Mi pequeña guerra inútil
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Pablo Farrés. Mi pequeña guerra inútil
Prólogo
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
XVII
XVIII
XIX
XX
XXI
Acerca del autor
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Отрывок из книги
La lectura como experiencia narcótica no es recomendable para aquellos que creen que la novela es una especie de distracción del alma. La novela tuvo el honor de utilizar todos los recursos de difusión para atravesar el tiempo, perpetuarse, tomar las palabras por asalto e instalar nuevos mitos. Como el de que cualquier lector es un ente universal, atravesado por todas las sabidurías. Núcleo y temblor, acierto y soberbia. Nadie escribe para un lector ideal, más cuando el lector ideal de estos tiempos es un zombie terminal que debe consumir a la literatura como si de una droga bendita se tratara. Dosis de palabras para extender la ignorancia sobre sí mismo, engaño y sinsabor, pura falacia. En sí, la novela no tiene quien la defienda más que su propia consumación en la lectura.
No hay esperanza, sí desesperación. Farrés retoma la letra argentina para desactivar las bombas de la corrupción conceptual de un territorio inaprensible, también derrotado, perdido en un combate sin cuarteles ni tropas obedientes. El eufemismo “conflicto” aquí no aparece, casi como gesto anti político (o renunciando a toda posibilidad en la política del conflicto); y también niega lo negado para afirmar eso misterioso y casi negativo de la racionalidad nacionalista. Las Islas no nos son más que como órgano de una venganza infinita, y es donde el caudal imaginario convierte al texto en otro preso como el mismísimo Anderson, que como personaje principal es esclavo del retorno. El lector, en el efecto general, queda entonces atrapado en el mecanismo textual del delirio inacabable… La Torre de Babel como lento goteo en la ficción siempre inconclusa de Borges, lo inesperado de Kafka, la capitulación de Walser, el largo insomnio de Lowry, el lado perplejo de Osvaldo Lamborghini, y también su olvido, su digestión a fuego lento, al fuego lento de las armas.
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Pero, bueno, allá ellos. En la otra punta del planeta: nosotros —nosotros con nuestros negros y la pregunta ¿por qué tanta guerra en vano, tanta muerte dando vuelta para que a pesar de ello Londres se nos llenara de monos que incluso tienen el tupé de integrar el ejército de la corona y manejar autos oficiales que trasladan a tenientes coroneles?
Quité la vista del espejo retrovisor y del mono peludo que tenía por chofer, e intentando olvidar aquello perdí la mirada en el paisaje de las calles londinenses para encontrarme, claro está, con monos peludos caminando de aquí para allá vestidos con trajes, jeans, polleras, blusas, zapatos, manejando autos, vendiendo diarios, haciendo de policías.
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