El extenso camino hacia Bahía
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Oscar Lizana Farías. El extenso camino hacia Bahía
EL EXTENSO CAMINO HACIA BAHÍA
Oscar Lizana Farías
PRIMERA EDICIÓN. Febrero 2021. Editado por Aguja Literaria. Noruega 6655, departamento 132. Las Condes - Santiago - Chile. Fono fijo: +56 227896753. E-Mail: agujaliteraria@gmail.com. Sitio web: www.agujaliteraria.com. Facebook: Aguja Literaria. Instagram @agujaliteraria. ISBN: 9789566039747. DERECHOS RESERVADOS. Nº inscripción: 2021-A-1271. Oscar Lizana Farías. El extenso camino hacia Bahía. Queda rigurosamente prohibida sin la autorización escrita del autor, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra. por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático. Los contenidos de los textos editados por Aguja Literaria son de la exclusiva responsabilidad de sus autores y no necesariamente representan el pensamiento de la Agencia. TAPAS. Imagen: Soel84 (Pixabay) Diseño: Josefina Gaete Silva
A mi madre. En casa nunca faltaron los libros
ÍNDICE
CAPÍTULO I. Volaba de vuelta a Santiago de Chile. En realidad, planeaba, como las aves migratorias. Seguía al sol. Este porfiaba por ocultarse hacia el oeste, pero sus rayos permanecían detenidos en un atardecer interminable. Tras mío dejaba Alemania y la superficie continental de Europa, y enfrentaba el vasto océano Atlántico. Me preguntaba si sería la visión que habrían contemplado los astronautas cuando giraban alrededor del planeta. Flotaba sobre las centellantes aguas a una velocidad tal que no me había percatado de estar sobre el continente sudamericano; un trozo de tierra y rocas, moteado de grandes manchones verdes. Si hubiese venido del espacio exterior o de otra galaxia, habría pensado que los habitantes de aquel lugar eran los seres más felices del universo. ¿De qué otro modo podría ser si lo que contemplaba era una joya, la brisa marina me embriagaba con su aroma salado y solo escuchaba el silbido de mis ropas al flamear?
*** Siempre amé los viernes, para mí eran una antesala de libertad y felicidad. En esos días, a eso de las siete de la tarde, era usual que nos juntáramos un grupo pequeño de latinos, todos estudiantes becados. Norberto de Argentina, Caguas de Guatemala, Rodrigo de Ecuador y yo de Chile. El punto de reunión era el hall central del hogar estudiantil ubicado en el primer piso. Formábamos un círculo y gritaba a voz en cuello: ¡Feierabend!, que significa “fin de la jornada”. A mí me sonaba a “libertad”
*** El sábado siguiente estuve encerrado todo el día en mi cuarto, echado en la cama. Me levantaba solo a tomar las comidas que me preparaba en la cocina-comedor del piso. Los sábados y domingos no funcionaba la Mensa. Pensaba y pensaba sobre mi futuro y qué sería mejor para mí cuando terminara mis estudios. Alrededor de las seis de la tarde vino a visitarme Norberto. Entró, se arrellenó a los pies de mi cama y con la vista buscó un cenicero
*** La recomendación del señor Baumann resultó de gran ayuda y en las semanas siguientes me concentré en trabajar en mi proyecto con la Firma Frisch Hermanos
*** Septiembre es un mes en que todo el mundo está regresando de vacaciones. La sociedad alemana va dejando a un lado la vida de ocio, el sol, la rivera mediterránea y los paseos por el bosque. Todos vuelven con renovadas energías a sus labores habituales. Yo no tomaba una decisión que le diera rumbo a mi vida. Aunque sería solo una formalidad, pensé: “Mañana me juntaré con Ingrid y le pediré matrimonio. También fijaremos fecha. Mañana será el día. La boda, eso sí, será en unos meses más. Antes me voy a tomar unas largas vacaciones. Tengo una invitación de mi amigo Kadoch de Israel. Quiere que trabaje unos tres meses en un Kibutz, convidado, por supuesto”
*** Posé dos grandes maletas sobre mi cama para iniciar la labor del día: preparar el equipaje para retornar a Santiago de Chile. Parecía una tarea sencilla, pero no lo era. Le encargué a Norberto que vendiera mi auto y me enviara el dinero a Chile. Algo me presionaba el pecho como si no solo estuviera abandonando un país, sino más bien una etapa de mi existencia. La estadía en la ciudad alemana de Coburgo había sido una experiencia de dulce y agraz. Por mi cabeza pasaron en un instante, igual que pantallazos luminosos, mis vivencias más importantes. Recordaba la recepción que me brindaron las autoridades de la Sociedad Carl Duisbeg cuando arribé al aeropuerto de Frankfurt un helado día de diciembre de 1972, casi seis años atrás. No solo a mí. Más de cincuenta becados de países de los llamados "en vías de desarrollo " me acompañaban. Escuchaba una variedad increíble de lenguajes, pero predominaban los latinos. También recordé mi malogrado romance con Ingrid. Entonces, ya graduado de Ingeniero, estaba pronto a abandonar el hogar estudiantil, la ciudad y el país
CAPÍTULO 2. Un pequeño grupo de amigos latinos me dieron una despedida apoteósica en una disco cercana al Heim. No tengo muchos recuerdos de esa noche porque bebí cerveza como un marino de Hamburgo. Mi amigo Norberto permaneció un año más. Luego se mudó a Múnich. Lo habían contratado a tiempo parcial en Siemens
*** Nuestra casa familiar, en un antiguo barrio de la avenida Matta, era una construcción de fachada continua de principios de siglo con muros de ladrillos rojos y adobillo. Todo en aquel barrio envejecía en una añoranza de esplendores perdidos en el tiempo. Los vecinos se conocían entre ellos y yo era la novedad del día. “El chico que había ido a estudiar a Europa volvía”. Algunos movían la cabeza en señal de reprobación
*** Había otro asunto del cual debía ocuparme: encontrar trabajo. Primero, necesitaba tantear qué terreno pisaba. En realidad, mi propio país presentaba aspectos desconocidos para mí. ¿Qué había pasado con la nación durante mis seis años de ausencia? ¿En qué país había aterrizado?
*** Al cuarto año de mi permanencia en la Central termoeléctrica fue contratada una bella joven. Desde un principio me produjo gran impresión. Se llamaba Marta Marie Beaulieu
*** Con el tiempo fui promovido desde la sección de Control a la de Generación Eléctrica. Aunque implicó un mayor sueldo, significó ingresar a un sistema de turnos en el cual se trabajaba tres semanas seguidas por una libre. La consecuencia de esto fue que después de cada jornada no siempre volvía a la casa. Ya no almorzábamos juntos y solo cuando trabajaba de día podíamos dormir juntos. La pasión no disminuía. Sin embargo, este trastorno en los horarios significó que Marta se descuidara con los anticonceptivos y quedara embarazada
CAPÍTULO 3. Vengo de una familia de izquierda política. Mi mamá, Rosa Ruiz, era militante y mi papá, Andrés Ramírez, simpatizante cercano del Partido Comunista de Chile. Nací en la ciudad nortina de Vallenar, mi papá trabajaba en el hospital estatal como médico pediatra. Mi hermana menor se vinculó a la J ―así llamábamos a las Juventudes Comunistas― antes que yo. Ella estudiaba música en Santiago. En mi familia era normal seguir un ideal político junto al Partido; se daba un acercamiento natural. Adopté el nombre Marta
CAPÍTULO 4. Pasó un buen tiempo para que Marta y yo asumiéramos la muerte de nuestra hijita. Puesto que la habíamos bautizado como católica ―yo era ateo―, acudimos al servicio religioso para el funeral de Marie. Hubo primero una misa en la Parroquia San Ambrosio y luego la sepultamos en el Cementerio Municipal de Vallenar. Me quedaron resonando las palabras del cura cuando dijo que Dios se había llevado a nuestro bebé para hacerse acompañar por angelitos. Me pareció atroz y quedé de comentarlo más tarde con Marta. Quería saber su opinión ante tamaña estupidez
*** Las palabras tienen un tiempo para decirlas. Si no salen de la boca se ponen rancias; tienen fecha de caducidad. A las seis de la mañana del día siguiente, cuando volví de la Central, ella no estaba. Había desaparecido. No dejó nada suyo. Ni una prenda de ropa, ni un labial, nada. Me senté al borde de la cama y medité qué estaba mal en mí que todo lo que amaba se iba. Me di cuenta de que había perdido a Marta para siempre
CAPÍTULO 5. No hubo tiempo para duelo. Mis hermanos me exigían explicaciones que no estaba en condiciones de responder. Mamá no decía nada. Me hicieron sentir como un tonto por no poder explicarles sobre la persona que estaba muerta. No respetaron mi dolor. Estaban preocupados por la situación comprometedora en que los había metido. Al día siguiente parecía un sonámbulo, escuchaba cuchicheos y recibía miradas de reojo. El problema fundamental era: “¿Qué haremos con el cadáver?”. No se podía ir a la policía. Para enterrarla necesitábamos un certificado de defunción. “Muerta, desangrada por una herida de bala en un enfrentamiento con organismos de seguridad del Estado. No recibió los cuidados que requería su gravedad”. ¿Era eso lo que diría el certificado? No habría pasado ni un día antes de que toda la CNI hubiera estado sobre nosotros. Por mi cabeza desfilaban las más angustiosas y horrendas escenas: vi a mi hermano siendo arrojado al vacío desde un avión en pleno vuelo y sin paracaídas, cómo a mi hermana le abrían la barriga con una bayoneta después de haberla violado mil veces, y a mi madre presenciando cómo me trituraban los huevos con una tenaza de hierro, mientras yo, en la agonía del martirio, gritaba: “¡No sé nada, no sé nada!”
*** Al caer la noche, estaba tan agotado que no tuve fuerzas para desanudar la cinta y analizar el contenido de la caja. Una gran alegría había invadido mi alma. Un bálsamo que anestesiaba el profundo dolor que me producía la pérdida de Marta. La vida tiene sus compensaciones y la noticia de que papá estaba vivo me abría un abanico de posibilidades. Sin importar qué encontraría en la caja, tomé la firme decisión de buscarlo. ¿Qué había logrado en mi vida hasta entonces? Seis años de estudiar ingeniería, y ningún certificado de mi país que lo abalara. Amé a dos mujeres y ninguna estaba a mi lado. Una hija que no vería crecer. ¿Qué podría haber en esa caja que compensara tantas ilusiones perdidas, tantos fracasos? Buscaría a papá y me tendría que explicar, en sus palabras, qué podía ser más importante en la vida que estar junto a la familia que formó
*** Dieron las dos de la mañana y seguía sin conciliar el sueño. Prendí la lámpara de velador y cogí la dichosa caja. Pensé en lo que dijo Pancho. ¿Qué habrá querido decir? Inicié la lectura escogiendo un trozo de periódico
CAPÍTULO 6. En el año 1930, cuando nací, Chile era un país muy diferente. En mi familia, mi padre, madre y tíos provenían del campo, donde la agricultura era la labor habitual. Entonces vivíamos en la capital, sin embargo, había muchos alimentos que se procesaban en casa. Mi madre, por ejemplo, horneaba pan amasado todos los días y también hacíamos helados de distintos sabores, y del maíz elaborábamos harina o polenta. Sin olvidar los fideos, la lista era larga
CAPÍTULO 7. Al cuarto día de mi ostracismo voluntario, decidí levantarme y seguir con mi vida. Además, cambié mi look. Empecé a usar lentes de contacto y a peinarme hacia atrás a lo Gardel. Quería mostrar los papeles a mi madre. Tenía la esperanza de que me orientara para ubicar al personaje de la carta. Tenía que ser alguien cercano a papá, tal vez un amigo o un pariente lejano. No tenía nada que perder averiguándolo. La encontré en la cocina limpiando piedrecillas de las legumbres del almuerzo. Me saludó con un frío “hola”
*** Siempre he pensado que la vida en el campo debe ser la ideal para un hombre. La tierra te proporciona vegetales, los animales, proteínas, respiras aire limpio y el agua del arroyo es pura. Un paraíso. Consigues una mujer de la región, campechana, robusta, sana, que te dará hijos e hijas que cuidarán de ti cuando envejezcas. ¿Qué más se podría desear?
CAPÍTULO 8. Un domingo cualquiera de 1990, leyendo la sección de avisos económicos del Mercurio, me topé con uno que llamó mi atención: Se vende parcela de cinco hectáreas en la ciudad de Casablanca apropiada para viñedos. Muy buen sector. Suministro de agua de regadío asegurada. Teléfono NNN
CAPÍTULO 9. Mi nombre es Lucía Calderón Mardones. Hasta donde recuerdo, mi vida estuvo siempre rodeada de palabras usadas en los viñedos: parras, uvas, varietales, estilos de vino y muchas otras. Para mí era natural. Mi padre administraba un viñedo, el más extenso de la ciudad de Casablanca. Debido a su alto cargo recibía, aparte de un buen sueldo, una casa en la misma viña. Era nuestro hogar familiar. Éramos una familia que constaba de un padre responsable y una madre consagrada al cuidado de sus seis hijos. Era la menor y única mujer. Criada entre hombres, mis juegos de pequeña fueron el fútbol, las bolitas y las competencias de fuerza y destreza. Me costó mucho conseguir mi primer pololo. Andrés debió soportar duras pruebas, impuestas por los celosos de mis hermanos, en las que debía demostrar si su interés por mí era genuino. Cuando terminé mis estudios en la secundaria, no fue necesario que papá lo sugiriera, decidí estudiar Ingeniería en Agronomía y, en dos semestres adicionales, logré un posgrado en Vitivinicultura y Enología en la Facultad de Ciencias Agronómicas de la Universidad de Chile
CAPÍTULO 10. La mañana estaba bastante fría y en el departamento no había calefacción, de modo que cuando llegó don Arturo, lo invité a tomar un café cortado. En un rincón del local Samoyedo iniciamos nuestro plan de negocios. A pesar del frío, volví a sentir ese dolce far niente, como en los tiempos de estudiante en Coburgo, pero ahora en una agradable mañana viñamarina
CAPÍTULO 11. Un día de diciembre de 1970, un avión procedente de Madrid, que traía a los Anaya, tocó la loza del aeropuerto de Cerrillos en Santiago de Chile. Los recibieron unos parientes lejanos que años atrás habían emigrado hacia esas tierras en la travesía del Winnipeg
CAPÍTULO 12. Todo el mundo hablaba de lo peligroso que era que nos aproximáramos al año 2000. Comentaban que se iban a observar eventos increíbles. Otros auguraban catástrofes como nunca antes que afectarían el planeta. Lo cierto es que a mí se me aproximaba una de verdad
Fin
Отрывок из книги
Finalizaba mi vuelo sobre la masa terrosa y visualizaba el borde occidental sur del continente cuando caí en cuenta que la extensa faja de tierra flanqueada por la cordillera de Los Andes era mi país, mi meta. Chile reposaba largo como una espada. La cordillera semejaba áridos lomos de animales despojados de su pelaje; en partes nevada y en otras rocosa. Más bien me parecía un espinazo dorsal. Entonces, me dirigí hacia el centro de aquella franja con la intención de aterrizar en la ciudad de Santiago, mi destino final.
Pronto el paisaje cambió. Ante mí se extendía una especie de pradera salpicada de colinas. Rectángulos verdes cubrían los campos y emanaban un aire somnoliento de una tranquila tarde. También vi animales que pastaban y pequeñas aves que cruzaban el cielo. Todo era pacífico y ordenado.
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“A él no le enseñaron a decir ‘permiso’ ni ‘chao, nos vemos’”, pensé. Me gustaba la idea de cambiar aire. El problema con mi tesis estaba solucionado y lo de Ingrid marchaba de maravilla, pero quedaba lo de mi papá. “¿Qué estará pasando con mi viejo? ¿Por qué no me escribe? ¿Querrá significar algo mi sueño?”.
Con Raúl Pérez perdimos contacto hacía un año por lo menos. Nos había visitado aquí, en Coburgo, e integrado con facilidad al grupo de amigos. Nos conocimos en Santiago cuando estudiábamos en la misma Escuela Industrial. Lo apodábamos “Rulo”. Su cabello era colorín. Prefería llamarle “Zanahoria”. En ese entonces, ser comunista era de buen tono. Yo dudaba, no estaba muy convencido del paraíso soviético.
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