Matador
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Mario Kempes. Matador
Отрывок из книги
A mi familia
Poco a poco, todos los jugadores regresamos a un camarín donde se respiraban alegría y seriedad. Los abrazos y felicitaciones eran cálidos aunque moderados, casi respetuosos. No se había disparado el éxtasis que suele desbordar a los campeones. Todavía no caíamos en el momento que estábamos viviendo. Había terminado el partido, habíamos ganado, sentíamos la algarabía que agitaba las paredes del Monumental pero no éramos conscientes de lo que habíamos conseguido. Flotábamos sobre una nube. Quizá, si nos hubiéramos quedado un ratito más en la cancha celebrando con la gente en las tribunas, algo que en la Argentina es imposible, tal vez nos habríamos dado cuenta antes. Habíamos consumado un éxito que nunca había logrado una selección albiceleste, un triunfo de «la nuestra» basado, esencialmente, en futbolistas de clubes argentinos. El único jugador que había llegado desde el exterior era yo.
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En esa época me enganché con el cigarrillo. Mi viejo tenía tres camiones y, ese verano, una de las parejas de choferes me invitó a acompañarlos a Jujuy, a recoger una carga que luego debía llevarse a Buenos Aires. Ni bien el vehículo se puso en marcha, el copiloto me dijo: «Tenés que fumar». Paramos a cargar combustible en la estación de servicio que estaba a las afueras de Bell Ville y ahí nomás compré mi primer paquete de cigarrillos. Caí como un tonto. No paré hasta el 2014, cuando me operaron para destaparme varias arterias coronarias. Al principio, fumaba uno o dos cigarrillos por semana a escondidas de mi padre. En esa época, lo más perjudicial, además de la tos horrible que me afectaba, hubiera sido un castañazo del viejo. Ese vicio me acompañó casi toda la vida. Durante mi etapa como futbolista profesional, a cada entrenador que tuve yo mismo le avisé que fumaba y le ofrecí que decidiera si durante las concentraciones podía prender un cigarrillo en la mesa, después de comer, o hacerlo en privado dentro de mi habitación.
Con 16 años, más estilizado tras haber pegado el primer «estirón», pasé a jugar de «diez», según la antigua disposición táctica 4-3-3, por sugerencia del técnico de Bell, Fidel Montemartín. En mi estreno en la máxima categoría de la Liga Bellvillense, el torneo de 1971 salimos campeones. Teníamos un equipazo coronado con un 9 muy particular: un veterano zaguero central, Eduardo Fernández, capitán del equipo, a quien el técnico Montemartín pasó al ataque porque se estaba haciendo veterano y le costaba cubrir las espaldas de sus compañeros, en especial las de los marcadores de punta.
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