La breve luz de nuestros días

La breve luz de nuestros días
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Aire contaminado, domos de polvo y podredumbre, emergencia hídrica, animales mutantes, represión y saqueos. El narrador de La breve luz de nuestros días, la nueva ficción de Pablo Ottonello, trabaja en una empresa de herbicidas en Cordón Soria, la periferia de una Buenos Aires entendida como una gran zona de exclusión. Ahí, bajo atardeceres color verde químico, se adentra poco a poco en un futuro de pesadilla, alimentado por el desastre ambiental y rings clandestinos donde los perros tóxicos combaten hasta la muerte. En La breve luz de nuestros días el imaginario de la catástrofe da lugar a un universo asentado en la desolación colectiva. Con una prosa cristalina y directa, con pinceladas deslumbrantes que dan cuenta de una realidad agobiante, Ottonello concibe un paisaje suburbano donde la apatía y la violencia conviven dentro de una sociedad al borde del colapso. El porvenir ya llegó y arroja haces de luz fosforescente en la oscuridad.

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Pablo Ottonello. La breve luz de nuestros días

LA BREVE LUZ DE NUESTROS DÍAS. Pablo Ottonello

Ottonello, Pablo. La breve luz de nuestros días/ Pablo Ottonello. - 1a ed Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Neural, 2020. Libro digital, EPUB. Archivo Digital: descarga. ISBN 978-987-86-6340-1. 1. Narrativa Argentina. 2. Contaminación del Agua. I. Título. CDD A863

Aire contaminado, domos de polvo y podredumbre, emergencia hídrica, animales mutantes, represión y saqueos. El narrador de La breve luz de nuestros días, la nueva ficción de Pablo Ottonello, trabaja en una empresa de herbicidas en Cordón Soria, la periferia de una Buenos Aires entendida como una gran zona de exclusión. Ahí, bajo atardeceres color verde químico, se adentra poco a poco en un futuro de pesadilla, alimentado por el desastre ambiental y rings clandestinos donde los perros tóxicos combaten hasta la muerte

En La breve luz de nuestros días el imaginario de la catástrofe da lugar a un universo asentado en la desolación colectiva. Con una prosa cristalina y directa, con pinceladas deslumbrantes que dan cuenta de una realidad agobiante, Ottonello concibe un paisaje suburbano donde la apatía y la violencia conviven dentro de una sociedad al borde del colapso. El porvenir ya llegó y arroja haces de luz fosforescente en la oscuridad

LA BREVE LUZ DE NUESTROS DÍAS. Pablo Ottonello

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Siempre uno quiebra y abre la boca. En esta historia ese soy yo. No perdí la mano de milagro. Ya no está tan mal, aunque el verdor no termina de irse. De noche la fluorescencia no me deja dormir. Brilla (si puedo opinar) como un recordatorio. Decirlo todo no estaba en los planes. Sin embargo sucedió. El día menos pensado, uno se viene abajo, agoniza un poco, quiebra: confiesa. Y ya está. Confesé. En mi caso la dolencia física, el brazo, pero también el antebrazo, y técnicamente también la mano, apuró un poco las cosas. Me asusté. No lo niego. Me asusté muchísimo. ¿Y lo de Julia? Qué se yo. Debería preguntar cómo sigue, pobrecita. Es inexplicable o no tanto. ¿Quién no se viene abajo ante el desastre? Hasta los más duros, como ella, caen. Todos, tarde o temprano, caen. Dije todo. Hablé. Está todo dicho, salvo que me vuelvan a llamar de Tribunales. Eso nos advierten. Que esto recién empieza. Que la cosa no terminó. Ojalá que se disipen las energías justicieras y nos dejen en paz. Salimos en los diarios, en la tele, en internet. La gente se enojó. El público no perdona. Aunque estábamos acostumbrados, no es agradable sentir repudio popular

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Kinski era un criminal. Sabía pelear, era robusto como un toro, y tenía ese candor típico de los Golden Retriever. Parecen buenos. Nadie se imagina que un perro criado en el lujo pueda servir para esto. Mucho menos que termine mordiendo yugulares. Era un simple mascota hasta que a Bomparola se le ocurrió traerlo. ¿Lo hizo por la plata? Durante el pico de actividad, que duró meses, el galpón movía cifras importantes. La guita le gusta mucho, eso sí. Y aunque nosotros teníamos sueldos dignos, Madariaga jamás pagó en fecha, viejo rata. La competencia, hay que decirlo, despertaba la pasión

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No quiero ser inexacto. Hasta el gran quilombo fue una época dentro de todo buena. De día diseñábamos semillas, aditivos especiales, herbicidas, fertilizante. Hay que darle de comer al mundo, decía nuestro comercial. Alimentando América del Sur, SoyMax. Alegre musiquita de acordeones. De noche galpón. Lo llamábamos también la olla o la jaula, pero sobre todo el galpón. A Buenos Aires íbamos poco. ¿Para qué peregrinar? Salvo Juancito y los de mantenimiento, la mayoría vivíamos en los cinco o seis barrios cerrados de la zona. No tenía sentido meterse en la locura de Capital Federal mientras los supermercados de Panamericana todavía recibieran alimento

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En ese tiempo, antes de las denuncias, Madariaga compró una máquina de café. Nadie sabía bien a qué se debía la dádiva. Era exquisito y podíamos usarla sin pagar. Francisco Viñas, que nos mató a todos en el juicio, repartía los cospeles. Cuatro opciones. Cortado, ristretto, capuchino, café con leche. La leche, aclaraba un cartelito pegado en el costado de la máquina, era de vacas certificadas. Los diarios nos habían enseñado a desconfiar también de animales y tamberos, que vendían cualquier cosa con tal de sobrevivir. Era una ecuación simple. Si las vacas tomaban agua con metales, la leche salía pesada. Le decíamos así. La leche pesada traía mercurio, cromo, cobre, cobalto. De todo. ¿Cómo no desconfiar? Si estaba lindo, en especial a la tarde, salíamos a tomarlo afuera. El caminito que bajaba al Reconquista tenía bancos de plástico y una mesita. Olía mal pero en seguida el cerebro neutraliza la pestilencia. A esa hora el cielo se ponía lujurioso. Había perdido el azul y se había vuelto más bien color plata o aluminio y también violeta y morado. Como banda sonora se oía el rumor vehicular de la Panamericana. Para qué mentir, la escena era un encanto. ¿Cómo puede ser que las garzas nos se caguen muriendo?, decía yo al aire. Se adaptan, decía Bomparola. Igual que nosotros. Se ponía apocalíptico. Ya tenía en mente su teoría evolutiva, que por supuesto, era una grandísima simplificación, por no decir una estupidez. El efecto placebo de la seudociencia. Esto no será la extinción de la especies, decía Bompa, sino una prueba de adaptación. Sobre la margen opuesta veíamos pastar las cabras del ranchito de Simón, un tipo que vivía de sus animales. ¿Qué agua tomará Simón?, le pregunté a Bomparola. La que encuentre, contestó. ¿Qué te preocupa? Que alguien, dije, empezando por él y su familia, vive de esos bichos alimentados con pasto tóxico y agua venenosa. Bompa se hacía el cínico pero no era insensible. No contestó. Nos quedamos mirando cómo tres cabras metían el cogote en el agua negra del Reconquista

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La perrera fue un proyecto de la intendencia. Vimos llegar los tres vehículos negros con escolta policial. Frías, el intendente, se bajó del auto con barbijo y guantes. Lo habían alertado no sólo de los virus, sobre todo de esa gripe nefasta de la que se sabía poco, sino de que el aire en nuestra zona estaba lleno de partículas malignas. Eso no era del todo cierto, pero en fin, para qué perder tiempo en aclaraciones. Ya ningún aire se respiraba como antes, ¿no? No era culpa nuestra. Las chimeneas de la papelera vecina dañaban la atmósfera mucho más que nosotros, que no teníamos casi ningún proceso de combustión. La ignorancia me pone nervioso. Los diarios levantan cualquier cosa. Les urge amedrentar

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Le puso Kinski por el actor alemán Klaus Kinski. (Según Bompa, el actor tiene cara de Golden Retriever.) Kinski, perro de alcurnia, llegó bien comido, sanísimo y dispuesto a morir en el galpón. No somos gente cruel. Los perros habían empezado a morirse hacía tiempo. Por lo menos se les daba una última función científica. (Y con las peleas y el espectáculo una función teatral: estética.) Había que pensarlo así. Reducíamos el peligro sanitario ofreciéndoles albergue y además servían para las pruebas. (El obsecuente Francisco Viñas llamó a esto una estrategia win-win.) En las calles los perros eran un peligro. Y si la gente los liquidaba, los cadáveres se pudrían al sol, que ahora pegaba fuertísimo todo el año. Mejor tenerlos adentro, en la jaula, vigiladitos

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Para que quede claro: el agua del Reconquista ya estaba imposible veinte años antes de que empezaran las riñas. Qué digo veinte. Treinta, cuarenta. A veces bajaba al río, pasando los banquitos de madera, para verlo terminar de morirse, lustroso de aceite. Me ponía botas, el traje aislante, guantes y barbijo. ¿Cómo es que las garzas no lo abandonaban nunca? ¿Y cómo se mantenían tan blanquitas entre la mierda y el desecho fabril?

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El herbicida no estaba tan mal. Según las pruebas era un producto banda amarilla. Es cierto que las pruebas las hacíamos nosotros, y que si algún valor daba fuera de lugar, lo acomodábamos. Quiero decir: no permitiría fumigar los canteros del parque donde juegan mis hijos con GramaFlex. El problema era menos el producto final que el proceso de fabricación. Si hubiéramos tenido más plata lo habríamos hecho mejor. Pero había que producir, y a veces, como decía Madariaga, se hace lo que se puede. El SolarPlus, en cambio, era un veneno maldito. Pero en todo caso, insisto, el producto terminado, dentro del envase, era menos peligroso que los llamémosle residuos industriales implicados en su fabricación, aquello que quedaba atrás e iba a parar al cauce muerto. Yo entiendo el punto, y si fuera dueño de una empresa chica como SoyMax me preguntaría cómo proceder. La regulación ambiental ahorca a las empresas. El show debía continuar, decía Madariaga, y entre nosotros, hay que decirlo, nadie quería quedarse en la calle. La planta debe permanecer abierta y en pleno funcionamiento, y de a poco, trimestre a trimestre, mejoraríamos el cuidado de los residuos hasta alcanzar el punto de contaminación cero. Esto era una mentira inmensa y también morbosa, pero que nos dejaba medianamente tranquilos. (Nadie quiere estar del lado incorrecto de la historia.) Espero no perder la mano, o el brazo entero, como un castigo divino, por haberme dedicado durante años a este oficio venenoso. ¿Es un razonamiento muy católico? (Yo veo que mejora, me refiero a mi brazo, pero tiendo naturalmente al optimismo; de noche fosforece, como si la sangre intoxicada fulgurara.) Los piletones, hay que decirlo, estaban llamémosle en su lugar. Nuestra propia planta de tratamiento podía visitarse sin problema. Durante un tiempo funcionó bien, hasta que Madariaga revisó la matemática y decidió que costaba demasiado caro ocuparse de los desechos. Los tratamientos eran carísimos. Bomparola, con quien tenía cierta confianza, fue a reclamar. ¿Preferís que eche a diez empleados y tenga todo en regla, Mauricio?

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Los perros son mucho más afectivos. ¿Quién quiere aplicarles inyecciones y retirar tejidos para mirar las células en el microscopio? Pero había que trabajar. Cualquier tejido animal servía para medir la tolerancia a las dioxinas y los PCBs. Los pichichos no eran lo ideal, pero roedores dóciles ya no había. Esto es oferta y demanda, explicó Madariaga. No hay más ratitas. El proveedor se fue del país. ¿Qué vamos a hacer? ¿Ponernos a llorar?

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Lo voy a repetir: Madariaga no era ni buena persona, ni buen jefe, ni buen líder. Ni había sido en su momento un aceptable bioquímico. Antes de trabajar para su padre pasó unos años en las empresas grandes. Según él, haciendo tareas de inteligencia. Único talento: las relaciones públicas. (Que no es poco.) Sabía sentarse a hacer tratos empresariales. Había heredado el negocio familiar. Lo cuidaba con escasos pero suficientes atributos intelectuales. Como buen empresario chico, se las arreglaba para sobrevivir. Había visto en los perros una salida interesante, aunque sin saber bien en qué terminaría. Apuró las refacciones. Se venían más animales, muchos más. Juan Lorenzo duplicó la cantidad de caniles que nos había encargado el intendente. Pobre Juancito, lo que sufrió con los perros. Les daba de comer. Pidió más gente para ocuparse de los pichichos. No podía más solo. Y que renovaran el stock de guantes, porque los animales llegaban cada vez en peores condiciones, más alterados. Le llevó un guante agujereado de un tarascón a Francisco Viñas. El gerente le trasladó la inquietud al jefe. Inédito: Madariaga dijo a todo que sí. Que se compraran guantes más resistentes, el doble de gruesos. Todos los que hicieran falta. (Costó encontrar quien los fabricara pero al final aparecieron.) Le gustaba la idea de los perros. Antes de la primera pelea ya había por lo menos 90 animalitos. Contrató personal de manera irrestricta, algo nunca visto. Vislumbraba, creo yo, el negocio. Compró indumentaria. Se preocupó, o eso parecía, por la seguridad. Venía al galpón a verlos. Caminaba triunfal frente a tanto cautiverio

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El olor a mierda no era nuestra responsabilidad. En eso sí que mentían. Los periodistas nos acusaban de todo. Les quedaba cómo pegarnos. Hacía años que los rellenos de EcoUrbana habían rebalsado. Por lo que investigué la empresa quebró diez años atrás. Se los acusaba de violar normativa. Los pozos, al parecer, no tenían suficiente aislación. Y más recientemente, según se dijo, echaban la basura directamente sobre la tierra, a veces sin tapar. El supuesto centro de tratamiento de residuos se había convertido en un simple basural. Olía pésimo

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Por ejemplo lo que dijeron en El mensajero sobre el Reconquista. Cuando entré a SoyMax, hace doce años, el río ya había sido declarado Zona de Exclusión. Recuerdo perfectamente la primera vez que bajé y noté la falta de insectos. El líquido fluía sin ningún rumor, como una mancha de aceite. La gente, por supuesto, seguía viviendo ahí porque la vida sigue más allá de las determinaciones burocráticas de la Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible. ¿Qué pretendían? ¿Qué se fueran adónde? Ellos también mintieron. Armarían un plan de viviendas sociales fuera del área contaminada. Se ocuparían de que nadie, ni un solo argentino, según decían, tuviera que estar expuesto al agua, al barro tóxico, al plomo, al aire apestado que venía de los basurales y del río. Cordón Soria dejaría de ser el suburbio industrial que ignoraba a los vecinos. Algo así dijo Frías en su última campaña. Puro fulgor eleccionario. Ganó y nunca hizo nada. Ninguno de nosotros salía al jardín sin los trajes aislantes, para no tocar la tierra

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Urgía el ocio. No me convence ninguna otra explicación. Lo dije en el juicio. Yo no estaba presente el día exacto. Julia San Marino me lo relató. A ella tampoco había que creerle demasiado, pero en fin. En un momento de distracción Juan Lorenzo dejó abiertos los caniles. Era un artista de la soldadora, Juancito. Daba placer contemplar el trabajo terminado. De un lado, las mesas blancas, el instrumental, la gente con la cabeza bajo las lámparas. Del otro, tras los barrotes de protección, la grilla de caniles con puertita. Sutil desatención. Sólo un par de segundos. Dos perros se enfrentaron en el centro del tinglado. Se buscaban para matarse. La lucha, dijo Julia, fue conmovedora y feroz. ¿Qué hacía Julia en ese sector? Qué se yo. Imposible distinguir la raza, dijo. Eran perros muy castigados por la vida en los alrededores del Reconquista. Animales que prácticamente no comían nada, salvo barro (que era como una fondue de metales pesados), basura, y algún otro bicho muerto de los que todavía aparecían minando el terreno. Se había acelerado la extinción. Comadrejas, ratones, cuises, algunos patos extraviados. (Pero garzas, y perdón que insista, no: las garzas parecían no morirse nunca.) Eso dije en mi declaración. Ya casi no había pájaros inocentes, quiero decir, pajaritos cantores. Sólo garzas y aves rapaces. Todo esto para aclarar que los perros con los que trabajábamos estaban muertos de hambre. Los cuzcos se dieron guante y fue imposible detenerlos. Trenza canina. Uno mató al otro. Después de muerto, le lamió la sangre como un vampiro. Julia San Marino dijo que si Juancito no le ponía el bozal y lo encerraba, el perro vencedor se lo comía entero, hasta los huesos

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Lo reconozco. Durante años me pareció encantador cómo Julia San Marino nos mantenía en el negocio. Y no era el único. Bompa y yo hablábamos de esto largo y tendido. Quiero decir: nos causaba admiración su manera de trabajar los informes de impacto ambiental como si fueran piezas literarias. Era una artista de la adulteración. Los reportes daban siempre bien. Un éxito de la química. Nosotros proveíamos datos. Ella completaba lo faltante. Sabía escribir y vender. Eso requiere talento. Conseguía los certificados del Ministerio, donde Madariaga, por supuesto, tenía sus influencias. Cuando todavía se podía ir hasta allá con normalidad el viejo los invitaba a cenar a restoranes españoles del centro. Les hacía llegar cajas de vino y champagne a mediados de diciembre. Tarjetas navideñas escritas de puño y letra. El negocio es así, decía Madariaga. O te hacés amigos o te pisan la cabeza. A nadie le gusta hacer cagar el río, pero peor era el desempleo. No lo decía exactamente así, por supuesto que no, pero ese era el mensaje. Nuestras semillas eran perfectamente aptas para los estándares de la industria agrícola. (Falso.) Nuestro herbicida estrella, GramaRex (su última versión, la mejor, de la que soy autor), era perfectamente apto para proteger nuestros cultivos de las amenazas de destrucción biológicas que, bien mirado, ponían en riesgo a la población: morir de hambre. (También falso.) Nuestro insecticida era igual de apto que todos los demás, no más venenoso que cualquier cipermetrina, decía. (Falso, era mucho peor; no debía haberse aprobado jamás.) El talento de Madariaga era hacer que las puras mentiras sonaran verdaderas. Y que consiguiera la aprobación comercial

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Las filas te partían el corazón. A nadie le agrada entregar pichichos al matadero. Nos turnábamos para recibir a la gente. No olvidemos que siempre fuimos una empresa familiar. Estábamos ahí. Veíamos todo. A veces el mismo Madariaga, hombre de morbo infinito, se ocupaba de tranquilizar a las viejitas muertas de culpa que traían a esos perros maltrechos, indistinguibles de las ratas. Se acercaban atraídas por el mito de intercambiar mascotas por efectivo. Madariaga les decía que los tratábamos bien, que los perros no sufrían en absoluto. Eso no era del todo inexacto. Por lo menos, hasta que empezaban las inyecciones, les dábamos de comer. Hay que pensar que esos animales prácticamente no comían nada, como dije, salvo porquería tóxica. Y los bañábamos con una hidrolavadora. Los más débiles morían durante el bautismo iniciático por la presión del agua. Pobres matungos. En tiempos como los nuestros, recibir alimento no era poca cosa. No había precio fijo. Madariaga se ponía a negociar con el estrato más pobre de la población como si se tratara de cuestiones de vida o muerte. Su avaricia era ilimitada. Los empleados estábamos obligados a implementarla. Nadie le regala nada al pequeño empresario argentino, decía Madariaga. Hay que cuidar el mango. ¿Pero y la pobre gente? Un apasionado del ahorro con el alma empetrolada como el Reconquista. Siempre encontraba formas para escatimar en sueldos, en costos fijos, en el bienestar de su fiel cuerpo de empleados. (Salvo los estúpidos asados al aire libre y la insólita máquina de café.) ¿Pero con la gente que traía los perros moribundos? No se lo perdoné. Tampoco pude decir nada porque ya estábamos metidos en el baile

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Pronto había tráfico de canes. Esto quiere decir robo de perros domésticos que se vendían ahí atrás, en el galpón. SoyMax pagaba miserias. Los traían en autos particulares, camionetas, furgones. Aparecían chicos en motitos de baja cilindrada con dos o tres perros malolientes metidos en una canasta, los hocicos atados con una soga para evitar mordeduras. La rabia, ¿y cómo no?, era muy común, y sólo empeoraba. No se podía confiar en las cifras oficiales. ¿Quién se creía los informes del Ministerio de Salud? Nadie. Nosotros estábamos vacunados, no mucho más que hacer. (Salvo tratar de que no te mordieran.) No sé cómo Juancito, que pasaba el día entero en el galpón atendiendo a los perros, nunca se lastimó. Es que tengo mucho cuidado, decía. Y respeto por cada animal

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Familias enteras vendiendo mascotas. Te rompía el corazón. Yo la vi a Julia San Marino, que no era una mujer a la que uno reconociera por su bondad, poner plata de su propio bolsillo para mejorar mínimamente la cifra estipulada por el jefe. Padre, dos hijos. No hay situación que no haya visto. El más chiquito, una pobre criatura que parecía no haber comido en una semana, se puso a llorar cuando entre el padre y el hermano mayor metieron al perrito en la jaula de inspección. Así llamábamos a la especie de cubeta en la que uno de nosotros echaba un ojo y ponía un precio estimativo por el animal. Madariaga fijaba las franjas. Nunca se pagaban más de trescientos pesos, que en esa época ya era una miseria

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¿Cómo hacía Julia San Marino para pasar las inspecciones? Fabricábamos dos versiones de cada producto. La oficial, que pasaba las pruebas. Y la verdadera, que envasábamos como GramaFlex y SolarMax. Hay que decirlo: con el herbicida oficial, supuestamente inocuo, y en el estado general en el que se encontraban los suelos, las plantas se hubieran muerto en seguida por culpa de las plagas. Con el matabichos lo mismo. El reino animal se había vuelto loco, las orugas eran mutantes, y el gusano cogollero parecía inmortal. Para que el SolarMax sirviera para algo tenía que ser fuerte. Y lo fuerte es difícil de fabricar según la regulación. El problema eterno, supongo

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Falsear informes de impacto ambiental es como evadir impuestos. Lo hacía todo el mundo. Siempre hay cómo. En los años de mucha producción a veces Madariaga prefería pagar multas que frenar la maquinaria. Sensata matemática comercial. Hacía la cuenta. Qué resultaba más rendidor. Poner a todo el mundo a dibujar los números de lo que iba a parar al río o seguir fabricando. Y siempre, por supuesto, mantener las relaciones aceitadas con los inspectores

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No es placentero para mí entrar en detalles, pero me parece justo hacerlo. Después del mito fundacional que Julia San Marino se encargó de diseminar (lo llamó Primera Pelea Espontánea), a Bompa se le ocurrió provocar el primer combate. Para ese entonces los perros no tenían nombre. Simplemente sacó dos animales y los dejó solos en el medio del galpón. Insisto: la caza furtiva de animales domésticos y perros callejeros los había vuelto locos. Estaban furiosos. Sobrevivir no es un deporte simple. Yo no estaba. Se trenzaron en una lucha feroz. La gente del galpón, en medio de apretados cálculos científicos, alzó la cabeza. Se acercaron a mirar. Las apuestas fueron el reflejo natural. No sé quién ganó. Uno de los dos perros terminó muerto

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Las inyecciones destruían los órganos. Hígado, riñones, corazón, sistema respiratorio. Y por supuesto, cerebro. Yo me quejaba diciendo que hacer pruebas en animales tan maltratados no tenía ningún propósito para la ciencia. Era como no hacerlas. Madariaga me lo negó siempre. Decía que necesitábamos saber cómo reaccionaba el tejido animal a nuestros productos. Cualquier tejido servía. Además ya nadie vendía ratones. ¿Qué íbamos a hacer? Su respuesta no tenía ningún respaldo científico. Julia San Marino, tan dura y poco sentimental, lo defendió. Nunca entendí por qué le tenía respeto a ese viejo tacaño. Decía que, antes que no hacer ninguna prueba, mejor era hacer algún tipo de prueba con los pobres perros. Un argumento inválido, pero ¿para qué discutir? Además, decía ella, necesitaba información para las planillas. Sin planillas aprobadas por el Ministerio, no había SoyMax, no había nada

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Un tercio de la población canina orinaba sangre a los siete días de recibir dosis diluidas de GramaRex. La otra mitad sufría del hígado, incapaz de procesar el veneno. Entre cinco y diez por ciento moría de síncopes después de convulsiones severas. A los animales de apariencia más robusta les poníamos dosis rebajadas de SolarMax. El insecticida pegaba mejor, los volvía aún más eufóricos, pero era mucho más fuerte y mal calculado podía matarlos. Había que saber leer el cuerpo de cada bicho y calibrar a ojo. En mi opinión, quizás porque soy un conservador (y también el que diseñó de su composición) me gustaba más el efecto del GramaFlex. Menos estridente pero más seguro para el animal. Diría: más noble. Aguantaban más peleas. Mejor para el espectáculo. Los aullidos, en casi todos los casos, eran una tortura. Y todos, absolutamente todos, perdían la cabeza. Incluso en dosis al cinco u ocho por ciento, el GramaRex les derretía el sistema nervioso central. ¡Mártires del progreso!, decía Madariaga

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Solvencia Amato mandó a comprar aromatizadores. Fue mucho peor. Las fragancias artificiales convertían los vahos perrunos en algo todavía más nauseabundo. Qué solución tan inocente e inútil. Hubo una especie de revuelta. No podemos trabajar así, dijeron los técnicos. Respirar esto es inhumano. Es cierto que no olía demasiado bien. Madariaga entendió que no podía echarlos a todos. La indemnización era cara. Tampoco podía inventar una causa que justificara los despidos. El equipo sabía demasiado sobre la irregularidades de SoyMax. Ni le convenía interrumpir la producción. Entonces negoció

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¿Cuántos perros morían por día? Nadie hablaba de eso. El encargado de la rotación era Juancito. (Tenía todo anotado y además sufría en silencio, pero eso nadie lo vio.) No le gustaba tener que hacerlo, pero lo hacía igual, sin quejarse. Veía todo. También aplicaba las inyecciones. Juancito, pobre, él sí sabía todo. Cuánto poner, en qué parte del cuerpo, el número de difuntos. Los especialistas éramos Bompa y yo. (No olvidemos, y me disculpo por la insistencia, en que yo soy autor de la fórmula original.) Pero el que estimaba sin errarle si un bicho resistía el SolarMax, o si era preferible aplicarle GramaFlex, era Juancito. A antes de cada pelea, prolijamente programadas por Solvencia Amato, nos ocupábamos de decidir qué meterle a quién. Era un trabajo artesanal. Exigía dedicación y tiempo. Como si fuéramos anestesistas, calculábamos el peso del animal, el estado general de salud, e indicábamos la dosis a Juancito. Y sin embargo él siempre hacía una corrección. La última palabra era suya. Decía disculpe, don, ¿sabe?, decía respetuosamente, a este le damos un poquito menos, ¿le parece?, que no aguanta. No le gustaba drogar en exceso, sino lo justo, cuidando de los animales, y en todo caso, como ética general, prefería errar de menos y no de más

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Al poco tiempo rebalsábamos de perros. Todo lo que fuera distracción laboral se disemina como un virus. Se sabía que, pasadas las siete, en el galpón nuestro había actividad. Al principio no dejábamos entrar a cualquiera. Podían denunciarnos y además estaba la gripe de la neumonía. ¿Pero dónde poner el límite? ¿Cómo decirle que no a amigos y familiares? ¿Y los dueños de los perritos que venían a pelear? Para ese entonces ya prácticamente nadie salía de noche, mucho menos en Cordón Soria. La gente se atrincheraba frente al televisor para escuchar las noticias. Información sobre los suministros de agua potable, el número de muertos oficiales del día, áreas afectadas por cortes de luz, saqueos y represión policial de los saqueos, informes pesimistas sobre la calidad del agua y el aire, el ensanchamiento de las zonas de exclusión, nuevos brotes epidémicos

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Dije espectáculo pero en realidad era una carnicería. Hay que haberlo visto para entender que no es posible exagerar. Honestamente, y sé que esto suena muy mal, no tengo palabras para contar lo que he visto. Habíamos prohibido el uso de celulares. Las fotos que circularon son ciertas: las saqué yo mismo, violando nuestra propia ley, quizás con la intención oculta de fabricar evidencia. Sé que no estuvo bien vendérsela a los diarios. Lo tomé como un modesto seguro de desempleo

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Les encanta inventar. Nosotros no hicimos ninguna mutación. En todo caso los perros que entraban al galpón ya habían mutado. Es muy fácil, como ya expliqué, echarnos la culpa también de esto. Para empezar las mutaciones genéticas llevan tiempo. (Eso fue lo que más nos llamó la atención con Momia.) Lo dije todo, con estas mismas palabras, en mi declaración judicial. Querían detalles y di detalles. Son procesos largos. Expliqué cómo los herbicidas que se usaban para fumigar los canteros de la Panamericana derretían el sistema nervioso central de los animales. (Esto es totalmente cierto.) Yo no oculto información. Me entregué por completo a la investigación. Justifiqué nuestro accionar como parte del protocolo científico perfectamente aprobado por la última Ley de Alimentos Transgénicos: cada semilla y cada aditivo que se ponía a la venta tenía que probarse en tejido animal. En SoyMax interpretamos el inciso con libertad. Que los perros que la gente traía al galpón estuvieran completamente pasados de químicos era otro tema. Expliqué que el agua de la zona tenía de todo menos pureza. Nosotros únicamente hacíamos las pruebas estándar. A los perros se les fundía el cerebro. Se ponían agresivos. Y no sólo por las inyecciones nuestras. Venían ya medio fritos de la calle por tomar agua mala y comer animales intoxicados. Ningún perro duraba más de dos combates. Tres a lo sumo, y lo considerábamos milagroso. La rotación era atroz. (Decirle rotación queda elegante.) Los depósitos de perros muertos estaban siempre llenos

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Dejé bien claro que nosotros no teníamos nada que ver con las mutaciones. Entiendo que quedara bien acusarnos de manipulación genética. Mucho más preocupante, y de eso se ocupaba Bompa, es que ocurría sin intervención humana. Tuvimos problemas logísticos. ¿Era legítimo que un pichico barrial, por más entrenado que estuviera, combatiera contra un perro con garras de halcón?

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Vimos cosas rarísimas. ¿De dónde habían salido estos bichos? ¿Cómo podía ser que los animales hubieran mutado tan rápido? Los perros se convirtieron en una forma de tener un ingreso. La gente reaccionó. La plata de las apuestas no paraba de crecer. Creo haberlo dicho. Ya no era una cosa únicamente nuestra, de los empleados de SoyMax, que poníamos a pelear los perros que usábamos para las pruebas. Se había corrido la voz. La gente no sólo traía perros para vender. Empezaron a venir con sus propios animales de lucha, vestidos con camisetas de colores, que entrenaban en sus propias casas. En Cordón Soria vive mucha gente pero sigue funcionando como un pueblo chico. Todo el mundo sabía qué pasaba en el galpón a partir de las diecinueve. Incluso apareció una pequeña nota en un diario local, que Madariaga salió rápidamente a desmentir, sobre una supuesta riña canina del conurbano bonaerense. El jefe acusó a los periodistas de mentirosos. No tenían nada mejor que hacer, dijo, más que difamar a la pequeña y mediana empresa argentina

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Recuerdo muy bien las mejores peleas. Resina, por ejemplo, una especie de manto negro un poco desnutrido, gran luchador. Su dueño se llamaba José Villagrán. Vino a ver la pelea con tres hijos chicos. Tendríamos que haber prohibido la entrada de menores, pero era inevitable que esto se convirtiera en un evento familiar. Verlos ganarse unos pesos con la mascota era conmovedor

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Resina y Mondongo pelearon durante 20 minutos. Bomparola introdujo el término: desguantamiento. Como con un guante, se les salía la piel de todo el lomo. Se volvió cosa común. Desguantaron los dos en seguida. Sin el pellejo era difícil distinguir cuál era cual. Eran más o menos del mismo tamaño. Se mordían con ferocidad. Los cachos de músculo volaban en todas las direcciones. La carne colgaba del alambrado perimetral. No era infrecuente que el publico de la primera grada recibiera salpicaduras sangrientas

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Madariaga dijo una cantidad asombrosa de mentiras para tratar de salvarse. Entre ellas su teoría del boicot. Dijo que Julia San Marino y yo planeábamos su derrocamiento. Por esa razón lo habíamos denunciado ante la Justicia, incluso cuando San Marino y yo, empleados de SoyMax, estábamos implicados en la causa. Su acusación no tiene mucho sentido, pero ilustra su forma de pensar. Se presentó como una víctima de sus propios empleados, que lo traicionaban para montar ellos mismos un negocio alternativo. ¿Un negocio de qué? ¿Con qué plata?

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Armamos una especie de nido contra una pared, atrincherados entre bidones, perfectamente fuera del espectro de las cámaras de seguridad, que ella misma había colocado. Era incómodo, metálicamente rústico, gratificante. Cerrábamos la puerta desde adentro. El mejor horario era hacia el final de la jornada laboral, cuando la gente encaraba hacia el galpón para ver las peleas de la noche. O los fines de semana, durante el día, antes del comienzo de las riñas, cuando la fábrica quedaba vacía

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Las mutaciones se habían ido de control. En teoría, el galpón sólo permitía peleas de perros. ¿Y cómo se define un perro?

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Dos peleas más tarde Kinski murió decapitado por Tor, un gran danés con doble fila de dientes (rasgo proveniente de los cocodrilos, según Bompa) del barrio cerrado Lagos del norte. El caso de Tor produjo un debate álgido. Por más espíritu democrático, hacía falta organizarse

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Nuestro labrador se llamaba Pipo. En tres movimientos le quitó la piel al rival, un perrito minúsculo llamado Momia. Lo dejó en carne viva como si removiera una media. La gente gritó de euforia. (Yo también, lo confieso, grité como loco.) La violencia se volvía redentora, trágica, adictiva. Lo que vino después nadie lo explica. El caniche (que no era un caniche) empezó a rondar a Pipo. Nunca lo vi tan muerto de miedo, tan enfurecido. Era evidente que Pipo, históricamente bien alimentado, tenía que ganar. Pero Momia lo rondaba y lo rondaba, pequeño y amenazante. Pipo se ponía nervioso. Sufrí por él. Recordé el día en que, años atrás, lo compré en una veterinaria carísima de Pilar. (Mis hijos estaban felices y me abrazaban.) Algo anda mal, pensé. Ese perrito es una fiera

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Momia nos engañó a todos. Parecía presa fácil el caniche minúsculo. Empezó a morderle los tobillos al pobre Pipo, a recorrerlo, a hacerlo cambiar de dirección. Parecía haber peleado toda la vida. Lo recorría, obligaba a Pipo a enfrentarlo, a caminar el ring. Tenía un tercio de su tamaño. Y carecía de su porte y su belleza física y de ese aura de bienestar ocioso que es habitual en los labradores de los barrios privados. El caniche, que por supuesto no era un caniche, tenía calle, se había alimentado de basura y de animales muertos. Ahora peleaba por su vida. A un costadito del ring, sobrevolado por moscardones inmensos, estaba su pelaje desprendido, como si fuera un pulóver. En carne viva, puro músculo y tendones al aire, el caniche atacó a Pipo. Diría que lo tumbó el miedo. Ese caniche estaba loco, no tenía miedo a morir, y parecía completamente decidido a ganar la pelea. Pipo resultó un cagón. Parecía perturbado ante un rival sin lomo protector, con el interior rojizo al aire. Era verdaderamente asqueroso. La lucha avanzaba. El olor se hacía insoportable. El piso del ring estaba lleno de sangre, pelo, cartílago y secreciones. Por supuesto que Pipo tenía las apuestas a su favor (7:1)

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Ganó ocho peleas seguidas. No podía ser, y sin embargo ahí estaba, frenética y victoriosa. A la novena pelea, contra un cuzco con aires de manto negro, Bomparola me reveló su teoría. El perrito había aprendido a endurecer la piel. No es que creciera de nuevo, regenerándose, sino que desarrolló, y esto lo vimos todos, una coraza. Si hubiéramos podido tomar mediciones, dijo Bomparola, podríamos comprobarlo como corresponde. ¿Comprobar qué cosa?, dije. Que el perro de mierda muta a una velocidad insólita. Estábamos en la quinta grada. Momia acababa de ganar. La señora, esa vieja decrépita, había entrado al ring a levantar a su mascota. Se sentía triunfadora igual que el animal. Con la plata había vuelto a comer con regularidad. (Para los que dicen que las peleas eran crueldad pura.) Tenía sangre en el cuerpito. Elisa, la vieja, se ensuciaba los antebrazos, la frente, los pómulos. Hay que pedirle que la deje dormir acá, dijo Bompa. No va a querer, contesté. Mirá cómo la trata. Es como su hija. Fácil, contestó. Le ofrecemos plata. Le va a venir bien. ¿Para qué la querés?, pregunté. Para estudiarla. ¿Por qué mutará así?, preguntó Bompa. ¿Y cómo sabés si muta o no muta?, dije. Mirá el lomo. Parece piel de elefante. Se volvió paquidérmica como estrategia de supervivencia. Y si las mordidas no le entran en la carne, entonces no va a morirse nunca. ¿Y cuál es el problema?, pregunté

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Ya no recuerdo bien ni las razones ni los hechos. Mientras Bomparola trabajaba en una muy inútil teoría evolutiva sobre la inmortalidad (sí, exacto, la inmortalidad) Madariaga se pasaba los días reunidos con abogados en su despacho. Los hacía venir hasta acá, pero también debió viajar a Buenos Aires

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¿Tres días después? ¿Una semana? Ya no sé. Nos llegó por internet y en seguida fuimos en auto hasta Panamericana. Se quemaba la fábrica de colchones. ¿Qué necesidad de ir a ver tiene todo el mundo?, objetó Madariaga. Fuimos igual. Debí haberme dado cuenta de que Julia San Marino sufría con particular intensidad, pero sus habituales modos fríos, que la protegían de la decepción afectiva, me impidieron notarlo. Todo se quema, dijo. Todo se hace polvo, o más bien, corrigió, humo. ¿Qué decís?, le pregunté. (No me esperaba un comentario metafísico.) Habíamos dejado los autos de este lado del puente. El viento era leve y agradable y olía a goma. Acariciaba pómulos y fosas nasales. El espíritu confunde las vastedades: me sentí frente al mar, pero estábamos, en cambio, frente a la Panamericana. Los autos pasaban por debajo, sobre la autopista, en ambas direcciones, como en un día normal. (Desde nuestra posición no se veían las aglomeraciones hacia el norte por los controles policiales.) La columna de humo negro era un festival de la destrucción. ¿No te parece muy hermoso?, dijo Julia San Marino. ¿Qué cosa?, dije. El humo disolviéndose en el aire. No contesté. Se deshacía sin una trayectoria definida, como si fuera una inmensa medusa oscura llena de tentáculos. Olía a plástico quemado y quizás al fin de una época. Solvencia Amato filmaba con el celular. Bomparola sacaba fotos y se las mandaba a su mujer. El resto vigilaba con la admiración culposa que suscitan las tragedias ajenas. Juancito estaba serio, o conmovido, o no sé, mal: perturbado. ¿Qué pasa, Juan?, pregunté. No me contestó. Tenía lágrimas en los ojos. Es la gente, dijo. ¿Cuántas familias se quedan ahora sin trabajo?, preguntó. Ahora yo me quedé en silencio. Van a decir que fue accidental, dijo Julia San Marino. Mirábamos cómo el humo brotaba de las ventanas explotadas en los tres pisos de la fábrica. Pero fueron ellos, aclaró. Hablaba para nadie en especial, muy bajito, como secreteando. Fueron ellos que se queman a sí mismos, agregó. ¿Para qué?, pregunté. Para cobrar el seguro antes de la quiebra

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El desenlace es muy triste y no estoy seguro de poder organizarlo bien en la memoria. Bomparola consiguió estudiar de cerca a Momia. Le ofreció plata de su bolsillo a la vieja, que estuvo de acuerdo en que el pichicho durmiera en los caniles. Solamente unas noches. Después, dijo, volvía a casita con mamá. Se entretenía con las hipótesis evolucionistas. (Quizás previendo buscar trabajo como investigador cuando nos hubiesen echado a todos.) Si todo este desastre tiene algo positivo, me decía, es cómo la naturaleza se las arregla para sobrevivir. ¿Y nosotros?, preguntaba yo. Nosotros, bueno, dijo Bompa. Algunos, los más rudos, sobrevivirán. Los blandengues, como siempre, quedarán en el camino. No lo digo yo, lo dice Darwin. Amén, contesté

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No lo noté porque no había forma de notarlo en seguida. Simplifico: se me pudría el antebrazo. Quizás por cuestiones de supervivencia nunca fui hipocondríaco. En esta época no se podía vivir con miedo. Enfermarse es demasiado fácil como para andar vigilando peligros y amenazas. Gloria me preguntó si me había cortado en la fábrica. Mentí y dije que me lastimé podando el cerco. Yo nunca podaba el cerco, que para eso le pagábamos a don Silvio, y fue para distraerme que el otro día, sin aviso, monté la escalera y me puse con las tijeras. Gloria, que tampoco era hipocondríaca, no se preocupó. No parece profundo, dijo

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Momia sumaba peleas invicta. La piel, como sostenía Bomparola, se le había endurecido para evitar la penetración de la dentadura ajena. ¿Y entonces? ¿Por qué murió? Según él la mutación se descontroló. Lo que ganó en rigidez lo perdió en movilidad. Pagándole un extra cada día de pelea, consiguió que la vieja le dejara tomar una medición diaria del perrito. Quería tener registro del grosor de la piel. Aumentaba, según Bomparola, menos de un milímetro cada veinticuatro horas. Eso era muchísimo. Veinte días después, el perro casi no podía moverse. Y el grosor, como una capa de alquitrán, seguía endureciéndose. No murió exactamente de asfixia, pero casi. Hacia las últimas peleas, Momia era capaz de resistir mordidas crueles en todo el lomo, pero había perdido el atributo de la agilidad. La coraza de cuero endurecido le pesaba demasiado. Quería moverse pero no podía. La rigidez resultó letal. La liquidó un fila brasilero inmenso, que venía de Los Álamos, de una larga vida de comer bien. La vieja se lloró todo en las gradas. Bomparola no había descartado la hipótesis: que Momia fuera inmortal. Científicamente decía esto: si el perro era capaz de modificar su organismo suficientemente rápido, no tenía por qué morir. ¿Qué era la muerte sino un desfasaje evolutivo? Por supuesto no tenía razón. La situación general de SoyMax era tan complicada que ni me esforcé en refutarlo. Yo me entretenía con mi romance con Julia. Bompa con el estudio del caniche mutante

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No entraban al galpón. Madariaga tenía apalabrada a las autoridades. Pero eso, según me dio a entender Julia San Marino, no duraría mucho. Esto será un sálvese quien pueda, me dijo. ¿Qué querés decir?, pregunté. Me estaba poniendo los pantalones. Quiere decir exactamente lo que dije, ingeniero

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Me preocupaba más que ella hubiera hablado con el hermano sobre las peleas que mi propia convalecencia. No me digan que en esto no influyeron factores psíquicos: el dolor empezó la mañana después. Localizado, sobre los músculos. Difundido por el organismo más tarde, como si ese refulgir de colores nocturnos se me hubiera disuelto por la sangre. Pensé en mi muerte. Pensé en la orfandad de Samantha y Miguel. Pensé en que Gloria quedaba sola para criarlos en un mundo imposible. Sentí latidos extraños en distintos puntos del cráneo. Imaginé el surgimiento silencioso de un ataque cardíaco. A las dos de la tarde, después de un churrasco con ensalada, vomité. Busqué a Bomparola en la máquina de café y le conté todo. Omití por supuesto, que el hermano de Julia sabía del galpón, para no preocuparlo. Me desabroché el botón de la camisa, la arremangué y mostré la herida. Está casi curada, ¿de qué te preocupás? Hay mucha luz, dije. No se nota. Sugerí que fuéramos a un lugar oscuro. ¿Me lo estaba imaginando? Bompa intentó tranquilizarme. Pará un poco, dijo. Estás alterado. Me tocó el músculo. Di un salto de dolor. No exageres, dijo Bompa. No entendés. Tengo algo, dije

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Las cosas se estaban definiendo y yo necesitaba estar bien. Volví a ver al doctor. Le pedí a Julia San Marino que me acompañara. Me dijo que no. Ya sabía cómo llegar a su hermano. Ella había hecho lo suyo. Era una infección, pero no sabían de qué tipo. Mi sangre tenía los valores alterados. ¿Y por qué motivo?, dije. En parte, por la mordida, dijo Gastón San Marino. En parte, porque ya nadie está demasiado bien. ¿A ustedes no les daban el agua?, preguntó. Sí, contesté. ¿Qué empresa la distribuye? Hidrosur, dije. Ah, dijo Gastón San Marino. ¿Qué hay con eso? Empezó siendo buena, incluso de las mejores, pero la calidad bajó. Y seguirá bajando. ¿Qué tengo que hacer? Nada, seguir con el antibiótico para combatir el bicho. ¿Sigue doliendo? Mucho, y no solamente en el brazo. Es normal, dijo Gastón San Marino. El cuerpo combate todo entero. ¿Estoy intoxicado, doctor? No es una buena pregunta, contestó. Todos estamos más o menos intoxicados. Es una cuestión de grados. Es cierto, contesté. Tomate unos días de reposo con la familia. ¿Vos que agua tomás?, pregunté. La misma que ustedes. ¿Y entonces?, dije. ¿Entonces qué?, preguntó el médico. Si está tan mala, ¿para que la consumís? No llega ninguna otra empresa a Cordón Soria. Las cortaron hace un mes, ¿no te enteraste? Algo leí, dije. Nos aislaron, dijo el médico. Por eso, Mario, no te preocupes demasiado. Descansá unos días y volvé trabajar. ¿Sigo con el alcohol? Como quieras, dijo. La herida no es el problema

► 49 ◄

Le conté casi todo a Gloria y me puse a llorar. Del juicio a Madariaga, de la crisis y la amenaza de cierre. Ella mandó a Samantha y a Miguel arriba, para que no me vieran así. Me sirvió un vaso de agua en la mesa de la cocina. Me quedé mirándolo. No me lo tomé. Si esa agua estaba mala, ¿qué pasaba con todas las demás? ¿Qué pasa?, dijo. Nada, contesté. ¿Cómo llegamos a esto?, dije. ¿A qué, mi amor?

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En otras condiciones no lo hubiera hecho. Pero mi brazo estaba cada vez peor. Hasta Gloria lo notó cuando apagaba la luz en la habitación. ¿Qué es ese reflejo?, dijo. Traté todas esas noches de que no lo notara. Pero esa vez se lo mostré. Saqué el brazo de debajo de las sábanas. Lo erguí en la noche. Era un faro de verdor. ¿Qué mierda es eso?, dijo. No se sabe, contesté. ¿Lo hiciste ver? Sí, dije. ¿Y? No tienen la más puta idea. ¿Y cómo te agarró? Me mordió un perro. ¿En la calle?

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Gloria me echó de casa. Vi el video de Julia San Marino en casa de Bomparola, que me acondicionó el cuarto de huéspedes hasta que resolviera mi crisis matrimonial. (Me tengo poca fe.) Son tiempos duros, dijo Matilde, su mujer, cuando me daba una toalla limpia

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Fue un suceso mediático. Otros doce gerentes de empresas de agroquímicos hicieron lo propio, también por internet. Murieron sólo cinco (tres de Monsanto, dos de BASF). Una nota en El mensajero tituló Epidemia de suicidios en gerentes de empresas del agro

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Gloria me llamó después de ver a Julia vomitando por internet. Preguntó si se había muerto. Contesté que no. Había tenido suerte y ahora estaba en terapia intensiva. ¿En qué sanatorio? Acá, en el Santa Teresita, donde trabaja su hermano, dije. ¿Va a sobrevivir? Yo creo que sí, dije. Gloria no contestó. Preguntó por mi brazo. Dije que estaba igual, o un poco mejor, pero que en todo caso brillaba por las noches y no me dejaba dormir. Los dolores de cabeza no aflojaban, como si tuviera algo suelto, un líquido pesado como el plomo, dentro del cráneo. Además me dolía el pecho y me costaba un poco respirar. Hizo un silencio. La sentí que tomaba aire como a punto de decir algo. (Parecía angustiada pero tranquila.) Preguntó por el incendio. ¿Fue un accidente? Dije que no sabía demasiado, sólo detalles que me había contado Bompa. Salió en la tele, dijo Gloria. El Reconquista estaba en llamas. Pobre río, contesté. Ahora yo hacía un silencio para que ella se ablandara un poco. Otra vez la oí respirar. ¿Tenés agua buena?, pregunté. Sí, dijo ella. Aunque ya nunca se sabe de dónde vienen las cosas. Dije que la quería mucho. Gloria no contestó. Tampoco me ofreció volver a casa. ¿Cuándo tenía que ver de nuevo al médico? La semana que viene, o la otra, ya ni sé. Las pastillas me tienen un poco tonto, pero al menos duermo. ¿Los chicos estaban bien? Sí, dijo

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Bompa me convenció de que lo acompañara. Te va a hacer bien salir un poco, dijo. Antes del cierre había que deshacerse de los pichichos. ¿Pensaban soltarlos? El intendente ordenó que los mataran. Se lo encargaron a él, a Juancito. Que hiciera un pozo en uno de los baldíos y los prendiera fuego. Era mucho más peligroso largar los perros enfermos en Cordón Soria. Juancito supo de esto y no aguantó. Era un tipo sensible. De todas estas negociaciones me enteré después por Bompa, que miente y exagera, pero me lo contó así. Al parecer, Juancito obedecía la orden. Fue a comprar kerosene. Volvió con la camioneta cargada. Diez o doce tanques de 200 litros. Yo estaba ahí con ellos. Vi todo, aunque ahora prefiero no haber visto. ¿Quién haría el pozo? ¿De qué tamaño? Juancito y su gente. Madariaga le encargó por teléfono a Bomparola que dirigiera la operación. ¿Necesitás ayuda?, preguntó Bompa a Juancito apenas llegamos al predio. No, dijo él. ¿Dónde vas a cavar?, preguntó. En cualquier lado, dijo Juancito. Da igual

Отрывок из книги

A Nino

Será difícil conseguir empleo en el sector. Bomparola la vio venir. Ahora me queda clarísimo. Estos días se ocupa de venderle su teoría evolutiva a alguna cátedra universitaria en el centro. (No sé cómo pretende entrar en Capital Federal, pero ese es otro tema.) Que todo lo que vivió, eso que nos difama, se convierta en trabajo de campo, en ciencia, decía.

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Y yo con el brazo todo verde.

La industria muere de pie. ¿Me van a dejar hundir en este pantano?, dijo Madariaga en una de esas reuniones.

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