¿Qué hacemos con Menem?
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Martín Rodriguez. ¿Qué hacemos con Menem?
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Si el menemismo ofreció estabilidad económica y consumo de masas para los incluidos y miseria y desocupación para los excluidos, el fracaso económico del macrismo democratizó de facto el reparto de la torta: mishiadura y crisis para todos. Este hecho generó un desplazamiento del discurso político oficial, de la infraestructura y el gobierno ingenieril a la política de identidad, valores y aspiraciones. Donde el menemismo era todo economía y “cosas”, el macrismo fue todo sueños, utopías, relatos y “mensajes”. Sin Alto Palermos ni Apple Stores que mostrar, el gobierno profundizó su deriva de identity politics. A pesar de esa voluntad iconoclasta, jamás pudo saltar fuera de los límites políticos y simbólicos de su propia clase: pocas veces la historia argentina asistió al espectáculo de una homogeneidad “étnica” semejante. La lista de la mayor parte del funcionariado argentino podía sintetizarse en tres o cuatro variables principales: capitalinos o bonaerenses, provenientes de colegios de élite, hombres de entre 35 y 55 años. Un sector que proyectó su propia insularidad de clase sobre todo el resto de la Argentina, con un devenir que solidificó la impronta afrikáner de su práctica política: representar, pura y exclusivamente, a la “Argentina blanca”. La polarización y la grieta de Estado fueron su lógica consecuencia, en un proceso al que solo le falta para terminar de realizarse el autonomismo geográfico y territorial: florecerán mil Cataluñas.
El evangelismo menemista rechazaba, en cambio, casi por principio, toda esta oda a la segmentación de la segmentación. Su mensaje universal buscaba borrar deliberadamente todos esos límites, y el capitalismo peronista del consumo masivo fue su herramienta para tratar de lograrlo. El fin de la historia de principios de los noventa tuvo su capítulo argentino con una versión vernácula de “fukuyanismo” que no encabezó ningún teórico, sino el propio presidente de la República. Menem no se veía a sí mismo como el mero representante del “subsuelo de la patria sublevada” ni tampoco de los sueños irredentos de la Argentina blanca. Menem se veía a sí mismo como la síntesis posible, un poco en la línea primigenia del propio Perón: un proyecto político mulato y mestizo en el marco de una Argentina poshistórica, que cerraría de una vez por todas su siglo XX corto, como en el resto del mundo. Una “comunidad organizada” por el capitalismo y el libre mercado. La palabra preferida del menemismo: reconciliación. Y el arma preferida utilizada por Menem para su realización: el perdón. El carisma de Menem estaba basado en el perdón; un presidente que tal vez perdonaba porque quería que lo perdonaran a él mismo, en una suerte de lúcida autoconciencia “atorrante”. Porque también Menem mataba, políticamente hablando. Con el “Matador” de Los Fabulosos Cadillacs de fondo en sus actos, Menem parecía citar a Borges: “Sufrir y atormentar se parecen, así como matar y morir. Quien está listo a ser un mártir puede ser también un verdugo, y Torquemada no es otra cosa que el reverso de Cristo”.[5]
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