo llevaba

Todas las veces que me hablaba, me decía por mi nombre: Olga. Tenía miedo de dos cosas, de la policía y de Tascá Skromeda. Pero Tascá ni siquiera la tenía vista. No la diferenciaba de las otras

Yo amaba a la Boba como a una hermana. Tenía también una hermana. Pero no la veía hacía tiempo. De todas maneras, mi hermana era completamente otra cosa. Hacía tiempo que había entrado a la policía. Había estudiado muchos años, para llegar a ser una oficiala. Sabía hacer cuentas, escribir, leer… De chica, por sus buenas notas, había conseguido que una señora rica le diese plata. Ella siempre me decía que lo que le gustaba era tener, para ella sola, un arma. Para estar tranquila de que había conseguido tener un arma, hacía cualquier cosa. Estudiaba, hacía cuentas, perseguía a los ladrones

La Boba iba, al lado mío, abrazada a la altura del codo, espantándose la luz del rostro como si se tratase de una gran mosca. Cuando tosía, yo le señalaba el suelo, para que no se intimidase y escupiera

En el hospital, esperamos las dos abrazadas a que nos llamasen

El médico examinó a la Boba, le escuchó el corazón y la espalda, para ver si alcanzaba desde allá el sonido de los pulmones. Se quedó un rato concentrado…

Nos dieron los papelitos con los remedios y nos mandaron a que pasásemos a la sala en la que la Boba podía sentarse a escupir su catarro

—¿Estás bien? —le pregunté, cuando salió

Volvimos a la casa y Sultana estaba mirando el televisor. Nos dijo:

—Olga ¿pudiste agarrar una media?

La tarjeta misma parecía un casamiento. Toda ella una ocasión, en sí. Tenía una hermosa textura. No tenía olor. No tenía foto

Y bien, Sultana no me dijo que no, pero se quedó frente al televisor, consultando unas facturas y haciendo cálculos con los dedos. Escuché que en el fondo alguien se tapaba la boca y escupía en la mano un catarro. Pero no quise pensar que era otra. Traté de creer que era la Boba, para no tener que empezar a preocuparme

La casa se había arreglado para los clientes que venían a comprar alcohol y a bailar con nosotras de noche. Era de tardecita. Otra vez, nos habían habilitado. Prendimos el foco de arriba, que significaba que ya abríamos, para los que tuviesen que trabajar después. No encontré manera, en toda la tarde, de robar una media. Todas las chicas las tenían guardadas, como si fuesen joyas, en sus cajones

Cuando volví a salir a la sala, la chica a la que le había evitado el parto estaba bailando con uno que la besaba. Sultana y yo habíamos colocado por toda la sala algunas lucecitas. En la penumbra colorida bailaban los clientes, como si no estuviesen ansiosos. La oscuridad les daba miedo, porque nuestra casa parecía muy pobre y muy sucia, y era difícil no ver un rincón oscuro sin imaginarse inmediatamente algo malo

Me quedé junto a Sultana, mirando a las que bailaban y escuchando a las que hacían el amor en otro cuarto. Cuando el carnicero llegó, se dirigió inmediatamente hacia Sultana. Jugaron a bailar, los dos entre las parejas de jóvenes. Ella lo empujaba para un lado, como pidiéndole que no la moleste, que no nos hiciese enemistarnos entre nosotras. Él insistía, se reía y bailaba. Hasta que de pronto, desaparecieron los dos en el pasillo de los cuartos

El carnicero tenía fama de ser de buen carácter. Llegaba a serruchar trescientos kilos de carne al día. En la vida íntima, era dulce. Lo querían hasta sus mujeres

Uno, dos, tres… En el diecisiete, se durmió la Boba

A las tres de la mañana, volvió a haber problemas. Esta vez, no era la policía. Era Tascá Skromeda, que miraba a las prostitutas por la ventana. Sultana mandó a cerrar todo y se paró en la puerta, para sostenerla

La Boba saltaba en su cama

La noche con Tascá fue horrible e hice que desapareciera entera de mi cabeza. Él era lo peor del mundo, pero pagaba cuanto tenía que pagar, nunca jugaba a regatearnos ni nos rechazaba. Quería, solamente, hacernos sufrir a nosotros lo que él había sufrido. Pero no quería ofendernos ni robarnos. Golpearnos a todas en donde a él le dolía. Después, nos dejaba la plata y se iba, apaciguado

Si me golpeó, yo grité. Si me dolió, yo mordí. Si me caí bajo él, yo escupí sobre sus pies y me quedé acostada. En la habitación en que los dos estábamos, se escuchaban las toses venir desde todos los lados. Habría que gastar una fortuna en medicamentos. La epidemia ya estaba. Yo hacía las cuentas y pedía a Tascá que no contara a nadie lo que iba a pagarme. Si él contaba, Sultana podía llegar a pedirme la mitad, y la mitad de mucha plata es, de por sí, mucha plata. Mi susto fue muy grande cuando él se fue y yo me quedé en la habitación a oscuras, dolorida y con mi montón de monedas en las manos

Cuando Sultana se asomó a preguntar cuánto había pagado, yo estaba contraída, en el borde de la cama, haciéndome la dormida, para no tener que compartir con ella. En los cuartos, la tos parecía un desamor. Un hombre salió para decir que la mujer que había pagado estaba enferma. Prefería no contagiarse, quería otra vez la plata

Esa noche, no me preocupé por la Boba. Ella era grande. Tarde o temprano, iba a tener que acostumbrarse a sobrevivir sola. Me quedé dormida, entre la sensación intensa de dolor y la sensación sutil de haber ganado esas monedas. Estaba feliz y trataba de no moverme, para no golpearme con alguna cosa y terminar agrandando mis moretones. Me puse la plata adentro de la bombacha. Me cerré como un erizo y dormí hasta el otro día, quieta como si fuera yo misma el colchón y la sábana

En la mañana, sentí una suave murmullo y era la Boba que, como yo no fui esa noche a dormir con ella, había venido a acostarse conmigo a la mañana. Me puso uno de sus pies entre mis pies. Me tocó el cabello negro y grueso. Me soltó el cabello y me puso la mano en el cuello. Agarró la otra mano y buscó si podía tocarme el ombligo. Así como estaba, se quedó dormida, contra mi espalda

—¡Olga! —llamó Sultana desde afuera— Vení que está pasando una cosa rara

En la galería, Sultana estaba conversando con una nena pelirroja

—Olga, ya no queda otra opción —me dijo Sultana—. Mientras las jovencitas estén con la tos convulsa, nosotras vamos a tener que hacer algo. Ofrezcámonos de empleadas de limpieza. A veces, incluso, se gana mejor

Una vez que nos hicimos la clientela, Sultana y yo comenzamos el nuevo trabajo. Hacíamos la limpieza ocasional en un restaurante y en una casa. Con Sultana, las dos en un equipo. Las dos, buscándonos carroña:

La Boba ya estaba recuperada. Pidió para ver sus cerámicas. Sultana le dijo que había tirado todo, porque era ridículo llenar la casa de un montón de barro

Pero nosotras trabajábamos también con mucho odio. Volvíamos a casa, las dos siempre peleándonos:

—Sultana —le dije en secreto—. Me acordé de la que pudo haber sido Reencarnación en su vida pasada. ¿Te acordás de la chica bonita que se llamaba Alia? Estuvo en la casa, primero se fue y después se murió. ¿Te acordás que la mató el amante? ¡y se fue con Pedro Boni!

El maquillaje de una prostituta se hace siempre de noche. La luz del día apena y confunde, la luz de la luna es, ella misma, una clemencia. La que se mira en el espejo ve su cara como acomodada. A esa cara que ve de noche, el maquillaje se le agrega con una alegría estrafalaria. Se pone una línea azul alrededor de un ojo. En el labio, se pinta de negro, nadie pide más el rojo

En el prostíbulo, todo el mundo se estaba curando. Salieron maquilladas esa noche las más jóvenes. Gordas sirenas bailando. Las lucecitas les ponían las mejillas de colores. Las flacas pasaron al frente y se sirvieron en sus vasos un vino artesanal barato. Una se paró en la puerta y parecía un cartel. Una razón para entrar sin pensar por qué. Yo me oculté, la que estaba parada en la puerta se fumó, sin moverse, un cigarro. La luna recién se estaba haciendo. Todavía era imposible bailar, por el calor. Me fui a ver si podía robar una media. Hoy parecía un buen día. Todo el mundo estaba sano, saliendo a trabajar, ajetreado. La Boba apareció desnuda en la puerta del baño y me rugió:

¿Qué tenía que hacer yo? Me quedé mirando la luz consoladora que entraba por el tragaluz del baño. Tengo que hacer una cosa, me dije a mí misma, y me acordé de pronto: ¡Ah! ¡Tengo que ir a robar la media!

¡El del auto fúnebre! ¿Cuánto tiempo sin ni siquiera soñarlo? ¿Esta quizá fuese la última vez que lo iba a ver? Tenía una mujer. No amaba a nadie. A mí, seguramente, tampoco. Pero me era fiel, por simpatía

Nos vamos. Veo la amplia luz de foco. El saltamontes que estoy a punto de pisar me mira. El hombre me abre la puerta para que yo entre al auto. El auto fúnebre. Nunca anduve así, en otro auto con ventana automática, con tapizado cremoso y con el más profundo olor a cuero. La gente que nos ve pasar por la calle, hace respetuosamente la señal de la cruz

Cuando yo me muriese, me decía a mí misma, no creía que nadie pagara para que me llevaran en ese auto. Era un lujo que yo únicamente iba a tener en vida: ir hasta el cementerio así. Quería hacer las cosas en orden, aprovechar esta noche lo que solo esta vez me sería posible

Me callé. No dije nada. ¿Qué iba a decir, si en parte, era cierto? Y además, ni que yo se lo dijera muchas veces, y él así entendiera algo. No había más nada que hablar. Ahora, era él quien estaba sufriendo

—Olga -me decía él, a la mañana. Me daba muchas vueltas, me besaba. Yo me pintaba los labios, para aparecer prolija ante la gente de la calle. Pero él me volvía a despintar. No quería dejarme en la casa. Decía que me iba a pagar por 24 horas

Nos bajamos a comprar en el bazar más lejano. Yo me sentía contenta de que, desde el prostíbulo, nadie pudiera venir caminando hasta una tienda de teteras como esa. Las opciones eran pocas, pero hermosísimas. Yo quería llevar las tazas de un juego con la azucarera y tetera de otro

Pensaba todo el tiempo en la tetera, y en lo que podía llegar a pensar de ella mi hermana

—Volvé cuando quieras -le dije, desde afuera. Tampoco era cuestión de amasar un rencor y perder así un cliente

Bajé enfrente de la casa y, por como estaban las ventanas de cerradas y la puerta de entornada, supe que adentro había algún asunto raro. Antes de abrir, me quedé espiando. Vi que todas las muchachas hacían un círculo alrededor de Sultana

Mientras ellas hacían sus bolsos, me quedé con Sultana, inconsciente y violeta, pero respirando sobre la madera del suelo. Le hice masajes en el cuello y en el pecho. Aún no se despertaba, pero yo no tenía ni una duda de que, tarde o temprano, iba a querer vengarse de todas las que la tumbaron

Vi salir a cuatro de las jovencitas de la casa con sus camperas de jean y sus mochilas cargadas. Una se había puesto, en el pelo, una vincha. Se iban quizá a fundar otro prostíbulo, quizá a vivir del trabajo de otra, quizá a que las vuelvan a explotar

Dos de las más jóvenes vinieron a decirme que, a pesar de que tenían, cada una, su motivo, cuando todas comenzaron a golpear contra Sultana, ellas prefirieron primero esperar, y al final, se acercaron a pegarle, pero realmente muy poco. Me preguntaban si podían pedirle disculpas y quedarse

Yo no sabía si era una trampa, pero solo podía obedecer. Me levanté para ver si la Boba necesitaba ayuda para volver a bajar de donde se había metido. Estaba encima del armario, había entrado en una especie de grieta

Fuimos frente al sillón de descanso de Sultana y ella puso en mute la tele:

—Lo que te hace mejor que yo, Olguita, es que vos no te hacés odiar. Tenés siempre una buena voluntad, predisposición para entender a todos. Eso te evita los problemas que yo tengo. Imaginate que la Reencarnación, al fin y al cabo, se había olvidado de que el aborto se lo hiciste vos…

—¡Olga! —la Boba iba conmigo a la terminal de colectivos, para despacharme. Ella se había ofrecido para llevar el regalo con su caja. Caminaba, impaciente. Parecía preocupada—. Vos decís que si una todo el día piensa en alguien, todo el día tiene el pensamiento de que hace el amor con alguien… ¿puede quedarse embarazada?

Ezequiel

Un gran viento se llevó por el aire la ropa que mi abuela había colgado. Salí y un pañuelo hacía círculos en el aire. Un gran viento tomó mi cabello, me apretó entre sus dedos, estiró de mí

En un gran viento, yo soltaría mi cabeza en el cielo, querría ser la ropa que ahora sube, para salir volando

En la galería, la abuela está lavando el cabello de mi hermana en una palangana. Un cabello largo que se ata a sí mismo pero, en el jabón, se aplasta. Tampoco quiero ver cómo mi hermana mira abiertamente a nada. Cómo, mientras le lavan el cabello, ella se olvida de que existe y mira absolutamente a nada. Mi abuela lo aplasta y lo limpia. Su pelo vuelve a pararse con la espuma. Creo que vuelve a vivir. Yo, en cambio, me asfixio, me alejo un poco de ellas. Mi abuela empuja la espuma en el agua de la palangana. Se levanta el pelo de mi hermana. Yo me tuerzo y me sacudo. El agua salpica y me alejo

Empujo el portón cariado de madera y salgo. Nadie me pregunta a dónde. Nadie me pregunta a qué. Un pañuelo en el aire y todo el corazón comienza a andar; entre las costillas, comienza a elevarse. Pasa de ser una cosa que pesa, a ser una cosa que late

Cuando salgo, empiezo a correr. Voy por la calle, buscando en el aire la ropa que se aleja. Más doloroso que abrazar un cuerpo que se quema es abrazar un cuerpo que se va volando. Ahora, una vez más, corro. Juego a que salto sobre las sombras. Llego hasta detrás de la casa y veo una mujer. Está con una niña y juntan nuestra ropa, en medio de una nube de polvo

Solo llevo a casa una remera. El resto cuelga de los brazos de las dos ladronas

Salgo otra vez, a volar en el medio del viento. Cada vez que puedo, de un lugar a otro, suelto mi cabeza y me voy volando. ¿Es necesario que llegue rápido? No. ¿Es necesario que corra, cayendo, golpeando el suelo con mis pies? No. ¿Es necesario que pase un minuto corriendo? Sí. Es necesario que el suelo sea breve y me tome y me suelte, una y otra vez, muy ligero

Ahora, salí del viento del paisaje entre las plantas, me alejé de mi casa y entré corriendo por una calle. Encontré, abierta y clara, la casa de las prostitutas. Ellas son la cosa fea de esta cuadra. Mi abuela se queja: dice que huele todo el barrio a esa miseria de ahí. Una de las mujeres está mirando inmóvil en la niebla. Tres niños fumando un cigarrillo esperan en el frente: humo lila, saliendo lentamente de sus bocas

Recibo, otra vez, el aire. ¿Qué hace falta? Nada. En el humo del cigarrillo, no me voy girando, no me voy corriendo. No tengo para qué ocultarme. Que entre el humo y se apodere de mí. Que entre y yo pronto lo escupo. En el humo, bajo rodando mi cabeza

Ese es el humo, en la mañana de la niebla aún pesada. Empiezo a mirar por la calle. Veo a la gente en sus casas. Ya no corro más. Mientras fumo, soy un hombre. Yo también tengo una familia. La tía y el papá. Mi hermana, cuyo pelo es largo. Mi abuela, cuya mano es blanca, arrugada, áspera y espaciosa. Mis perros, que no sienten nada. Miran del mismo modo al cielo que al infierno

–¡Ezequiel! Ezequiel

Terminamos el cigarrillo, arrepentidos. Miro para arriba y vibro. Siento que mi corazón es una bolsa de plástico. Mi cuerpo va en el viento como una bolsa. Gira para un lado cuando se llena. Gira para el otro, cuando se vacía

Me levanto, digo sí y recibo otra vez, en el mundo, la mañana. Ahí vamos, dos bolsas de plástico, en el viento arremolinados, enredándonos en todas partes. Yo y Silvana nos acercamos al portón. A la verja de alambre que produce nuestra separación de los perros

El perro tiene un ojo de luna celeste y el otro verdoso. Sé la raza, digo:

Otro gran siberiano pasa con la cola levantada, como la rama alta de una planta sagrada. Blancos pelos lacios y viento pasando

–¿Qué hacemos ahora?

–Abuela, Silvana otra vez está haciendo… –yo voy a contarle

La abuela llama, y mi hermana dice que no quiere entrar y que va a comer allá en el fondo, sola

La abuela, a la noche, sentada en su cama, se hunde y renace. Detrás de una horrible máscara, los ojos se le alargan; en la nube de humo: se le vuelven rosas

Salimos, primero, los dos, con mi hermana. Pero la abuela la espanta:

¿Hay algo más horrible que una mujer en su cama? Parece una sábana usada. Algo un poco arrugado y a medias despierto

Me voy corriendo, para no seguir espiándolas. ¿Por qué no entro? Yo me quedo apartado. Hago con la mano y la cabeza la señal de no querer. La mujer me llama. Hago la señal de la cruz para copiar a Silvana y la mujer lo acepta, pero se decepciona

Quiero ya llevar el cigarrillo que consigo hasta la mano de mi abuela

Allá a donde está la enredadera. La casita encerrada en el barro. Allá vive la Gorínich

Pasamos por el té, que desprende luciérnagas, que suelta luz y polvo

–¿Por el monte? –pregunta Silvana

Cuando salimos del monte, llegamos a nuestra casa y, para terminar la tarde, nos subimos al techo. Allá arriba, nos quedamos un rato sentados. Prendemos un cigarrillo. Contenemos la respiración. Miramos alrededor de aquellas casas. El té, allá, latiendo azul. El cerro fresco en la bruma. Los hombres que alzan en el aire sus hachas y miran cómo las ramas de la yerba caen

Arriba del techo, nos contamos las historias que nos interesan: más de una de ellas, acerca de João Bicudo

Mi hermana mira los perros desde arriba del techo y pregunta:

Después, si no está tan oscuro todavía, nos levantamos y caminamos por encima de los techos de vecinos hasta entrada la noche:

Hay un acordeón en la casa, que vino en un barco, en un gran día de viento

Yo y Silvana volvemos del techo con los oídos parados

–¡João Bicudo mató una costurera! –viene gritando a la mañana siguiente Silvana– ¡Le arrancó el corazón! Cuando él tenía ya casi el corazón en la mano, ella estiró la cabeza y le pegó un mordisco. Antes de morirse, ella le arrancó un botón. Hicieron la autopsia, ¡Le sacaron de la boca el botón de la camisa de João Bicudo!

Me iba, otra vez en el viento de otro día, que levantaba las hojas y todo lo empujaba. Esperaba encontrar en mi camino un cigarrillo. Pero lo encontré a él. Tascá, un hombre grande, como arrugado de viento. Arrugado, no de viejo, sino de pobre. Pintado tostado de sol, con una camisa pequeña, con un agujero en la nuca

Mi profesor al principio me odia. Y sin embargo, yo aprendo y él se me queda mirando. Antes, yo era un niño débil. No era ni humo ni aire. Ahora, soy un niño ágil. Nos podemos quedar los dos sentados juntos, en el mariposerío de la música. Él me da una instrucción y yo voy probando. Pruebo hasta que, de pronto, respiro y soslayo. Aprendo. Primero, envuelvo la música. Después, la recibo como un don. Cuando yo suelto el acordeón, sigo vibrando, tengo los dedos buscando, los brazos abriéndose, para aprenderlo

Mientras yo toco en casa y practico, Silvana se queda fumando sentada y sueña con montar un perro. Piensa siempre en los dos siberianos. La abuela nos vigila desde el corredor. Todas las tardes, los dos agarramos la última fuerza que nos queda y nos vamos a caminar por los techos. Silvana fuma un cigarrillo sola y dice que le gusta espiar a todos desde lo alto

Además de la abuela, viene a vernos también una tía cercana. La abuela quiere que yo le muestre cómo toco, a ver si ella me mete en una banda. La tía se queda contenta con mi música. Manda, en cambio, a Silvana a lavarse inmediatamente la cabeza

Otra noche, viene mi papá. Viene y dice que va a quedarse en la casa dos noches. Duerme dos días enteros. A la noche, se va a caminar. Duerme, se va a caminar y luego, otra vez, sale de viaje

–Vengo martes de la otra semana. Adiós. –se va mi papá

–¿Es verdad que anda dando vueltas João Bicudo?¬ –preguntamos a la abuela

Cuando hablo con Tascá sobre João Bicudo, él alza la cabeza y me escucha, pero no me dice nada. Cuando hablo sobre Silvana, él baja la cabeza y se queda pensando. Yo creo que él piensa en cómo podría venir a sacármela. Pienso que va a venir a la noche a buscar a Silvana. Me preparo para que me mate

Voy a buscarlo, cuando él sale de las prostitutas a la mañana. Le llevo algo estudiado, aprendido, para mostrarle. Me siento en el piso con el instrumento, para que él pueda oír

–Bien. –me dice. Me regala un cigarrillo

Bueno, nuestra vida con Silvana es también amable. Ella me invita a su casita al fondo del gallinero. Todas las gallinas la siguen. Están bajo su mando. También está el perro grande y flaco. La persigue a todas partes, aunque ella quisiera que mejor la llevara a caballo:

Trágico. Los dos esperamos algún suceso trágico. Algo horrendo, que los adultos no se animen a decirnos

Ella está cansada, empachada de esa pollera. Me dice que quiere ponerse un pantalón y convertirse en hombre:

Me empuja y me voy. Dejo que el aire me bambolee para un lado. Que el viento me arrastre para el otro. Prendo mi cigarrillo en el fondo del patio y vigilo que la abuela no aparezca. Contra el viento, escupo mi humo negro de emoción. Son las siete de la tarde. El sol amenaza con caer y vuelve lila el mundo. Yo veo pasar a un flaco, inocente, desgarbado. Solo humo:

Subo al techo y me siento a mirar solo. ¿Dónde estará João Bicudo? Miro agotadoramente los techos de las casas y de los galpones. En lo de las prostitutas, imposible. Ahí está, todo el día, la policía. Parecen moscas. Ellas los echan por la mañana, y por la noche, ya vuelven

–Un día te voy a llevar a las prostitutas. –me dijo

Me siento a la noche, cuando no puedo dormir y quisiera tocar hasta cansarme. El sonido se me mete en el ombligo, me vibra todo entero en el estómago. De pronto, la abuela me grita, desde su cuarto:

A la mañana siguiente, estamos aún en el aire. Yo y Silvana vamos caminando. Ella lleva una gallina y la sigue un perro. Jugamos por el barrio a buscar la guarida de João Bicudo. Mandamos a averiguar a una gallina. El perro se queda con nosotros. Las gallinas son siempre inescrupulosas. Las vemos pasar bajo un árbol y nos da risa, porque entran a todos lados como si fueran las dueñas

Como no encontramos a João Bicudo, seguimos paseando. La casa de las prostitutas nos atrae. Siempre están de fiesta, reparten su música. El frente de madera se está quedando gris. Unas flores amarillas grandes asoman abiertas desde las sombras

–Yo quiero pasar. –dice Silvana

Yo agarro a Silvana de la mano. Ella suelta la gallina. Me empuja la mano. Y pasa

Me quedo con la gallina, esperándola. Vigilando y mordiendo un pedazo de pan. Silvana sale a los cinco minutos, saltando y revolviendo por el aire un paquetito:

Nos vamos, con nuestra gallina, nuestro perro y nuestro atado. Antes de dormir, nos subimos un rato a los techos, para desperezarnos. Silvana se sienta y busca todavía a lo lejos. Yo sé, por la cara que pone, que ella sigue pensando en encontrar a alguien..

Yo no quiero ver más a mi tía, así que me voy. Estoy harto de que todo el tiempo salga y entre. Le digo a la abuela que si se larga la tormenta, me quedo en lo de Tascá Skromeda

Puro acordeón, llorando. Yo me voy solo hasta la casa de Tascá Skromeda. Voy por debajo de una nube de tormenta. Siento el viento más ríspido y peor

Tascá está, a la luz de la luna, sentado. Frío y pálido, como un extraño. Está triste. Lo saludo y acomodo. Dejo de mirar aquella casa que no puedo creer, y le muestro lo que fui aprendiendo. Afuera, mientras yo toco, comienza a llover. El viento entra por la ventana, lento como un abuelo

Puro acordeón llorando. Tascá busca, para acompañarme, su instrumento. Parece una fiesta, cuando va a empezar. Los dos, en la casa podrida, apretamos el acordeón como si fuera nuestro mal. Yo no quiero tener que volver a mi casa. Ahora me siento mejor

Duermo en lo de mi profesor esa noche, en una manta. Pero cuando vuelvo a mi casa, a la mañana, la abuela anda por la calle, gritando:

¿Dónde se fue Silvana? Sobre un perro siberiano. Se ofreció para trabajar en la casa de un rico. A los nueve años, tosió humo y se independizó

Pienso que una cosa no puede ser: Silvana salió de la casa de las prostitutas con indiferencia. Está en otra cosa, en otro lado. Fue seguro a buscar algo que le hiciera bien

Voy entonces a la casa de los siberianos. Largas colas blancas de pelos sujetos. Están los dos jugueteando por el patio, así que mi hermana no se los llevó

Vuelvo a la casa y la abuela llora encerrada en su cama. La tía la culpa a ella y yo las culpo a ambas. Hasta que llega el papá y me culpa a mí, que yo le había dado los cigarrillos a su nena

Estoy aterrado. Me da temor que ahora las gallinas huelan y el papá descubra dónde escondí los cigarros. Voy a la noche a buscar los paquetes, cavo un pozo en el jardín y los entierro. Enterrándolos, prendo uno y fumo. Todo está húmedo. Todo se cae en gotas y está desvaneciéndose

Entro a la casa otra vez y noto cómo todo el mundo está llorando. En la habitación de la abuela, todavía se oye el llanterío por mi hermana. Yo le toco la puerta y ella se queda callada. Hace como que no quiere verme

Llega la segunda mañana que Silvana no está y todos nos volvemos más torpes. ¿Qué es lo que quería, yéndose? ¿Por qué no me esperó para escapar?

Me empujan afuera de la casa y me mandan:

En el gallinero murmuran los gallos negros que antes la animaban. Voy a mirar allá. Quiero estar un rato en su casita. Entro, me acomodo. Todas las cosas están en su lugar

–Estoy arrepentido. –me confieso ante los gallos– Yo dejé sola a Silvana. La abuela la molestaba, pero ahora, escuchen cómo llora. También el papá… ¿escucharon cómo me pegaba por un cigarrillo que ella misma me sacó de la boca? ¿Qué va a pasar con estas cosas si Silvana no vuelve?

Destruyo todo. La rabia que me da, solo se compara con el nuevo sentimiento de quietud y libertad. Cuando termino de romper, me siento en el piso tranquilo y lloro. No tengo tampoco esperanza. Veo dos gallinas con las patas enredadas en dos largos mechones de cabello

Ya destruí todo. Así, si ahora mi hermana vuelve, que llore también un poco

De pronto, escucho una voz que me llama. Escucho cómo, en su habitación, la abuela hace fuerza. Pero se acuesta otra vez, y ya no se levanta más. Las gallinas que estaban batallando con el pelo entre sus patas, lo desmenuzan y vuelven a caminar

Veo: mucha gente rodeándola, los vecinos, todos unidos. Silvana está en el medio, vergonzosa y asustada. La gente no la trae, sino que la viene siguiendo. Algunos, cuando ella pasa, le tocan la cabeza con respeto. Otros la dejan caminar adelante:

Así, mi hermana vuelve con nosotros, en un gran murmullo de gente caminando. Justo cuando yo terminaba de romper su casita. Ella llega, entre la gente que, como nosotros, no se anima a preguntarle a dónde fue. La tía, confundida incluso, se muerde la lengua para no sucumbir

Tascá

¿Hace falta hablar? No quiero. Prefiero que no me escuche nadie. El que me escucha pierde la esperanza. Soy el sin remedio. Yo soy aquel que hace daño por bruto y que, al tratar de sanar, lastima más fuerte, por torpe

Soy el peor de todos, Tascá el enamorado

Mi amor empezó en un prostíbulo. Quería a una mujer. Ella se llamaba Alia. Había escapado de una familia pobre que quería volver a Rusia. A su país, en donde no había comida, se caían los edificios, se oía la casa vecina explotar. La familia quería volver, pero no así mi Alia

—No quiero volver —le dijo a un hombre

Ese fue su principio, el momento en el que se extinguió su belleza. La vida entera le ajó la cara. Le apareció una cosa fea, debajo de las cejas. En la forma de la boca, algo le empezó a sobresalir. La boca se le llenó de asco, se le cayó una muela

Yo era un niño y ella era una muchacha. Prefería la prostitución, como algunos prefieren fumar el humo hasta el estómago. Alia era un abandono. Yo era un niño, hijo de un vecino. Había aprendido una sola cosa en la historia y era: a tocar el acordeón. En ese momento, yo tocaba mi acordeón para Alionka. Mientras la miraba irse, por la ventana, ella se alejaba y yo sentía por ella un profundo respeto. Así, Alia se iba, con alegría, pero sin futuro. Con alegría, pero sin ritual. Lo mismo, la salida de Alia es alegría, porque no la espera un barco, sino una casa de putas. Una vida festiva. Una habitación, un cansancio

Yo me enamoré de ella cuando la vi salirse de su casa. Cuando intentó de puta y no le gustó: su boca fue volviéndose más fea. Yo la visitaba. Le llevaba cualquier cosa: frutillas. Era su vecino. Cuando vino Pedro Boni y la salvó del prostíbulo, ¡qué felicidad para los dos! ¡Qué felicidad, para mí y para Alia!

Muy menuda, Alia pareció para siempre una niña. De manera que yo era un niño y me imaginaba que ella era para mí solo. Cuando yo tocaba el acordeón, me imaginaba visitándola en el prostíbulo. Yo le pedía si me hacía el favor de dejarme ayudarle a salir de su ropa. Si quería acostarse conmigo. Pero ella me decía:

Cuando Alia se mudó con Pedro Boni, yo seguí yendo a su casa. Conversábamos en ruso, mezclábamos con portugués. Ella me enseñaba a atarle collares. No me dejaba tocarle la ropa:

Ella me miraba a los ojos y me ataba sus collares. Yo me miraba en un espejo:

A veces se quedaba pensando y comenzaba a contarme las cosas que le habían pasado:

—Alia, ¿y si un día yo mato a Pedro Boni?

La casa de Pedro Boni era amplia. A Alia le hacía gracia invitarme a entrar por la ventana, como si yo fuera su amante. Yo le traía una flor arrancada, o algunas cuantas frutillas que había juntado. Ella me estiraba por la ventana, me hacía sentar sobre su cama, mientras hablaba en ruso y me mostraba sus cosas, hasta que Pedro Boni nos encontraba. Entraba a la casa y decía:

Eso fue después. Era un hombre alto y pobre. Ella lo quería porque decía que él era valiente

A mí, que aún no era yo, el peor. Un nadie. Que iba con Alionka hasta la casa del otro, o mandaba buscar al hombre para que viniera a la suya y ahí hacía para ambos mi trabajo de campana

Yo no fui al principio capaz, me daba vergüenza ver a Alionka. Más tarde, me animé y quise mirar. No sé qué habrá pensado ella, pero desde entonces, yo ya no la amaba. No la respetaba, desde que ella me mostraba lo que hacía. Estaba tumbado en mi cama, o sujetando entre los brazos mi acordeón y se me aparecía en la memoria Alionka, pero ya no hermosa, discreta y barata, sino gritando cosas y subiéndose arriba del otro

Por orgullo, yo un día dejé de ir. Ella no me mandó a buscar, también por orgullo. Sabía que, en el fondo, el amor por ella me había arruinado

El amor lo apretaba. Ese es el principio de mi historia con Pedro Boni

Alionka murió porque era sucia. Yo sufrí porque la amaba. A Alionka amamos tres: Pedro Boni, yo, y el otro. Yo era Tascá, el injusto. El que no fue a mirar, el que ahora, cuando escucha a alguien llorar, se ilusiona, se detiene, se ahoga: se queda, para oír cómo

Siempre siento amor por escuchar alguien llorando. Me gusta mirarlo, quedarme a escucharlo quebrarse. Me gusta que odien. Lo mismo que disfruto cuando sufre una mujer. Cuando alguien grita debajo de mí. Cuando alguien está atrapado. Cuando alguien sufre, yo siento un amor muy profundo. El mayor amor que siento es bruto. Continuar, hasta que me rueguen

Al principio, me gustaba acercarme a las muchachas tristes

Tascá, aún llevo arriba mío mi acordeón. Tengo una mujer y un poco más de plata. Después de perder a Alionka, Pedro Boni me adoptó. Cuando abro el brazo, el acordeón respira lento, como un animal. Se puede sentir como un pecho agrandado. El acordeón comienza a hablar. Después, cuando lo cierro, él resopla rápido, es un sonido de odio:

¿Hace falta hablar? No creo. No quiero hablar, me aguanto. Si me tengo que callar, me muerdo el labio, no me gusta tener que confiar en nadie

Soy injusto. Cuando me quedo así, mirando a todos y estirando el acordeón, abriéndolo como si fuera de carne, dejándolo transformarse en otra cosa: una memoria, un abrazo… siento una concentración profunda y un amor intenso. Hasta, por un minuto, mientras estoy tocando, me olvido de volver a abrir los ojos

Cuando toco el acordeón, me llevo a cada rato un vaso a los labios. Suelto en mí el alcohol. Cuando bebo alcohol, estoy como nunca. Soy dueño de mí. Puedo empujar en mí la sangre. Puedo hacer bailar en mí el alcohol. Grito algo, amenazo a alguien. Si hay una mujer, la invito a que baile. Le digo:

En el medio de la música, se me acerca de pronto un nene chiquitito y flaco. Dice que él quiere empezar a tocar un acordeón que encontró en el armario de su abuelo

Tascá, me dicen, “ahijado”. No me llevan preso, cuando caigo. Yo me llevo a las putas de la fiesta, a rastras. Siempre quiero abrazarlas, cuando ellas cierran los ojos. Mi mujer me deja para existir. Soy Tascá, el peor de todos

Abandono al fin esa casa de putas porque pienso en mi mujer: allá mismo, peinada, vestida de señora. Pero cuando voy para mi casa, también hay, para mí, su odio:

¿Qué es lo que tiene ella, que no tiene nadie? Yo soy quien tiene en su casa a una mujer muy buena

Hacía poco tiempo que nos habíamos casado. Nos conocíamos de años. La primera noche que vivimos, ella estaba como ausente. Dijo que todavía no quería ser mi mujer. Se me escapó una y otra vez, durante esa noche

Pobrecita. Busqué la manera esa noche y la próxima: de que tenga conmigo algo que entregarme. Me gustó cómo gritó. Después ella vino, lastimada como estaba y me ató en la cama. Me pegó con una vara:

Después de esa vez, ella se fue de la casa un tiempo. Mi esposa: la que se lavaba el cabello. La que limpiaba la ropa como si le tuviera cariño; yo adivinaba en la ropa sucia ahora algo mío. Sufría de que ella ya no la estuviese lavando

Y por otro lado, ahí estaba cada vez más cerca de mí, andaba por ahí, mirando todo, aquí y allá, aquel niño

Mi mujer pidió para volver a mi casa a las pocas semanas. Me dijo:

¡Qué triste! Ella me abrazaba como a un loco:

Por aquel tiempo, agarré de puro achispado una vez a mi mujer, que estaba trapeando, la empujé suavemente contra un árbol y la besé. Me dijo:

El bebé. No podía imaginarme nada. No sentía amor, por ahora. Ni asco. Las prostitutas ya habían escuchado que iba a aparecer. Me cerraron casi todas sus persianas. Me dijeron que estaban muy borrachas o dormidas. Solo una abrió un cuartito del rincón y me sacó sin cariño la camisa, porque, dijo: le hacía falta plata

Al terminar, el soltar era lo más asqueroso. Quedaba su cuerpo resbaloso como un alga, desalmado como un pedazo de hielo. Con rabia, yo pagaba lo que había que pagar

Cuando salía, escuchaba que las putas me decían por la ventana:

Aparte de mi mujer, también venía a la casa el niño. Aprendía lo que había que aprender. Llegaba a un lugar y no tenía saludo. Se sentaba debajo de su instrumento. No me avisaba que iba a venir ni yo le insistía ni le invitaba. Él tenía algo como yo. Me buscaba, por armónico:

—¡No podés! —le tildé por la cara—. Andate a tu casa. Acá no hay lugar

A las pocas horas, abrió para pedirme:

Cuando el bebé salió del cuerpo, con los brazos y las piernas cruzados, no era mucho más grande que mi mano. Estaba rojo, por el dolor de su madre. Lloraba por el dolor de su madre, gritó por primera vez

—Me das asco, me das asco —me decía ella cuando yo iba a sentirme, a abrazarme a sus restos

Después de lo del hijo, yo había tenido que lavar por ella las cosas. La colcha sobre la que ella paría. Ni siquiera así, ella había querido quedarse. Tenía miedo de mí, no quería tener que aguantarme

Mi mujer se fue otra vez con el bebé en sus brazos, y solo el niño del acordeón venía cada tanto a visitarme. Me seguía con los ojos, por toda la casa. Toda la mirada se le había abierto

El niño me agarró el machete de la mano:

Sentí en mi pecho un apretón de cariño. Me quedé más amable. Él siguió jugando con el machete en el aire

Esa noche, el acordeón se fue pesado sobre su hombro. Era verdad lo que él decía del machete. Para jugar, le habían dado también un acordeón de hombre. Se le escapaba del regazo. Tenía que alzar el mentón sobre el fuelle, para poder mirarme

Era verdad. Yo no tenía ningún sabor de nada. Me quedé ese día tocándolas y sufriendo

—A nosotras nos gusta escucharte —me dijo una prostituta—. Nos hace acordar a las cosas que también nos pasan

—Alionka era mi primer amor. Fue una buena prostituta, hasta que se enamoró. Alionka siempre fue feliz. Le gustaba ser feliz, entonces podía sentarse, hacer las cosas más horribles, más tediosas y ser feliz, como si no le importase. No había un peligro grande. No había revólver ni explosiones. En ese tiempo, si mataban a alguien, era con arma blanca. Había mala distribución de revólveres y balas. Todo era escapar o cortarse. A otra cosa, casi no había que tenerle miedo

Alionka era mi promesa. Solo miraba a las otras, para imaginarme estar con ella. Veía la cara y las manos de ella, en el cuerpo de las otras. En los hombres, no veía a nadie. Solo tenía ojos para no ver

¿Qué es lo que me gustaba de ir así, a la casa de ella? Que yo podía frotarme adentro de su ropa. Que yo, adentro de sus anillos, la sentía acercándose. Que algún día iba a juntar la plata, y Alionka me iba a invitar a dormir

—No hables más, me da asco —dijo una prostituta

Andaba loco por el pueblo Pedro Boni. “¡Ah!”, iba diciendo: “Se me murió la mujer. ¿Qué hago? ¡Mi mujer, Alionka!”

Cuando me vio a mí por la calle, parado junto a un árbol, me agarró del cuello de la camisa y me tiró el sombrero al suelo:

—No sé nada. No sé nada. –intenté mentir, gimiendo

Ah, yo no podía hablar. Tascá Skromeda ya no hablaba

—Se sacó el pantalón y me ardió. Me ardió

—No la vi! ¡Ella dijo que me quedara en la ventana!

Mi amor más grande, Alionka. Ahora yo sabía cómo. Pedro Boni no sabía matar. Pero podía dejar a alguien talado contra el suelo

A mí también me dejó sin vida un hombre. Me dolió hasta el centro de la vida, mi pensamiento no estaba en lo que él me había ajado. Ya nunca tuve la fuerza para olvidar. Me quedé asfixiado contra él. Me daba mucha rabia mi cuerpo tirado, viviendo contra el suelo. Me levanté, cuando él ya no decía nada. En mi casa, cuando entré, mordí a mí mismo y a mi madre. Me daba mucha rabia lo que él me había vuelto: un pensamiento traidor, no como el resto. Un pensamiento que no era inmaterial, sino como una mano dura, una mano dura que venía hasta mí y me apretaba

Mordí a mi mamá. Llené su brazo blanco de arañazos

—No puedo hablar más

Ahora, estoy dormido. En el sueño, ando caminando por el monte. Pura telaraña. Llego a un lugar en el que están los árboles, junto a un tajamar quieto que parece un pozo de oscuridad latiendo

Me callé y la miré. Esto era lo que había sucedido: ella vino a decirme que nuestro amor ya estaba hecho

Había estado dormido un buen rato, cuando de pronto el ruido de la mosca verde volvió a zumbar junto a mi oreja y a despertarme. La mujer de pelo negro y tieso estaba tibia y acostada a mi lado. Sentí cómo el pelo se le achataba y luego se le paraba. En la manera en que su pelo se erizaba, se podía sentir que el sueño de ella era aún muy tenue

Toda la casa está oscura, la madera pesa oscura. Un escarabajo camina por la almohada. Toda la cascada de las cosas, a oscuras, se defiende. Yo estoy en una silla, sentado. Ya no salgo. No tengo ninguna razón de salir

Hasta las prostitutas me cierran sus puertas. Dicen que una de ellas tiene una pesadilla en la que llora, mientras yo aparezco y la ahorco. Estoy todo el día mirando en la ventana, cualquier cosa, hasta caer dormido. Toco el acordeón. Las lluvias llevaron por delante la pared. Yo corrí mi silla a un lado, para no seguir mojándome los pies en un charco. A la pared tumbada, se le suman las goteras. Todas, cosas misteriosas. Ya solo recibo una visita: el niño que llega con su acordeón, que me mira, inclinado, imparcial, inocente

Cuando entra a mi casa, en un día de lluvia, se queda parado, mirando hacia el techo y jugando debajo de las goteras

Estiro una mano hacia él y tengo como si fuera todos los sentidos mutados. Cuando lo logre agarrar, lo inmovilizaré. Si no entiende lo que hago, no va a darse cuenta de todo lo que va a doler. Se va a reír

Ahora: siento que mi mano se queda parada. Es como si estuviese atrapada en un charco. El viento a mi alrededor me hace impreciso y lento. Veo algas. Me miro mi mano parada y me veo como si fuera una mano blanca y fina, de mujer

Miro hacia él, lloro más fuerte y resisto. Así es, miro la tranquilidad de él y resisto. Miro mi mano y pienso en Alia, y lloro. No sé qué decir

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Closs refuerza un nuevo paradigma para la desolación en la narrativa argentina, con una voz potentísima y de una intensidad sobrenatural. Las voces de sus personajes son presencias fantasmáticas que nos susurran al oído.

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Closs refuerza un nuevo paradigma para la desolación en la narrativa argentina, con una voz potentísima y de una intensidad sobrenatural. Las voces de sus personajes son presencias fantasmáticas que nos susurran al oído.

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