Escribiendo por el mundo
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Noelia Truffa. Escribiendo por el mundo
Recorrido
Prefacio
La precuela
Crónica de un almuerzo en Selçuk
Otras pequeñas cosas que pasaron en Turquía
Gözleme de espinaca y queso feta
M y M (macrodecisiones y Madrid)
Córdoba, colección de novedades
Córdoba y la lluvia
Housesitting, crónica de novatos
Los pueblos de La Alpujarra
El pueblo de Bérchules
El pueblo de Lanjarón
Un pueblo marrón, para variar
Lo que el housesitting nos dejó
Gazpacho andaluz
Tetuán, la bienvenida a África
Volver a la adolescencia en Fez
Expectativa versus realidad
Bañarse en la casa de Njema (y en Marruecos)
Ramadán, relato de un día de ayuno
El cruce de la cordillera Atlas
Ouarzazate, una parada técnica
Marruecos y el trabajo voluntario. Antecedente 1: Chefchaouen
Antecedente 2: el que murió antes de empezar
Tagounite, la tercera es la vencida
Pan batbout
¿Por qué fuimos a Inglaterra?
Crónica de una escala en Londres
Otras pequeñas cosas que pasaron en Londres
Torta banoffee
Housesitting florentino
Voluntariado en Villa Minozzo
Reggio Emilia y la vuelta a las raíces. La expectativa: un campo minado de dudas
La realidad
El día D
Herencia partisana
Malfatti
Zagreb, la primera cachetada balcánica
Otras pequeñas cosas que pasaron en Croacia
Makovnjaca
RIP trabajo voluntario
Otras pequeñas cosas que pasaron en Montenegro
Ajvar
Pristina, imaginario versus realidad
Housesitting kosovar
Lo que Pristina nos dejó
Tespishte
Skopie, el último orejón del tarro
Otras pequeñas cosas que pasaron en Skopie
Zelnik de papa y cebolla
Un housesitting en el campo búlgaro
La previa
La llegada
Bañarse en Kromidovo
El entorno
Algunas cosas buenas de Kromidovo
Plovdiv y las fronteras gastronómicas
Volver a Kromidovo
Sarma
Atenas desde el piso 14
Lefkada, la isla donde se paró el mundo
Spanakorizo
Berlín, el viaje dentro de la quietud
Un viaje offline
Pretzels
Epílogo
Agradecimientos
Sobre este libro
Отрывок из книги
Noelia Truffa
Escribiendo por el mundo
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Nuestro primer trabajo voluntario avanzaba viento en popa. El horario era muy flexible y lo podíamos acomodar como quisiéramos, siempre que cumpliéramos con las quince horas semanales acordadas. El inicio y fin de la jornada era respetado por nosotros y por Carola con puntualidad estricta. Una vez que el trabajo del día estaba terminado, éramos libres de hacer lo que quisiéramos hasta el siguiente día laboral. Esa enorme cantidad de tiempo libre nos permitió recorrer la ciudad de arriba abajo más veces que las que puedo recordar, visitar un par de veces la mezquita en el horario que era gratis, comer el primer helado de nuestra vida nómada, ver el atardecer en el Alcázar de los Reyes Cristianos, hacer una excursión al conjunto arqueológico de Medina Azahara, sentarnos en tantas plazas y escuchar el agua de las fuentes corriendo, visitar el museo Casa Árabe, cocinar la primera tortilla del viaje, ver tres conciertos de flamenco gratis con lágrimas de emoción en la Posada del Potro, visitar la antigua sinagoga, comer gazpacho y berenjenas asadas con miel de caña, conocer muchas otras casaspatios que se habían convertido en museos, amar Córdoba un poquito más cada día.
Flexibilidad por un lado y rigurosidad por el otro era exactamente lo que necesitábamos para poner un poco de orden a nuestra vida de viaje, que hasta ese momento había sido bastante caótica. Ese nuevo orden nos generaba dos sensaciones que, aunque eran opuestas, se complementaban a la perfección: sentir que teníamos un lugar al cual llamar hogar, que teníamos un plan, que no estábamos —tan— de paso y, al mismo tiempo, que estábamos viajando. Ese cóctel que nos resultaba tan exquisito como novedoso nos acompañaría durante gran parte del viaje. Las cosas se estaban acomodando y empezábamos a agarrarle el gustito a la vida nómada.
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