Описание книги
A FINALES DE 1956, LA POLICÍA NEOYORQUINA IBA A CAMBIAR SU METODOLOGÍA PARA SIEMPRE
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PREFACIO
PRÓLOGO. DICIEMBRE DE 1956
1. UN ÁNGEL JUSTICIERO
2. LA BRIGADA DE EXPLOSIVOS
3. MR. THINK
4. LA PSIQUIATRÍA INVERSA
5. POPLAR STREET
6. DESDE LAS CALLES
7. EL PARAMOUNT
8. «Y ESTARÁ ABROCHADO»
9. «MANTÉNGASE AL MARGEN»
10. EL DIRECTOR DEL PERIÓDICO
11. LA TREGUA
12. LOS ARCHIVOS MUERTOS
13. FAIR PLAY
14. EL INTERROGATORIO
15. EL VENGADOR SONRIENTE
16. EL SEÑOR MUERTE
17. EL MATTEAWAN
EPÍLOGO
AGRADECIMIENTOS
ENCARTE
NOTAS
ÍNDICE ANALÍTICO Y DE NOMBRES
Este libro trata de la locura, de una locura cargada con pólvora. En estas páginas habita un criminal en serie con predilección por las bombas, un esquizofrénico paranoide que aterrorizó Nueva York durante un largo y terrible período de la década de 1950. Sus casi tres docenas de artefactos de fabricación casera destinados a estallar en lugares públicos gestaron una cultura del miedo cuarenta años antes de que el terrorismo se convirtiera en una obsesión estadounidense. En él se encarnó todo cuanto había de perturbador en los años que W. H. Auden llamó «la edad de la ansiedad».[1] Por muy crueles que fueran, las dos guerras mundiales del siglo podían llegar a entenderse. El Loco de las Bombas, no. Era como una distorsión onírica del malestar de posguerra: desquiciado, despiadado, perpetuamente oculto entre las sombras de la gran ciudad.
El Loco de las Bombas tenía un legítimo motivo de queja contra un empresario indiferente, pero su resentimiento se transfiguró en una ira que lo corroía por dentro, alimentada por un veneno surgido de un agujero negro psíquico donde la lógica no funciona. Me corrijo: donde la lógica normal no funciona. Los esquizofrénicos se rigen por su propia lógica, que nosotros no comprendemos.
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A los detectives les preocupaba más la perseverancia de F. P. que dónde pusiera las bombas. En los meses siguientes colocó artefactos en la Biblioteca Pública de Nueva York, situada en la Quinta Avenida; en el vestíbulo oeste de la estación Grand Central, y en una cabina telefónica y en el vestíbulo de la sede central de Con Ed. Además, abrió un boquete en un muro de hormigón de la estación de autobuses de la Autoridad Portuaria que llenó el vestíbulo de remolinos de humo en la hora punta. Su ritmo se aceleraba.
La Brigada de Explosivos respondió a cada aviso con total rapidez —de día y de noche—, con una flota de coches patrulla de techo blanco y un viejo furgón Chevrolet verde forrado de paneles de nogal y equipado con el complejo material antiexplosivos creado para la protección de los agentes —y del público— tras la explosión de la Exposición Universal. (Jamás volvería a acercarse un detective a una bomba sin protección, como hicieron Lynch y Socha.) La brigada hizo todo cuanto se le pidió, todo menos efectuar una detención.
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