La mojigata o el encuentro inesperado y otros cuentos
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Marqués de Sade. La mojigata o el encuentro inesperado y otros cuentos
La mojigata o el desencuentro inesperado y otros cuentos
Índice
La serpiente
Agudeza Gascona
El fingimiento feliz (o la ficción afortunada)
El alcahuete castigado
Un obispo en el atolladero
El resucitado
Discurso provenzal
¡Que me engañen siempre así!
Aventura incomprensible pero atestiguada por toda una provincia
El preceptor filósofo
La mojigata o el encuentro inesperado
Emilia de Tourville o la crueldad fraterna
Agustina de Villeblanche o la estratagema del amor
Hágase como se ordena
El presidente burlado
El cornudo de sí mismo o la reconciliación inesperada
Hay sitio para los dos
El marido escarmentado
Отрывок из книги
Todo el mundo conoció a principios de este siglo a la señora presidente de C., una de las mujeres más agradables y bonitas de Dijon, y todos la han visto acariciar y acoger públicamente en su lecho a la serpiente blanca que va a ser la protagonista de esta anécdota.
–Este animal es el mejor amigo que tengo en el mundo –le comentaba un día a una dama extranjera que había ido a verla y que mostraba curiosidad por conocer la razón de las atenciones que la bella presidente prodigaba a su serpiente–. En otro tiempo amé apasionadamente –prosiguió ésta–, a un joven encantador que se vio obligado a alejarse de mí para ir a cosechar laureles; al margen de nuestros encuentros convenidos, él me había pedido que, siguiendo su ejemplo, a unas horas determinadas nos retiráramos cada uno por nuestro lado a algún paraje solitario para no ocuparnos de nada en absoluto más que de nuestra ternura. Un día, a las cinco de la tarde, cuando iba a recogerme en un pequeño pabellón al extremo de mi jardín, para serle fiel en mi promesa, convencida de que ningún animal de esta clase hubiera nunca podido penetrar en el jardín, de pronto descubrí a mis pies a este encantador animalillo, al que, como bien puedes ver, idolatro. Quise huir; la serpiente se tendió delante de mí, parecía pedirme perdón, parecía asegurarme que bien lejos estaba de querer hacerme ningún daño; me paro, la observo; al verme tranquila se acerca, hace cien cabriolas a mis pies, unas más de prisa que las otras; no puedo contenerme y le paso mi mano por encima, con su cabeza la acaricia delicadamente, la cojo y la pongo sobre mis rodillas, se arrebuja en ellas y parece que duerme. Una sensación de inquietud se apodera de mi... De mis ojos se escapan, a pesar mío, unas lágrimas que bañan a este animalillo encantador... Despertada por mi dolor, me mira..., gime..., alza su cabeza hasta mi seno..., lo acaricia y de nuevo se desploma anonadado... ¡Oh, cielos todo se ha acabado; mi amante ha muerto! Abandoné aquel funesto lugar llevando conmigo a esta serpiente, a la que un misterioso sentimiento parece ligarme a pesar mío... Advertencias fatales de una voz desconocida cuyos ecos, señora, puede interpretar como guste, pero ocho días más tarde recibo la noticia de que mi amante había muerto en el preciso instante en que apareció la serpiente; nunca he querido separarme de este animal; sólo a mi muerte me abandonará. Después de aquello me casé, pero con la explícita condición de que no la apartaría de mi lado.
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La respuesta y la broma que le había provocado hicieron reír durante un rato a la corte; se añadieron los cincuenta doblones a la gratificación del hombre, que regresó triunfalmente a su tierra, hizo el elogio de las cenas del señor Colbert, de Versalles y de cómo era allí recompensado el ingenio del Garona.
Vemos aquí pruebas de una amistad y de un agradecimiento que no se prodigan muy a menudo y que, por más que los aparecidos nos espanten, estaremos al menos de acuerdo en que deben hacer que les perdonemos el terror que nos causan a cambio de los motivos que les traen ante nosotros.
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