Tres cuentos espirituales
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Pablo Katchadjian. Tres cuentos espirituales
Отрывок из книги
Nota del autor
Tres es, en principio, indiscutible: los textos que componen este libro son tres. Cuentos es dudosa: ¿qué es un cuento? Para mí son cuentos, pero entiendo que fácilmente se me podría rebatir. De todos modos, no me preocupa tanto esto como la tercera palabra: espirituales. ¿Qué significa? Tengo que decir que el título, como casi todo lo que me gusta, se me ocurrió “antes” de pensarlo. Y que después, cuando quise pensarlo, me di cuenta, sin sorpresa, de que era problemático. El problema mayor es la palabra espirituales, porque es una palabra que perdió, de alguna manera, el significado y peso que pudo haber tenido durante un tiempo indefinido —los últimos mil quinientos años, por ejemplo— y ganó un significado liviano y un poco tonto que es el que la hace circular actualmente en todos los terrenos, incluidos el empresarial y el político. La palabra me gusta por su movimiento de pérdida y ganancia, pero ninguno de los dos significados —el perdido y el ganado— me interesan. Lo que me interesa es que, por estar la palabra entre un significado perdido y pesado y otro ganado pero liviano y blando, uno se vea obligado a pensarla cuando la dice: vibra si no se la piensa. Pero también vibra cuando se la piensa. ¿Qué quiero decir, entonces, cuando digo, en el título, que estos tres cuentos son espirituales? No lo sé, y quizá no se pueda saber con precisión.
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Vagamos por el bosque sin rumbo, bastante angustiados; para aplacar la angustia, fuimos al pueblo vecino y almorzamos y bebimos y dormimos la siesta bajo unos árboles verdes. Al despertar comentamos los sueños premonitorios que habíamos tenido: eran ominosos y prometían un futuro negro. Esto nos deprimió. ¿Pero qué podíamos hacer? Todo era culpa del poeta y sus versos estúpidos, sus mentiras, sus imposturas. También de esa enfermera… ¿Cómo podía ser que defendiera al culpable de la desaparición de su hermana? Y hablando de la enfermera, se nos ocurrió una idea: no podíamos encontrar al poeta, pero quizá fuera más fácil encontrar a la enfermera y, a través de ella, al poeta. Así se nos fue la depresión y sentimos una energía que no dudamos en calificar como divina.
Con la tarde ya oscura llegamos al pueblo al que se había mudado la familia de la enfermera, pero nadie sabía nada: la casa estaba vacía y los vecinos no pudieron darnos ninguna información. Así se terminó nuestro plan. Entonces ocurrió lo previsible: la energía divina se convirtió en energía oscura y nos atacaron enfermedades inexplicables que se manifestaron inmediatamente en forma de dolores, sarpullidos, hinchazones, apatía y depresión. «Vayan al brujo», nos dijo una chica con el pelo sobre la cara, y, como nos pareció apropiado para el mal que padecíamos, le pedimos que nos guiara hasta él. El brujo nos vio y empezó a reírse. «¿De qué se ríe?», le preguntamos, pero la chica que nos había llevado hasta ahí nos dijo que el brujo era medio mudo y que siempre se reía. Tenía la cabeza cubierta por una capucha y la columna vencida; parecía viejo pero al mismo tiempo un delicado monstruo. Nos tocó, nos miró, nos pidió que nos desnudáramos y lavó nuestra ropa en una palangana inmunda mientras cantaba con sonidos guturales y escupía en el agua. Luego nos hizo tomar el agua de la palangana, que nos descompuso y al mismo tiempo nos curó. «A buscar al poeta ahora», dijimos, y el brujo se rió. Era de noche, pero queríamos aprovechar la energía que teníamos. Una de nosotros le preguntó al brujo si nos podía ayudar a encontrar al poeta. El brujo nos miró de costado y se fue cantando una canción. «El brujo es un poco idiota», nos dijimos, furiosos.
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