Será el paraíso
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Pavel Oyarzún Díaz. Será el paraíso
Capítulo I K-125. 27 de marzo de 1974
Capítulo II El reflejo del Sol en los vidrios. 25 de febrero de 1984
Un tour por Puerto Porvenir
Capítulo III Julius
Capítulo IV Barlovento
Capítulo V Pardo
Capítulo VI Bloques erráticos
Cameron: debut y despedida
Capítulo VII Bruja
Informe: Marco
Inca Garcilaso. Santiago en el corazón
Braulio Arenas
Capítulo VIII No mentirás
Balada de un velociraptor
Estrella de cinco puntas
Capítulo IX La espada de Dios. El hombre es una roca
Luzmira Serrano Bril
Cazafantasmas
Capítulo X Tragados por el polvo
Capítulo XI Gone with the wind
Capítulo XII El Mester de Juglaría. 1
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Yo, Marcela, en El Mester de Juglaría, que hoy por hoy es la noche
Capítulo XIII Cangrejo
Capítulo XIV Los Payasos de la Esperanza
Efecto vodka
El Sol de Stalingrado
Capítulo XV Realidad. 1
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Índice
Отрывок из книги
MIRADO DESDE EL CAMINO, que pasa sólo a diez metros de sus pies, Pedrito parece un tipo normal. Un tipo cualquiera que está tendido sobre la arena, a orillas del estrecho de Magallanes. Desde allí, o incluso un poco más cerca, sería difícil que alguien notara, en el claroscuro de la madrugada, el tamaño desproporcionado de su cabeza con respecto a su ancho y corto talle, a sus piernas arqueadas, de hilo. Aunque a decir verdad, aquello, por ahora, no tiene importancia.
Pedrito, también llamado el Duende, también llamado Hombre-Gato, permanece desde hace un par de horas observando las aguas del estrecho, en dirección de isla Dawson, con unos viejos binoculares Vintage, franceses, fabricados poco antes de la Segunda Guerra Mundial. El hombre parece inmune al vientecillo helado que cada tanto inclina el pastizal de la playa. Piensa que está bien equipado: parka térmica con cuello y puños de lana, de las que usan los estibadores en el puerto; pantalón de mezclilla gruesa y zapatones de goma, forrados. La cabezota y las tenazas desnudas. Casi no se ha movido. Posee aquella paciencia que adquirió desde niño, cuando pastoreaba ovejas en las estribaciones de la cordillera Darwin. Aquella bendita paciencia a la que más tarde sumó la facultad de permanecer quieto, durante horas, observando el firmamento de Tierra del Fuego con un telescopio casero, que rescatara del vertedero de un campamento del petróleo, donde trabajó hasta el 11 de septiembre del 73.
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Pero aquel es otro tiempo. Ahora estamos en la calle, bajo un cielo despejado, en Puerto Porvenir, a inicios de la campaña de reclutamiento. A dos días de ella. Con Pedrito, además, calzando botas de goma, como los ovejeros. No había posibilidad alguna de pasar inadvertidos. De simular un par de sombras cualquiera. En la primera salida ya vulnerábamos la regla Nº1 de la clandestinidad: fundirse con el paisaje, morir en él. Como dupla éramos un espectáculo público. Carne fresca para rapaces, para ventanas carnívoras. Aunque no debe creerse que solo culpo a Pedrito en esta delación. También yo ponía una impronta, una marca; quiero decir, con eso de ir vestido de abrigo largo, funerario, flaco, desgarbado, pálido como lápida, con cara de frío o de abandonado, fumando hasta las uñas. Éramos el dúo de la muerte. Doble cero. Íbamos por una galería de puertas y ventanas que eran miras de precisión, radares. O por lo menos eso sentía en mi corazón. Le hablé a Pedrito de las ventanas, de aquella sensación que me tocaba el cuello, la nuca. El Duende sonrió y guardó silencio. Luego aminoró el paso. Pedrito sonreía sin mirarme. Le sonreía a las ventanas vacías. O aparentemente vacías. También a las puertas, a los enrejados. A los perros, que parecían perder vigor ante él. Recién después de unos cincuenta pasos, muy lentos, me aconsejó que no me enrollara con eso de las ventanas. Que no apretara el culo. Me aseguró que aquello de vigilar a los extraños era un deporte en Puerto Porvenir. En todas las cortinas hay un curioso, añadió. Hay un vigilante aficionado. Ya te acostumbrarás, tovarich. Tómalo como un paseo de domingo. Como un trekking, por los montes Urales. Algo así.
Vía dolorosa: de calle Sarmiento hasta la esquina de Misiones. Cuando llegamos, Pedrito me anunció el nombre de la esquina, como si yo no supiera leer. De allí, una cuadra hasta arribar a la calle del miedo. En realidad, la calle del miedo era un pasaje estrecho, sin pavimentar, sin un solo poste de luz, en sus sesenta o setenta metros de largo. Aquella serpiente de tierra cruzaba en diagonal, describiendo una curva abierta, hasta la calle Muñoz Gamero, que desembocaba, como todas las calles, de norte a sur, en Pequeño Páramo. Mientras recorríamos el pasaje Esteban Capkovic –su nombre oficial–, Pedrito, en marcha lenta, me dijo que era conocido como el «Túnel» o «Pasillo de la Viuda», porque allí, de vez en cuando, hacía sus apariciones la Viuda Negra, cuya especialidad eran borrachos y alucinados. Primero se les insinuaba a la distancia. A la luz del delirio. Se veía curvilínea. Calentona. Era la promesa de un polvo de película. El mejor polvo de sus míseras vidas. Entonces el alucinado se lanzaba tras ella y ella se dejaba alcanzar. Y allí terminaba todo. O comenzaba. El caso es que la Viuda Negra les comía el corazón y los ojos. Y les sorbía el seso. Era un túnel de apenas setenta metros, pero que de noche parecía un kilómetro. En un recodo, ella esperaba a su clientela, vestida de luto. Aguardaba, con paciencia de muerta, a sus pecadores, sus crápulas favoritos. Canallas y puteros. Jugadores. Infieles. Entonces se los llevaba. Y los dejaba babeando, contando nubes. O impotentes de por vida. O los liquidaba de un soplo en la oreja, en la nuca. También se les pronuncia a los pájaros nuevos, a los comunistas, soltó sonriendo el Duende. Yo no me reí. No me hizo gracia verle su bocaza al máximo, sus dientes amarillos. Tenía el estómago débil esa mañana. Aquella sonrisa de Pedrito era una marca de nacimiento. Alguna vez me pregunté si el Duende habría llorado en su vida.
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