La última hoja de la margarita
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Nicolás Horbulewicz. La última hoja de la margarita
Sobre este libro
Sobre Nicolás Horbulewicz
Índice
El Troya de la Patagonia
Lo prometido es deuda
El casamiento de Juana
El beneficio de la duda
La leyenda de la Cordillera del Viento
La frutilla del postre
La venganza será terrible
Un atardecer en el Himalaya
Отрывок из книги
Todo ser humano, inexorablemente, ha tenido que enfrentar alguna vez un momento en el que su vida cambió de repente. Claro que notar ese giro en el mismo instante en que se transita suele ser privilegio de unos pocos, ya que la gran mayoría suele dejarse llevar por las aguas de una corriente que nos amontona y nos aliena. Como si el destino fuera algo inevitable que se somete al dictamen de los pétalos de una flor.
La nostalgia, el humor y el deseo juegan sus propios papeles en estas ocho historias, en las que el amor funciona como punto de partida, pero también forma parte del todo. A través de diferentes enfoques y estilos narrativos, Nicolás Horbulewicz nos sumerge en un océano de amores imposibles, platónicos, excéntricos, no correspondidos, predestinados y, quizás, los mejores de todos: los impensados.
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El día de la carrera armamos una caravana con varios autos, pasamos a buscar al Narigón en la camioneta del padre de Ponce y lo llevamos en la caja para que escuchara el vitoreo del público. Antes de ir para Neuquén dimos una vuelta por el centro de Cipo y el aliento de la gente fue maravilloso. El Narigón levantaba los brazos y hacía poses de fisicoculturista, mostraba los dientes como un perro rabioso, se sentía un guerrero entrando a Roma. Ya en el puente la euforia de la gente amainó, y al cruzar a Neuquén padecimos las primeras hostilidades que se fueron acrecentando a medida que avanzábamos por la ruta 22. Doblamos en el cruce con Olascoaga y ahí subimos por la Avenida Argentina hasta el Monumento a San Martín, que era el punto de partida del circuito.
La Municipalidad debió haber previsto el gentío y cortado las calles, pero la realidad es que como era un domingo por la mañana la cantidad de autos no era demasiada. Los neuquinos le habían ofrecido a un estudiante de locución oficiar como maestro de ceremonias y al parecer el muchacho se había tomado todo muy en serio, llevando un micrófono y un amplificador. Cuando el Narigón se bajó de la camioneta, el locutor lo presentó y el abucheo de los cientos de personas allí presentes le ganó por lejos a los aplausos: éramos claramente visitantes. Los cipoleños lo rodeamos y fuimos abriéndole paso entre la muchedumbre al grito de: “Y ya lo ve, y ya lo ve, el que no salta, es de Neuquén”. Cuando llegamos a la largada, Wolf ya estaba allí, acompañado por sus secuaces y por Catalina Martinesse. Su bici era último modelo, vestía calzas, remera de running y lentes. Parecía un deportista de elite. Hasta casco tenía. El Narigón había ido así nomás, con una musculosa blanca y hasta creo que usaba el mismo pantaloncito pedorro del día del partido.
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