Tijeras al viento

Tijeras al viento
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Описание книги

Los suburbios son sinónimo de desesperanza, frío y soledad, sin embargo, nada está más lejos de la realidad de Emilio. Introduciéndonos en su difícil infancia, «Milo» narrará la gran importancia que posee el cálido núcleo familiar a la hora de sobrellevar las más crudas vivencias cotidianas, desde la impotencia de vivir en un campamento marginal, hasta la falta de comida en la mesa por tener paupérrimos recursos. Los eventos desafortunados, la falta de oportunidades y el miedo a la desolación pueden nublar el horizonte, pero incluso si el sufrimiento empapa nuestro presente, todo aspecto negativo trae consigo más de una sorpresa en el inexorable destino que nos depara el curso del tiempo.

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Mario Llantén Osorio. Tijeras al viento

TIJERAS AL VIENTO

Mario Llantén Osorio

A Angélica Soto Saravia. y a mi querida hermana. Claudia Elena Llantén O

ÍNDICE

Capítulo I: Su pelo, una parva de trigo a pleno sol. No era la primera vez que salíamos muy temprano con la Eli. “Encendiéndose las primeras luces del alba”, como acostumbraba a decir la mamita Gema. Solo que, en esta ocasión, algunas rarezas en el comportamiento de mi madre marcaban la diferencia. Por ejemplo, antes de salir de la casa, justo cuando me peinaba en el baño y podía ver su linda y blanca carita reflejada entre las fisuras del espejo adosado a un botiquín de madera —que tampoco estaba en las mejores condiciones—, supe que algo le pasaba. Sus encantadores ojos celestes, cada vez que parpadeaban, se veían inundados no por esa humedad natural que reflejamos todos los seres vivos, sino que se trataba más bien de esa lenta cristalización que luego se convierte en lágrimas acumuladas al borde de los párpados, como esperando que algún espasmo o imprevista emoción las haga resbalar suavemente por las mejillas

Capítulo II: Ya todo está decidido. Apenas pudo organizar el trayecto del viaje en su mente y reforzarlo en voz alta, la Eli dejó una pequeña cartera sobre la mesa. Se sentó más tranquila y decidida, aparentemente. La mamita Gema, que ya había servido los tres jarros con un exquisito té de hojas y canela, se acomodó también y le dirigió algunas palabras

Capítulo III: Poder femenino. Mientras dábamos los últimos sorbos a ese delicioso té con canela, la Eli me miraba de reojo con su cara algo más descongestionada. Volvía a ver esa luz en su rostro que surgía tan natural y vívida. Me hacía pensar en que cualquier cosa que hiciera esa mañana la haría con convicción y plenamente decidida, pues es una mujer de armas tomar; aprendió a serlo con el paso de los años. Así lo reconocía cada tanto y siempre que se proponía algo nuevo. Maduró encarando los inescrutables embates que la vida le obligó a enfrentar sin opciones

Capítulo IV: Le prometí riquezas… La Eli no representa la edad cronológica que tiene, parece de veinte o menos. Un día cualquiera dejó olvidado su carnet encima de la cama y recién ahí pude conocer el número exacto, pues le cargaba hablar de eso y no entendía por qué. Bueno, después comprendí que es incómodo para las mujeres revelar la cuenta de sus años, simplemente porque representa parte de la coquetería y el ego femenino

Capítulo V: Ni huraños ni polleru’os. La Eli era una buena madre. Me regaloneaba cuando podía con algún presente, casi siempre golosinas o chicles de menta, nuevos o usados que a veces sacaba de su boca e introducía a la mía con un movimiento bien rápido si me pillaba desprevenido. Era solo una manera de romper la monotonía del momento y juguetear un rato, porque yo también hacía lo mismo y tampoco le molestaba, aunque últimamente, cuando expresaba alguna muestra de asco o desagrado, me decía con voz dulce y tímida: “No creo que ahora me tengas asco. Yo que te parí, que te tuve dentro de la guatita”. Lo expresaba con cariño, más otras cosas relacionadas con la maternidad y la crianza; esa fórmula de amor y biología que se explica de forma tan natural en boca de las madres. En esas instancias de afecto, la Eli solía acurrucarme en su regazo. De repente me soltaba para asignarme alguna tarea o mandado para no fundirme. El tiempo empleado para darnos ese cariño y amor mutuo siempre era el exacto y nos dejaba plenos

Capítulo VI: Todos tenemos un ángel protector. Antes de que la mamita Gema le fuera a insistir sobre si estaba segura de hacer su diligencia, la Eli tomó mi mano y la pasó por debajo de su brazo a la altura de su codo. Me miró por un corto instante con esos ojos celestes tan hermosos como dos aguamarinas, y levantó un poco la cabeza como si fuera a implorar a su ángel protector. La mamita Gema decía que todos tienen uno, pero la mirada transparente de mi madre dejaba ver otras cosas, como la ominosa evocación de los años idos. Pude estimar por primera vez cuánto podía decirnos el pasado de cada persona sin siquiera abrir la boca, ese tiempo que nos hace ser lo que somos y que con tanta facilidad podemos leer en los demás sin hacer una sola pregunta

Capítulo VII: Una cita impostergable. Después de dejar a la mamita Gema sentada, pelando y cortando papas a orillas de un brasero, cuyos carbones todavía chirreaban ante la candencia de las brasas que se mantuvieron encendidas toda la noche, nos dispusimos a salir con la Eli, no sin antes revisar que todo estuviera bien seguro; no queríamos que fuese a ocurrir una desgracia como ya había sucedido en el campamento. Por lo general, eran tragedias asociadas a incendios o graves quemaduras en niños y niñas, causadas por inflamación de cocinillas a parafina o caídas en braseros incandescentes

Capítulo VIII: Su belleza ahora es más intensa. No alcanzamos a estar una hora en ese lugar, pero me pareció eterno. Salir de allí fue tan necesario como el despertar de una pesadilla donde mi madre y yo éramos los protagonistas. Afuera resoplaban tímidas ráfagas de un viento helado que arrastraba por toda la vereda montones de hojas lánguidas de humedad. Caminamos al menos diez minutos sin hablar, pues lo único que hice fue entregarle la cartera y también el destartalado paraguas que apenas nos cubría de las primeras gotas de lluvia que ya se dejaban caer desde un cielo cargado de densas nubes grises, tal como los vellones del chal de la mamita Gema

Capítulo IX: Algo cambió en mí para siempre. Lo primero que hicimos luego de saludar con mucho cariño a la mamita Gema, fue quitarnos la ropa saturada de agua y salpicada de barro. Para entonces la tetera se hacía sentir con su aullido inconfundible, mientras que en otra más pequeña reposaba el té con sus hojas remojadas en la hornalla de la cocinilla, perfumando el lugar e invitándonos a degustarlo a la brevedad

Capítulo X: La radio, una inseparable compañera. Creo haber despertado a eso de las ocho de la mañana. El frío era el principal motivo para acostarnos temprano en tiempos de invierno y también para levantarnos más tarde. Estaba pensando en que debía avivar las brasas para calentarnos y lograr que las tablas de la rancha pudiesen liberar la mayor cantidad de humedad posible, cuando un grito desgarrador de la Eli, del otro lado de mi dormitorio, sacudió mi gélido despertar

Capítulo XI: Allanamiento militar. Mientras nos servíamos desayuno, la Eli escribía en una hoja de cuaderno una pequeña lista de productos que escaseaban en la casa. Se veía más repuesta y, a pesar de lo raro que era verla sin su hermosa cabellera rubia cayéndole por los hombros, sabíamos que sería transitorio. De todos modos, en ningún caso su nuevo aspecto la afeaba, muy por el contrario, le otorgaba un aire más distinguido

Capítulo XII: Segua Saravia, no te olvidaremos. Pese a que la mañana de ese viernes el campamento estuvo alborotado por la presencia no grata de carabineros y militares, a eso de las cuatro o cinco de la tarde las cosas habían vuelto a la normalidad para la tranquilidad de todos nuestros vecinos y vecinas

Capitulo XIII: La Sonora Palacios versus Bill Haley y sus Cometas. Si hay algo que cambia el ánimo a los trabajadores y sus familias en Chile son las quincenas y los fines de mes, y pienso que a personas de otras latitudes del mundo les ocurre lo mismo

Capítulo XIV: La Rocío entra en mi corazón. Poco antes del mediodía, la Rocío vino hasta la casa para hacerme una invitación: quería que la acompañara a donde un tío que le tenía ofrecido un regalo, pero no sabía muy bien de qué se trataba. Su familiar vivía casi a una hora del campamento, así que Rocío, quien era muy inteligente y pensaba en todo, previamente se había conseguido una bicicleta con un vecino para estar de vuelta en casa antes del almuerzo, tal como la Eli nos advirtió

Capítulo XV: Una llamada trae esperanzas. Tal y como venía ocurriendo, el liceo se encontraba tomado por mis compañeros y profesores, rodeados —esta vez— por un fuerte contingente de carabineros y juanitas que impedían la entrada y salida de cualquier persona, así que mi única opción fue devolverme apenas comenzaba el día

Capítulo XVI: Don Ernesto, un gran hombre y académico. El resto de ese día se nos fue veloz, pues cada uno tenía intranquilidad matizada en ansias que parecían augurar cosas buenas. La Eli se esmeró en dejar listo nuestro mejor vestuario para esa reunión, y aunque mis prendas más formales eran de mi uniforme escolar, eso no me acomplejaba, al contrario, el solo hecho de lograr un perfecto nudo triangular en mi corbatín azul me hacía sentir importante, distinguido

Capítulo XVII: La mamita Gema parte a la eternidad. Como era de esperar, la Eli aceptó sin ningún reparo la propuesta de trabajo ofrecida, pudiendo organizar el tiempo a su entera disposición como había sido acordado, de tal manera que, con suma rapidez, determinó tres días a la semana para cumplir con sus labores. Cada vez que podía me acercaba hasta la casa de Don Ernesto para acompañarla y realizar a voluntad propia la mantención de su jardín y uno que otro asunto para luego regresar juntos a casa, no sin antes ocuparme de mis tareas del liceo. Para ello contaba con todos los textos de la biblioteca personal del dueño de casa, los que podía ocupar solo con el compromiso del buen cuidado de sus “joyas”, como solía llamar a sus libros

Capítulo XVIII: Despedida con homenajes y flores. Los restos mortales de mi abuela fueron sepultados al medio día de un martes en pleno invierno. Hacía frío y llovía, pero el clima no fue obstáculo ni excusa, pues un sinnúmero de vecinos le acompañaron hasta su última morada

Capítulo XIX: Una propuesta de amor. La Eli regresó a su trabajo una semana después de los funerales, por supuesto, contando con la anuencia de Don Ernesto, con quien mantuvo contacto telefónico en todo momento. No sería fácil recomponer el ánimo quebrantado de mi madre, pero tanto su jefe como yo nos propusimos una firme misión, cada uno con sus estrategias: haríamos que poco a poco volviera a regalarnos su sonrisa y nos llenase nuevamente de esa energía tan propia de su esencia

Capítulo XX: Tijeras al viento. La llegada a nuestra nueva casa fue muy acogedora, pues así se nos hizo sentir en todo momento, cómodos y confiados, como si hubiésemos regresado a nuestro hogar después de una larga y agotadora travesía

Capítulo XXI: Tronar de cañones, torturas y muertes. Los primeros brotes de hojas nuevas en los árboles se dejaban ver entre sus ramas, anunciando el inminente cambio de estación. Otros indicios primaverales eran los multicolores volantines y ñeclas encumbrados por alegres niños y jóvenes en las periferias y descampados comunales, bajo un cielo más prístino, acariciado en las mañanas por una adorable resolana

Capítulo XXII: Ovejas y chacales verde olivo. El lugar de nuestra detención fue el Estadio Chile y tal como me lo aseguró Don Ernesto, fui liberado al tercer día tras ser interrogado entre apremios y vejámenes de toda índole, después de asegurarles que solo era un estudiante de último año de enseñanza media y que no tenía filiación ni ideología política alguna

Capítulo XXIII: Retorno con un beso intacto. Los largos años de exilio en Alemania fueron de dulce y agraz. Lo agradable estuvo dado por el recibimiento y la acogida que nos brindó el pueblo alemán y su gobierno, el que en todo momento se preocupó por darnos la mayor cobertura social y laboral para que nuestra integración fuera rápida y un poco menos traumática

Los últimos recuerdos de la Eli y mi padre detienen mi caminata por algunos minutos, no sé cuántos. Risas infantiles y gritos de alegría me hacen reaccionar y retomar mi tránsito y, aunque mis pasos parecían firmes, siento que todo mi cuerpo tiembla y es recorrido por un calor inusual. Miro la hora en mi reloj y compruebo que tengo un retraso de al menos una hora en mi arribo a Santiago. Pienso que no es demasiado, así que no me inquieto

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En algún momento le pregunté qué ocurría, pero no respondió y siguió pasando la peineta una y otra vez por el mismo lugar. Es verdad que mi cabello no era el más dócil, pero no creía que ese fuera el motivo de aquel reiterativo movimiento sobre mi cabeza. “Algo le preocupa”, pensaba mientras en cada repasar del peine la hundía entre los hombros, buscando disminuir la dolorosa presión que empezaba a lastimarme. La veía angustiada, pero inmutable, como esas pinturas antiguas de vírgenes que cuelgan en las murallas de las iglesias. Aquellas imágenes en mi mente se cancelaban cuando, sin poder evitarlo, lanzaba cortos y agudos gritos de dolor, pues los dientes del cepillo parecían incrustarse como aguzadas espinas en mi cuero cabelludo.

Motivos para estar preocupada, angustiarse o estar triste habían de sobra en la rancha y lejos de ella, pobreza principalmente, muchísima miseria y todo lo que esta incluye.

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La abuela decía que esos colores en la vestimenta debían ser usados en ocasiones especiales, porque dan a las personas un aire distinguido. Mi mamá esta vez no vestiría su clásico blue jean americano, al que poco y nada le iba quedando de su característico tinte azul índigo. Supuse entonces que esta salida tendría un destino importante, incluso que me invitara avivaba mi entusiasmo, porque cada vez que lo hacía, conocía lugares nuevos y me sentía importante, el “hombre de la casa”. Además, siempre muy cariñosa y preocupada, se las ingeniaba para comprarnos algunas cositas: calzoncillos para mí, calcetas para la abuela y algunos dulces de pastelería, como chilenitos o berlines.

Sin embargo, su cara compungida me preocupaba y confundía. También reparé en el hecho de que antes de despertar, se estuvo acicalando por largo rato, como a la abuela y a mí nos gustaba. Así, bien maquillada, ya no se le notaban tanto las dos cicatrices que tenía talladas en su cara, una pequeña pegada a su pómulo izquierdo y la otra más grande surcándole por encima de su ceja, también del mismo lado.

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