Caridad
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Mark Richard. Caridad
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MARK RICHARD, de ascendencia cajún-creole-francesa, nació en Luisiana y pasó buena parte de su infancia en hospitales para niños tullidos. Debido a la deformidad de sus caderas le dijeron que a partir de los treinta estaría condenado a vivir en una silla de ruedas. No fue así. El día que los cumplió le pilló haciendo autostop para mudarse a Nueva York y ser escritor. No lo tuvo fácil. Su padre, un hombre violento e impredecible, les abandonó una noche de borrachera. Sus motivos: la mala tierra, una mujer triste, varios bebés perdidos, un hijo «extraño» y la marcha del general Sherman. A los trece Mark se convirtió en el locutor de radio más joven del país. Abandonó sus estudios, se metió en problemas y se pasó tres años faenando en barcos pesqueros. Fue fotógrafo aéreo, pintor de brocha gorda, camarero e investigador privado. Asistió al taller literario de Gordon Lish, que le compró un gorro de artillero forrado de lana para sobrevivir al duro invierno de Nueva York y le publicó su primer libro de cuentos. El libro se vendió poco, pero después de que la editorial le transmitiera su poca fe, Norman Mailer le entregó el PEN/Hemingway Foundation Award y Barry Hannah le llamó para dar clases en Oxford, Mississippi. Por las noches se acercaba con su perro a la vieja casa de Faulkner y se asomaba a las ventanas esperando ver fantasmas. Un día, al volver de su paseo, se encontró a Larry Brown sentado en la mesa de la cocina, fumando y bebiéndose su bourbon. En el Sur nadie cierra la puerta de atrás. Al verle, Larry simplemente le dijo: «Hey». Actualmente vive en Los Ángeles con su mujer y sus tres hijos. El día de su boda se dio cuenta de que había conocido a todos sus amigos en bares. Es autor de dos colecciones de relatos, una novela y un libro de memorias.
Traducción Tomás Cobos
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Al pensar en el lugar en que la Cabra debería estar aparcada, la piedra con forma de hacha de guerra y cabeza de bebé se calentó hasta que no hubo forma cómoda de mantenerla en la mano.
Resultaba mucho más fácil conservar en la mano la piedra detrás del cobertizo del tejado de chapa, donde no había a la vista nada relacionado con el padre, nada de nada a la vista salvo océanos de maíz que solo se hubieran podido cruzar en un barco. Detrás del cobertizo del tejado de chapa había un montón de piedras de la época en que el dueño de la finca derribó el viejo pozo, y él y su padre tenían otro pacto al respecto, sellado con un apretón de manos, que en este caso establecía que no podía ir nunca a aquel lugar de la finca cubierto con tablones gruesos; había serpientes y el agujero no tenía fondo, y hasta el niño sabía que no tenía fondo porque había tirado palos entre los tablones para provocar a las serpientes y que salieran a la superficie.
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