Casa en venta

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Автор книги: id книги: 1575900     Оценка: 0.0     Голосов: 0     Отзывы, комментарии: 0 362,76 руб.     (3,6$) Читать книгу Купить и скачать книгу Купить бумажную книгу Электронная книга Жанр: Языкознание Правообладатель и/или издательство: Bookwire Дата добавления в каталог КнигаЛит: ISBN: 9788483936603 Скачать фрагмент в формате   fb2   fb2.zip Возрастное ограничение: 0+ Оглавление Отрывок из книги

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Una casa junto al mar está en venta. Por ella desfilan posibles compradores que la visitan, la alaban o reniegan de ella. Sin embargo, no es a ellos a quienes escuchamos, no es al agente inmobiliario al que oímos. Quien siente, quien se emociona, quien reflexiona, quien se confiesa ante nosotros es la propia casa, que desde sus paredes, su suelo y su techo, es piel y latido de todo lo que ocurre.Con una prosa siempre irónica y ácida, que acaricia y corroe simultáneamente, Mercedes Abad ha establecido magistralmente el animismo de un espacio tan complejo como un futuro hogar, testigo de todo aquello que hacemos o dejamos de hacer. La voz de una de nuestras grandes escritoras es ilustrada en esta ocasión por las espléndidas obras de Álvaro Ardévol, autor de un proyecto digital que no dejará indiferente a nadie.

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Mercedes Abad. Casa en venta

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Mercedes Abad

Casa en venta

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Con el tiempo, fatalmente, el dolor fue cediendo. Llegó un día en que descubrí horrorizada que mi recuerdo de Solange se desvanecía y que, por más que siguiera fingiendo indiferencia para cubrir el expediente, las visitas de posibles compradores volvían a ilusionarme. Por aquel entonces ocurrió algo que sería deshonesto dejar de mencionar. Alguien compró un piso en el edificio. Raro era el día en que no resonaban pasos o retumbaban martillazos o ruidos de taladros a medida que ese piso se iba vistiendo con lámparas y estanterías, camas y cabezales, espejos y mamparas. Mi soledad perdió su aura romántica y empecé a sentirme devorada por los celos. Me pasaba el día alerta y en tensión, presa de la envidia, y cada ruido se me clavaba como si fuera una espina. Hasta ese momento había sobrellevado mi vacuidad con bastante estoicismo, pero imaginar a otra, hasta entonces mi igual, decorada con alfombras y cuadros, butacas y mesas, veladores y sofás y plantas de interior me resultó desquiciante. Tenía ataques agudos de nostalgia por todos los enseres que convierten un espacio vacío en un lugar habitable, sobre todo de las plantas, que tanta compañía podían haberme hecho, y cada visita que recibía me llenaba de ansiedad. Dominada por el despecho, procuraba mantenerme impasible ante las exclamaciones de júbilo de mis pretendientes y aunque no podía evitar que algunos me encantaran y otros me repatearan, me engañaba pensando que me daba igual que me compraran o no. En esas estaba, y dentro de mí habían exclamado en castellano y en catalán, en ruso y en portugués, en polaco y en chino, en alemán y en inglés, pero nunca más en francés, cuando una tarde soleada de final de verano, siete años después de que me construyeran, aparecieron ellos. Él, alto, sólido, ancho de hombros, lento y reflexivo, el tipo de persona que piensa antes de actuar. Ella, menuda y dueña de una energía inquieta, veloz como un roedor, el tipo de persona que actúa antes de pensar. Cuando dije que no los recordaba era solo una pose. Más que gustarme como individuos —ella pisaba mis suelos un poco demasiado fuerte y, además, por aquel entonces yo aún me prohibía el menor atisbo de sentimentalidad—, me pareció que se conjugaban muy bien los dos, por un contraste tan extremo que llamaba la atención. Las parejas observadas a lo largo de siete años —la observación psicológica no dejaba de ser mi único entretenimiento— pertenecían a dos tipos: aquellas en las que ambos eran parecidos y de los que siempre sospeché que habían buscado a un igual movidos por la autosatisfacción, y aquellas ante las que era difícil no preguntarse cómo diablos dos personas tan distintas podían estar juntas. Supongo que la primera tipología busca en el otro sus propias virtudes. La segunda, en cambio, debe de preferir no hallar en el otro ninguno de sus defectos. Sea como fuere, ella, de quien al principio pensé que podía ser actriz, prorrumpió en exclamaciones de entusiasmo, quizá algo excesivas para mi gusto, pero debo confesar que me cautivó su lenguaje. No decía: «Qué bonita casa o qué maravilla (que era la palabra que con mayor frecuencia pronunciaban mis pretendientes) o qué preciosidad de vistas», como lo hacía la mayor parte, y tampoco se encalló en el nivel onomatopéyico, sino que enseguida diagnosticó: «Es magnífica», un adjetivo que, por extraño que parezca, nadie me había aplicado aún y que, a pesar de mis esfuerzos por hacerme la indiferente, produjo un agradable cosquilleo en mi maltrecha vanidad. El efecto del «magnífica» aún no se había disipado y yo estaba achispada, burbujeante de placer, cuando me aplicó toda una andanada de adjetivos de la que solo retuve «epustuflante», que no había oído jamás, pero que me sentó como si acabaran de ponerme una condecoración. «Mira qué espléndida luz entra por los ventanales», añadió mientras él, de química menos rápida, me escudriñaba en silencio. «La orientación es infinitamente mejor que la del quinto tercera», prosiguió ella imparable, sin sospechar el ataque de felicidad que esas palabras provocaron en mí. No es que yo sea muy competitiva; solo lo justo, pero encaramarme por encima de un piso más alto, más grande y más caro, me sentó la mar de bien. «Vivir aquí será formidable…». Aquel nuevo adjetivo me impidió prestar atención a lo que vino después. Formidable, magnífica, epustuflante, me repetía, casi mareada de euforia. «El precio desborda nuestras posibilidades», fueron las palabras con que él me hizo bajar de la nube a la que me había subido. Había hablado con cautela, de modo que no supe si estaba siendo sincero, y su sentido de la realidad intentaba ejercer de contrapeso al optimismo de ella, o si era un subterfugio para conseguir que los de la inmobiliaria les rebajaran el precio. Desde luego, me convenía creer que era solo una treta y que podían pagar lo que les pedían por mí. «El otro está descartado, por caro y por la orientación, en eso estoy de acuerdo», siguió diciendo él. «Venderemos el nuestro», lo interrumpió ella. «Pero tardaremos meses y nos quitarán este», volvió a objetar él. A esas alturas, ya no me cabía la menor duda de que siempre era él quien echaba el ancla en tierra y ella quien lo hacía volar hacia la insensatez. «Lo venderemos deprisa; ya me pongo en campaña. Tengo tiempo, puedo hacerlo: aún no ha empezado el curso, verás cómo lo consigo». Ella dijo esas palabras de tal forma, con un tono tan imperioso, casi sin respirar, los ojos centelleantes y una determinación tan firme, que me convenció. Él la miró intensamente; incluso una casa más tonta que yo se habría dado cuenta de que deseaba creerla. Pero adiviné que era uno de esos seres en los que el escepticismo siempre acaba triunfando. Por economía del dolor tal vez, como me sucedía a mí. Ella, en cambio, parecía haber crecido una talla o dos, hasta alcanzar el rango de heroína inmobiliaria, desde que había comprendido la urgencia de vender su piso. Tuve incluso la impresión de que, lejos de arredrarla, la idea de salir vencedora en una empresa difícil le resultaba excitante. Le brillaban los ojos como jamás había visto que le brillasen a nadie. Parecía feliz. Y no era solo lo mucho que yo le había gustado. Acababa de encomendarse una misión y su voluntad no cejaría hasta que la cumpliera. Quería demostrarse —y demostrar— que podía derribar el obstáculo que tenía delante, tal vez porque vivía en la duda permanente con respecto a sí misma. Me di cuenta de que yo confiaba en su capacidad con la mitad de mi corazón; la otra aún libraba una guerra a muerte contra la esperanza.

Cinco días después los Formidables, como yo los había bautizado después de mucho vacilar entre ese apodo y el de los Magníficos o el de los Epustuflantes, se presentaron de nuevo. Era, sin la menor duda, una buena señal, aunque no fuera esa la primera ocasión ni mucho menos en que unos mismos pretendientes regresaban varias veces antes de esfumarse para siempre jamás. Recuerdo que ese día rugía la tormenta: olas de dos metros encabritaban el mar y cubrían de salitre todos mis cristales. Por suerte, no apestaba a cloaca, como a veces sucede cuando hay tempestades. Los dos se quedaron inmóviles y mudos, cogidos durante un buen rato de la barandilla, contemplando las olas en la terraza azotada por un levante feroz. «Esto es impresionante», dijo él. «Casi sobrecogedor», susurró ella tan flojito, o bien el bramido del mar era tan fuerte, que a punto estuve de que se me escapara el elogio. Me sentía tan ávida que habría sido una pena. Además, las alabanzas de aquellos dos me gustaban particularmente. Tenían un don para la adjetivación. «Quien mira el mar lo ve por vez primera, siempre», añadió ella al poco. «¿De quién es?», preguntó él. «Borges», fue la escueta respuesta». «¿Y el de Baudelaire? Ese que te gusta tanto», intervino él. Entonces sucedió algo estremecedor: ella se puso a decir frases que sin duda eran versos en francés, con el mismo acento con que hablaba Solange. Me faltan palabras para dar una idea, aun pálida y borrosa, del tumulto que me agitó. El mar a mi lado era una balsa de aceite. Por segunda vez en mi vida el afecto me traicionaba. Me puse a desear que aquellos dos me compraran con una fuerza monstruosa. De haber podido hacerlo los habría succionado, secuestrado, encerrado dentro de mí sin posibilidad de huir. Los habría tapiado para que jamás pudieran volver a salir al mundo exterior. Eran mi perla y yo, una ostra feroz. Sin embargo, enseguida me di cuenta del peligro que mi propio afecto entrañaba. Por nada del mundo quería hundirme en una nueva decepción. Así que me cerré. Cerré herméticamente las compuertas y ahogué en hielo mi afecto. En lugar de dejarme en paz, regresaron varios días, persistentes como moscas, sin dejarse impresionar por la mayúscula displicencia con que los acogía y trataba de escupirlos como a un hueso de aceituna; ella trajo un día a un hermano ingeniero o arquitecto o promotor inmobiliario, por mí podía dedicarse a remendar zapatos o a pescar atunes. Me hacía la sorda; no quería escucharlos. Mi antídoto contra la esperanza consistía en rememorar fragmentos de la pieza musical con que se despidió Solange. Eso me protegía contra cualquier tentación de volver a soñar.

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