Literatura argentina
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Pablo Farrés. Literatura argentina
UN MATADERO. 1
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OTRO MENARD. 1
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NUNCA, NADA, NADIE. 1
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LA LLANURA DEL CHISTE
Del autor
Отрывок из книги
Mi madre —paralítica, con problemas graves de astigmatismo— no podía alcanzar los libros de la biblioteca y si los alcanzaba tampoco podía leerlos. Entonces llamaba a mi padre y le decía “Hoy quiero que me leas algo de Borges”. Mi padre le contestaba: “Bien, hoy leeremos algo de Borges”, sin embargo, bajaba de los anaqueles el Manual de Conducción Política de Perón y se lo leía empezando por cualquier parte. Mi madre, en su silla de ruedas, no podía ofrecer mayor resistencia que algunos insultos. Luego tenía que soportar la lectura hasta el final, es decir, cuando a él se le ocurría. También pasaba con otros libros y siempre se trataba de la misma lógica, mi madre le pedía uno y mi padre le traía otro. Ella decía: “A veces me pregunto si sos un idiota o lo haces a propósito, pero, pensándolo bien, no hay diferencia, si lo harías a propósito serías un idiota; en definitiva, pensar que podrías hacer algo a propósito es inútil, tengo que aceptarte como sos, es decir, como un idiota”.
Para elegir algo —decía mi padre— necesariamente tiene que existir alguna alternativa. Mi madre nunca le había dado ninguna. De la relación con esa mujer terminó aprendiendo algo que nunca olvidó: cuando la palabra promete la muerte —y todas las palabras prometen la muerte— inevitablemente se abre un espacio interminable en el que todas las palabras quedan en suspenso esperando su redención. En ese lapso las palabras significan cualquier cosa y las cosas cualquier palabra.
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Seguramente mi padre habría tomado nota de la posibilidad de que la conducta de sus perros niños no era consecuencia del adiestramiento sino más bien la revelación de cierta naturaleza desnuda. Pocas veces había golpes o castigos, simplemente actuábamos de esa forma, más bien copiándonos unos de otros. No sé cómo habrán sido los primeros adiestramientos pero seguramente una vez instalado cierto sistema de códigos y conductas su continuidad debió haber sido más sencilla. Se podría decir que sus imposiciones se limitaban a mantenernos encadenados la mayor parte del día. Para nosotros no resultaba violento sino la señal de que llegaba la hora de la comida y luego del descanso. Era un modo de cuidarnos, no lo entendíamos de otra forma. Se negaba a que sus asistentes nos dieran de comer y entonces él mismo lo hacía hirviendo pedazos de carne mezclados con arroz blanco en una enorme olla que traía (desde dentro) de la casa. Mi padre se detenía ante cada uno de sus perros niños, metía un cucharón en la olla y llenaba nuestro plato. Tirados en el pasto o parados en cuatro patas, mientras metíamos la cabeza dentro, mi padre acariciaba el lomo de cada uno de nosotros. Nos dejaba largo rato mordiendo la carne pegada a los huesos e incluso nos permitía cavar pozos donde enterrarlos y esconderlos, mientras él, casi siempre de noche, se sentaba en medio del parque contemplando el vaivén de las hojas de los árboles iluminadas por las luces de la casa. Cuando llovía nos ataba a todos juntos bajo el alero, y él mismo se quedaba con nosotros para calmar nuestros temores. Esa preocupación se manifestaba más claramente en Navidad y Año Nuevo, cuando nos llevaba al sótano y se quedaba toda la noche intentando preservarnos de los estallidos de los cohetes y los tiros que sonaban a lo lejos generando cierto terror acaso incomprensible por el que no dejábamos de gemir y aullar.
El resto, los más nuevos y los más chicos en la casa, preferíamos mantenernos al margen sin entender demasiado lo que estaba sucediendo. Veíamos cómo los más grandes buscaban imponerse unos sobre otros; sin embargo, cuando la perra niña cedía a la penetración de cualquiera de sus compañeros, luego también era penetrada por el resto, una y otra vez. Ella se mantenía inmóvil mirando algún punto fijo entre los árboles, mientras los chicos se montaban con las dos patas delanteras sobre su lomo manteniendo una verticalidad difícil. El resto nos dedicábamos a lamernos unos a otros las pijitas rojas y brillantes o a dar vueltas alrededor de la pareja. En general, cada perro niño terminaba de modo rápido y eficaz, entonces se retiraba a un lado de la jauría mientras otro la montaba sin que ella cambiara en algo su inmovilidad, su aspecto pasivo, casi indiferente a lo que ocurría.
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