Buscar el Domingo

Buscar el Domingo
Автор книги: id книги: 1982909     Оценка: 0.0     Голосов: 0     Отзывы, комментарии: 0 1541,17 руб.     (15,31$) Читать книгу Купить и скачать книгу Купить бумажную книгу Электронная книга Жанр: Религия: прочее Правообладатель и/или издательство: Bookwire Дата добавления в каталог КнигаЛит: ISBN: 9781951539566 Скачать фрагмент в формате   fb2   fb2.zip Возрастное ограничение: 0+ Оглавление Отрывок из книги

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Описание книги

Bestseller del New York Times – Un libro que es tanto una sincera oda al pasado como una mirada esperanzada hacia el futuro de lo que significa ser parte de la Iglesia -Como miles de sus compañeras y compañeros millenials, Rachel Held Evans ya no quería ir a la iglesia. La hipocresía, la política, los gigantescos presupuestos de construcción, los escándalos: la cultura de la iglesia le parecía alejada de Jesús. Sin embargo, a pesar de su cinismo y recelos, algo la atraía de nuevo a la iglesia. Así es como emprendió un viaje para comprender y encontrar su lugar en ella.Centrada en siete sacramentos, la búsqueda de Evans lleva a los lectores a través de un año litúrgico con historias sobre el bautismo, la comunión, la confirmación, la confesión, el matrimonio, la vocación y la muerte, que son divertidas, desgarradoras y muy honestas.Un libro de memorias sobre arreglárselas y tomar riesgos, sobre el desorden de la comunidad y el poder de la gracia, Buscar el Domingo se trata de superar el cinismo para encontrar esperanza y, en algún punto intermedio, a la Iglesia. «Evans ha escrito un libro muy ocurrente. Está enraizada en las cosas profundas de la fe. Escribe con un estilo vívido y traspone declaraciones de fe en narrativas persuasivas y concretas. Su libro es una invitación vigorosa a reconsiderar que la fe ha sido mal entendida como un paquete de certezas en lugar de una relación de fidelidad». Walter Brueggemann, Seminario Teológico de Columbia «Oh, Dios mío, este es el mejor libro de Rachel hasta ahora —y esto es decir mucho. De manera honesta y esperanzadoramente irónica, Rachel habla por muchos de nosotros. Creo que sus palabras encarnizadas sanarán muchas heridas. Un libro que debe leer todo aquel que ame a Jesús pero que lucha con amar, comprender o encontrar su lugar en la Iglesia». Sarah Bessey, autora de Jesús Feminista

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Rachel Held Evans. Buscar el Domingo

Copyright © 2015 by Rachel Held Evans

Amar, Dejar y volver a Encontrar la Iglesia. de Rachel Held Evans. 2020, JUANUNO1 Ediciones

This translation published by arrangement with Thomas Nelson, a division of HarperCollins Christian Publishing, Inc. Esta traducción es publicada por acuerdo con Thomas Nelson, una división de HarperCollins Christian Publishing, Inc. Spanish Language Translation copyright © 2020 by JuanUno1 Publishing House, LLC

Published in the United States by JUANUNO1 Ediciones, an imprint of the JuanUno1 Publishing House, LLC. Publicado en los Estados Unidos por JUANUNO1 Ediciones, un sello editorial de JuanUno1 Publishing House, LLC. www.juanuno1.com

JUANUNO1 EDICIONES, los logotipos y las terminaciones de los libros, son marcas registradas de JuanUno1 Publishing House, LLC

Name: Evans, Rachel Held, author. Buscar el domingo: amar, dejar y volver a encontrar la iglesia / Rachel Held Evans. Published: Miami : JUANUNO1 Ediciones, 2020. Identifiers: LCCN 2020949693. LC record available at https://lccn.loc.gov/2020949693. REL012120 RELIGION / Christian Living / Spiritual Growth. REL012040 RELIGION / Christian Living / Inspirational. REL077000 RELIGION / Faith

Ebook ISBN 978-1-951539-56-6

Maki Garcia Evans

Corrector/Editor: Tomás Jara. Diagramación interior: María Gabriela Centurión. Director de Publicaciones: Hernán Dalbes

Cover. Portada. Hablan de Buscar el Domingo. Portada. Legales. Dedicatoria. Cita. Prefacio por Glennon Doyle Melton. Prólogo: Alba. I. Bautismo. 1. Agua. 2. Bautismo del creyente. 3. Desnuda en Pascua. 4. Conejito regordete. 5. Suficiente. 6. Ríos. II. Confesión. 7. Cenizas. 8. Voten sí a la uno. 9. Ropa sucia. 10. Lo que hemos hecho. 11. Meet the Press. 12. Polvo. III. órdenes Santas. 13. Manos. 14. La Misión. 15. Error épico. 16. Pies. IV. Comunión. 17. Pan. 18. La comida. 19. Baile metodista. 20. Brazos abiertos. 21. Mesa libre. 22. Vino. V. Confirmación. 23. Soplo. 24. Altares al lado del camino. 25. Gigante Tembloroso. 26. Duda de Oriente. 27. Con la ayuda de Dios. 28. Viento. VI. Ungir a los enfermos. 29. Aceite. 30. Sanación. 31. Tedio evangélico. 32. El asunto del coche fúnebre. 33. Perfume. VII. Matrimonio. 34. Coronas. 35. Misterio. 36. Cuerpo. 37. Reino

ALBA. Diré cómo el sol nació -en cintas sucesivas - —Emily Dickinson

AGUA … por la palabra de Dios, existía el cielo y. también la tierra, que surgió del agua y mediante el agua —2 Pe 3:5

Bautismo del creyente. Toda el agua tiene una memoria perfecta y siempre. está tratando de volver a donde estaba —Toni Morrison

Desnuda en Pascua. Cuán audaz se vuelve uno cuando está seguro de ser amado —Sigmund Freud

Aproximadamente hace dos mil años atrás, una mañana de Pascuas justo antes de que el sol se elevara, la luz parpadeante de la lámpara habría iluminado los dibujos mientras los nuevos conversos al cristianismo se arrodillaban, completamente desnudos, en el agua del bautisterio. Uno por uno, los hombres separados de las mujeres, cada uno afirmaba públicamente los principios de la fe y renunciaba a Satanás y sus demonios antes de ser sumergido tres veces en el agua fría, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo “¿Renuncias a Satanás y a todos sus ángeles, a todas sus obras, a todos sus servicios y a todo su orgullo?”, les preguntan los sacerdotes ortodoxos a los conversos adultos hasta el día de hoy “Si, renuncio”, dice el converso “¿Te unes a Cristo?” “Lo hago” “Inclínate ante él” “Me inclino ante el Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo” Luego del bautismo, a los conversos se les daban túnicas blancas para significar su nueva vida en Cristo y se los ungía con aceite, marcándolos como miembros del sacerdocio real. Luego, se unían a sus compañeros creyentes para celebrar la comida eucarística por primera vez. El proceso se repetía cada año, luego de varios días de ayuno en la culminación de la solemne vigilia de Pascua.10. En estos días, la mayoría de las iglesias no comienzan el domingo de resurrección con un montón de personas mojadas y desnudas renunciando a Satán y a sus demonios a las seis de la mañana. Este enfoque atraería a muchos menos visitantes que las elaboradas obras de teatro o las búsquedas de huevos de Pascua que prometen premios en efectivo. Sin embargo, a nivel histórico, la vida cristiana empezaba con el reconocimiento público de las dos realidades incómodas —maldad y muerte— y, con el bautismo, el cristiano hace la audaz afirmación de que ninguna de los dos tiene la última palabra. Ahora, cada vez que leo una nota sobre exorcismos de demonios, me siento tan incómoda como un conductor de Honda que escucha la NPR,1 lee en el New York Times y es progresista. Cuando me topo con esos relatos en el Nuevo Testamento, me inclino a tomar un abordaje sofisticado y asumo que las personas a las que se les sacaron los demonios eran sanadas de enfermedades mentales, epilepsia o algo así (lo cual, cuando lo piensas, solo requiere intercambiar una historia altamente inverosímil por otra). Pero, últimamente, me he estado preguntando si esto deja algo importante afuera, algo verdadero sobre la forma y naturaleza del mal, lo cual, como lo expresa Alexander Schmemann, no es meramente ausencia del bien, sino “la presencia del poder oscuro e irracional”.11. Desde luego, nuestros pecados —odio, miedo, avaricia, celos, lujuria, materialismo, orgullo— a veces pueden tomar formas tan distintas en nuestras vidas que los reconocemos de forma grotesca en los rostros de las gárgolas que guardan las puertas de la catedral. Y estos pecados se unen a un coro —quizás, hasta podrías decir a una legión— de voces atrapadas en una batalla sin fin contra Dios para reclamar nuestra identidad, para convencernos de que les pertenecemos, que tienen derecho a nombrarnos. Donde Dios llama amada a la persona bautizada, los demonios la llaman adicta, puta, pecadora, fallada, gorda, insignificante, farsante, fracasada. Donde Dios la llama su hija, los demonios la atraen con ser rica, poderosa, bonita, importante, religiosa, estimada, exitosa, correcta. No es ninguna coincidencia que cuando Satán tentó a Jesús luego de su bautismo, empezó sus conjuros diciendo “Si eres el Hijo de Dios…”. Todos anhelamos que alguien nos diga quienes somos. La gran lucha de la vida cristiana es apropiarnos del nombre que Dios nos dio, creer que somos amados y creer que eso es suficiente. Ya sea que provenga desde adentro o afuera nuestro, ya sea que representen distintas personalidades o pecados y sistemas que compiten por nuestra lealtad, los demonios son tan reales como las identidades competidoras que buscan poseernos. Pero, más que expulsarlos de nuestras iglesias, tendemos a invitarlos. Una vez allí, nos dicen que seremos hijos de Dios cuando…

Conejito regordete. Debe ser asombroso tener diecisiete y saberlo todo —Arthur C. Clarke

Suficiente

Ríos. Tenemos la tendencia de huir del silencio salvaje y de la salvaje oscuridad, de empacar nuestros dioses y refugiarnos detrás de las murallas de la ciudad y convertir nuestros dioses en ídolos… Y cuando estamos en los templos, entonces, ¿quién oirá la voz que clama en el desierto? ¿Quién oirá la caña agitada por el viento? —Chet Raymo

Cenizas. Tan compasivo es el Señor con los que le temen como lo es un padre con sus hijos. Él conoce nuestra condición; sabe que somos de barro —Salmo ١٠٣: ١٣-١٤

Vote sí a la uno. Les arrojé piedras a las estrellas, pero se cayó todo el cielo —Gregory Alan Isakov

Entono las palabras con despreocupación superficial; mi mente ruge furiosa contra la tipografía Papyrus en la que están proyectadas en la pared. El baterista fija un ritmo de ¾ adormecedor, pero la congregación de Grace Bible Church canta más alto que antes, impulsada por la familiaridad de un himno viejo y simple. Quieren cantarla más lenta que el ritmo designado, y el baterista, un estudiante de último año de la escuela secundaria con una masa de cabello castaño rizado que oculta sus ojos, luchará contra ellos durante la primera estrofa antes de rendirse al zumbido lento y constante de doscientos cristianos perfectamente a gusto con tomarse su tiempo durante la “noche oscura, el sol y la luna, las estaciones del año también”, del amor inmutable de Dios. Para el momento que llegamos a la parte de las estaciones, ya me doy por vencida, mi voz falla en la segunda línea del himno: “Ni una sombra de duda tendrá” Ni una sombra de duda. ¿No sería lindo? Me siento culpable porque hay una sobreviviente al cáncer a mi derecha y, dos filas adelante, una mujer que enviudó hace poco; cada una de ellas canta con las manos elevadas y los ojos cerrados. Su fe no ha sido fácil, lo sé, pero me molesto con ellas por eso. Yo he hecho todo bien. He estudiado a los famosos apologetas y he tomado las clases correctas. No hubo ninguna gran tragedia personal que sacudiera mis cimientos, ninguna injusticia o traición que justificara mi tropiezo o alejamiento —solo unas pocas preguntas molestas que desenredaron mi fe como un ovillo de hilo y me dejaron aquí parada, sin poder cantar una canción que sé de memoria, helada por una sombra que nadie más puede ver. Mi esposo de hace cinco años, Dan, está parado al lado mío, firme como un muelle atado a un barco a la deriva. Una vez en casa, nos arrastraremos a la cama —vestidos de iglesia, pero sin zapatos— y él me escuchará mascullar mi letanía de lamentaciones: el guiño político durante los anuncios, la charlatanería sobre el infierno, la interpretación simplista de un texto complicado, la teología violenta y masculina, las suposiciones —en apariencia compartidas— de que el fin de los tiempos está sobre nosotros porque acabamos de elegir a un presidente demócrata con un nombre que suena extranjero. Me aferro a estas ofensas no porque sean particularmente graves o, incluso, reales, sino porque me dan razones para odiar ir a la iglesia, sumado a mi propia y desagradable duda. Me dan alguien más a quién culpar. Quizás, diremos, sea el momento de abandonar todo esto. Démosle una semana más. Hay programas de recuperación para personas que duelan la pérdida de un padre, hermano o pareja. Puedes comprar libros de cómo lidiar con la muerte de una mascota amada o de cómo tramitar la angustia de un aborto espontáneo. Hablamos abiertamente unos con otros sobre la congoja que acarrea un despido, una mudanza, un mal diagnóstico o un sueño postergado. Pero nadie te enseña cómo estar de luto por la pérdida de tu fe. En esa solo estás tú. Para mí, el problema empezó cuando comencé a sospechar que Dios estaba menos preocupado que yo por salvar a las personas del infierno. Luego de graduarme de la secundaria, me inscribí en la Universidad Cristiana de Artes Liberales, donde mi padre enseñaba teología y, como era de esperarse, me senté en la primera fila de mis clases de cosmovisión bíblica y bebí apologética cristiana de la misma manera que la mayoría de los estudiantes universitarios ingieren cerveza barata. Y durante los primeros dos años me intoxiqué con certeza. Toda pregunta me llevaba a una respuesta fácil y satisfactoria, y me tragué completas todas esas respuestas. Me instalé en los placeres agradables de la vida universitaria: bromear con mis compañeros de cuarto, debatir teología con papas fritas frías en la cafetería, cargar antologías de Norton por todo el campus, como debería hacer un buen estudiante de inglés. Pero luego cayeron las torres gemelas, y una parte del mundo en la que había pensado poco ocupó la pantalla de mi televisión cada noche, mientras nuestro país ocupaba sus tierras. Cuando los informes de daños colaterales se deslizaron por las cadenas informativas, se me ocurrió que las mujeres y los niños muertos en la guerra civil de Irak eran, en su mayoría, musulmanes. No tanto por elección sino por nacimiento. Eran musulmanes porque había nacido en un país predominantemente musulmán y tenían padres musulmanes, así como yo era cristiana porque había nacido en un país predominantemente cristiano y tenía padres cristianos. ¿Se supone que debería creer que la misma bomba suicida que envió a un terrorista al infierno también envió a sus víctimas al mismo lugar? ¿Porque no eran cristianos evangélicos como yo? ¿Porque habían nacido en el lugar equivocado en el momento equivocado? ¿Y acaso este es el destino que aguarda a la mayoría de mis compañeros seres humanos, incluyendo a los millones que ni siquiera han escuchado de Jesús? Era una universidad no denominacional, así que me topé con todo tipo de respuestas. Los arminianos decían que Dios no podía salvar a los perdidos sin sacrificar nuestro libre albedrío; los calvinistas decían que Dios no salvaría a los perdidos porque, bueno, simplemente no quería. Los pentecostales contaban historias alocadas sobre ángeles que aparecían en tribus apartadas de la jungla para distribuir el evangelio en hojas de plátano. Los estudiantes citaban a Karl Barth. Todos acordaban que, en cualquiera de los casos, todos merecíamos ir al infierno, así que era mejor que dejara de hacer preguntas y mostrara un poco más de gratitud. Mis compañeros de clase parecían preocuparse únicamente cuando señalaba el hecho de que, según lo que habíamos aprendido en la escuela dominical sobre la salvación, los judíos asesinados en las cámaras de gas en Auschwitz fueron directamente al infierno, y los montones de anteojos y maletas abandonados que se exhiben en el museo del Holocausto representan a cientos de miles de almas que sufren una tortura sin fin a manos del mismo Dios a quien habían clamado por rescate. Esperaba algún tipo de reacción, pero solo me recordarán amablemente que, tal vez, las pijamadas en el dormitorio no eran el mejor momento para hablar sobre el Holocausto. Esas primeras preguntas sobre el infierno me hicieron resbalar por la habitual pendiente enjabonada y, en poco tiempo, me encontré cuestionando todo lo que me habían enseñado sobre la salvación, el pluralismo religioso, la interpretación bíblica, la política, la ciencia, el género y la teología cristiana. El evangelicalismo me dio muchos regalos, pero la habilidad de distinguir entre creencias fundacionales, ortodoxas y las periféricas no estuvo entre ellos, así que mientras realizaba este inventario masivo de mi fe, arranqué todas y cada una de las doctrinas del armario y las puse al derecho y al revés sobre mis manos; el Credo de Nicea fue sometido al mismo escrutinio que el creacionismo de la tierra joven y la política republicana, porque todas me habían sido presentadas como componentes esenciales de una cosmovisión bíblica “Puedes creerle a la Biblia o puedes creer en la evolución —le dijo en una reunión matutina el profesor favorito al cuerpo estudiantil—, pero no puedes creer en ambas; tienes que escoger” Esa elección recurrente —fe o ciencia, cristianismo o feminismo, Biblia o criticismo histórico, doctrina o compasión— seguía haciéndome tropezar como las raíces que se levantan en un camino en el bosque. Quería creer, claro, pero quería hacerlo manteniendo intacta mi integridad intelectual e intuición, con mi mente y corazón a bordo. Cuanto más se me pedía elegir, más fragmentada y deshilachada se volvía mi fe, más se desgarraba la telaraña de la fe que mantenía unida mi visión del mundo. Y ahí es cuando la duda real entró sigilosamente, como una especie invasora, como una enredadera en mi cerebro: ¿Qué si nada de esto es cierto? ¿Qué si todo es una gran mentira? Como con la muerte de un ser querido, sentí la ausencia de mi fe más profundamente en esos momentos del día donde solía estar presente —en la iglesia, en oración, en el amplio azul de un cielo otoñal. Me convertí en una extraña para el Dios ocupado y paternal que procuraba espacios de estacionamiento para mis amigos y aceptaba peticiones de oración por el clima y resultados de las elecciones, mientras dejaba que treinta mil niños murieran cada día por enfermedades evitables. En su lugar, me quedaba despierta en mi dormitorio durante la noche, suplicando al fantasma amorfo de una deidad que me salvara de mis dudas y me ayudara en mi incredulidad. Leer la Biblia solo empeoraba las cosas, despertaba más preguntas, más problemas para resolver. Las letras de las canciones de adoración en la capilla sabían a cenizas en mi boca. Sentía que la fe se me esfumaba “Te cubriste de nube —dice el autor de Lamentaciones— para que no pasase la oración nuestra” (Lamentaciones 3: 44, RVR1960) Mientras que mis padres siempre le habían dado la bienvenida a las preguntas y a las discusiones, mis amigos y profesores diagnosticaban la crisis de fe como un acto deliberado de rebelión. Luego de graduarme, los rumores de mi supuesta apostasía circularon por la ciudad, y me encontré en listas de peticiones de oración de iglesias a las que ni siquiera asistía. Mi mejor amiga me escribió una carta en la que comparaba mis dudas con un hábito similar al de uso de drogas y en la que me explicó que necesitaba distanciarse de mí por un tiempo. Todavía tengo alrededor de una docena de copias de El caso de Cristo guardadas en mi ático. Nadie podía creer que Rachel Held —alguna vez una joven evangelista tan prometedora— estuviera perdiendo fe. Sus prescripciones no se hicieron esperar: “Los caminos de Dios son más altos que los nuestros. Necesitas dejar de hacer preguntas y solo confiar en él” “Debe haber algún pecado en tu vida haciendo que tambalees. Si te arrepientes, tus dudas se irán” “Debes evitar leer cualquier cosa que no sea la Biblia. Esos libros tuyos te llevan por mal camino” “Debes venir a mi iglesia” “Necesitas escuchar a Tim Keller” “Necesitas revisar tu orgullo, Rachel, y someterte a Dios” (Si me dieran un centavo por cada vez que un hombre evangélico me informa que tengo problemas con la sumisión, ¡podría bañar la luna en cobre!) Quedó cada vez más en claro que mis queridos cristianos no me querían escuchar ni lamentarse conmigo ni acompañarme a atravesar este camino de temor. Querían arreglarme. Querían darme cuerda como a un juguete pasado de moda y enviarme de vuelta al redil con una sonrisa pintada en mi rostro y pequeños platillos en mis manos. Al mirar hacia atrás, sospecho que sus reacciones tienen que ver menos con el desdén sobre mi duda y más sobre el miedo sobre las suyas. Como mi madre trató de decirme un millón de veces, no estaban rechazándome por ser diferente, me estaban rechazando por ser familiar, por decir en voz alta todas esas inquietudes silenciosas que la mayoría de los cristianos mantienen escondidas en los rincones oscuros de sus corazones y prefieren no mencionar. Pero, como la mayoría de los veinteañeros, no escuché a mi madre y en su lugar abordé mi duda del mismo modo en que me había aproximado a mi fe: evangelísticamente. Donde percibía un mar calmado, convocaba una tormenta. Donde encontraba una familia feliz navegando con su fe, sacudía el bote. Donde la paz fluía como un río, me transformaba en Poseidón. Captan la idea, ¿no? Estaba tan sola en mis preguntas y tan desesperada por algo de compañía, que traté de forzar a las personas que amaba para que dudaran conmigo. Traté de hacerlos entender. Esto probó ser masivamente molesto para aquellos amigos que preferían disfrutar de una cena y una película sin el componente de crisis existencial —es decir, básicamente todos. Por momentos fui imprudente y ensimismada y, como resultado, todavía estoy restaurando algunas relaciones. Cómo extrañaba a Brian Ward. Él y Carrie se mudaron a Dallas, Texas, algunos años después de que me graduara de la escuela secundaria. Habían ido a servir en uno de los grupos de jóvenes más grandes del país, en una megaiglesia. Seguimos en contacto, y a través de nuestra correspondencia nos dimos cuenta de que nos estábamos haciendo muchas de las mismas preguntas y cosechando mucho del mismo infierno, pero en contextos diametralmente diferentes. Brian me envió unas recomendaciones de libros por correo electrónico y descubrí a N. T. Wright, Barbara Brown Taylor, Shane Claiborne, y Scot McKnight —sirenas insólitas llamando desde otro mundo en donde los cristianos podían dudar, aceptar la evolución, tener mujeres pastoras y oponerse a la guerra. Leí Tal como el Jazz y A New Kind of Christian [Un nuevo tipo de cristiano]. Una luz tenue se filtró por las grietas de mi fe maltrecha. Usé mucho la palabra posmodernidad “Deberías volver a Dayton y empezar una iglesia emergente”, le dije un día a Brian, en un correo electrónico “No creas que no se me ha pasado por la cabeza”, me respondió. No era mucho, pero, en las mañanas de domingo cuando no podía reunir la voluntad suficiente para salir de la cama y trasladarme a los bancos de la iglesia, aquellas palabras trabajaban en mi cabeza como el agua sobre las piedras. Luego, me cubría la cabeza con las mantas y murmuraba algo sobre no sentirme bien antes de volver a dormirme

Ropa Sucia. Las iglesias deberían ser el lugar más honesto en. el pueblo, no el más feliz del pueblo —Walter Brueggermann

Lo que hemos hecho … Si lo que se libera en la tierra será liberado en lo alto, es un infierno de cielo al que debemos ir cuando morimos —Josh Ritter

Señor, ten piedad. Cristo, ten piedad. El 5 de julio de 1099, los cristianos cruzados sitian Jerusalén, en ese entonces ocupada por los moros. Encuentran una brecha en el muro y toman la ciudad. Declarando “¡Es la voluntad de Dios!” matan a todo defensor a su camino y destrozan los cuerpos de bebés indefensos contra las rocas. Cuando llegan a la sinagoga donde muchos de los judíos de la ciudad se habían refugiado, prenden fuego el edificio con las personas adentro. Un testigo ocular reportó que, en el pórtico de Salomón, los caballos nadaban en sangre. Señor, ten piedad. Cristo, ten piedad. A través de una serie de siglos de inquisiciones que se extendieron por toda Europa, cientos de miles de personas, muchas de ellas mujeres acusadas de brujería, fueron torturadas por los líderes religiosos encargados de proteger a la iglesia de herejía. Sus instrumentos de tortura, diseñados para infligir dolor lentamente por desmembramiento o dislocación del cuerpo, cobraron nombres como “desgarrador de senos”, “aplastador de cabezas” y “silla de judas”. Muchos estaban inscriptos con la frase Soli Deo Gloria, “Solo a Dios sea la gloria” Señor, ten piedad. Cristo, ten piedad. En un libro titulado Sobre los judíos y sus mentiras, el reformador Martín Lutero alentó a que los líderes cívicos quemaran sinagogas judías, echaran a los judíos de sus tierras, y asesinaran a aquellos que continuaban practicando su fe dentro del territorio cristiano. “Los gobernantes deben actuar como un buen médico que, cuando la gangrena ha comenzado, procede sin piedad a cortar, aserrar y quemar carne, venas, huesos y médula”, escribió. Los escritos de Lutero luego fueron usados por los oficiales alemanes como justificación religiosa del holocausto. Señor, ten piedad. Cristo, ten piedad. Al comparar sus conquistas con la derrota de Canaán por parte de Josué, los cristianos europeos llevaron al Nuevo Mundo la violación, la violencia, el saqueo y la esclavitud, donde cientos de miles de nativos fueron esclavizados o asesinados. Se dice que a un jefe de las tribus de la isla de La Española se le dio la oportunidad de convertirse al cristianismo antes de ser ejecutado, pero este respondió que, si el cielo era el lugar al que los cristianos iban cuando morían, era mejor ir al infierno. Señor, ten piedad. Cristo, ten piedad. Luego de que los puritanos diezmaran a la tribu Pequot en 1637, el capitán John Underhill explicó: “A veces la Escritura declara que la mujer y el niño deben perecer con sus padres… Tenemos suficiente luz de la Palabra de Dios para nuestros procedimientos”.25. Señor, ten piedad. Cristo, ten piedad. En 1938, el gobierno de los Estados Unidos, bajo el liderazgo de Andrew Jackson, sacó a la fuerza a más de dieciséis mil personas cherokee de sus hogares en Tennessee, Alabama y Carolina del Norte. Miles murieron de frío, hambre y agotamiento en su viaje al oeste —lo que ahora se conoce como el Sendero de las Lágrimas— e incluso más perecieron como resultado de su reubicación. En su discurso de despedida, Jackson declaró ante los ciudadanos: “La Providencia ha derramado innumerables bendiciones sobre esta tierra favorecida y los ha elegido como guardianes de la libertad... Que el que tiene en sus manos los destinos de las naciones los haga merecedores de los favores que les ha concedido” Señor, ten piedad. Cristo, ten piedad. En los años que precedieron a la Guerra Civil en Estados Unidos, los ministros cristianos escribieron casi la mitad de todas las defensas a la esclavitud. En 1862, el pastor metodista J. W. Ticker le dijo a una audiencia confederada: “Su causa es la causa de Dios, la causa de Cristo, de la humanidad. Es un conflicto entre la verdad y el error —entre la Biblia y la infidelidad del norte—, entre el cristianismo puro y el fanatismo”.26 Las divisiones sobre la moralidad de la esclavitud separó a las denominaciones bautistas y metodistas de Estados Unidos en dos. Señor, ten piedad. Cristo, ten piedad. El segundo día del encarcelamiento de Martin Luther King Jr. en una cárcel de Birmingham, un guardia le entregó una copia del periódico matutino. Bajo la tenue luz de su celda, King leyó las grandes letras en negro que encabezaban la segunda página: CLÉRIGO BLANCO INSTA A LOS NEGROS LOCALES A QUE SE RETIREN DE LAS PROTESTAS. Era el sábado anterior a pascuas, el mismo día en que Jesús yacía sepultado en la tumba. Señor, ten piedad. Cristo, ten piedad. En 1982, el presidente de la Universidad Bob Jones defendió la política de la institución (es una universidad cristiana), que prohibía las citas interraciales, y le dijo a un periodista que “la Biblia enseña claramente, empezando en el décimo capítulo de Génesis y de ahí en adelante… [sobre] las diferencias que Dios ha puesto entre las personas de la tierra con el fin de mantener a la tierra dividida”.27 Cuando la corte suprema castigó a la institución por esta actitud y falló en contra de la exención de impuestos de la universidad, la administración de Bob Jones se negó a revertir su política y, en cambio, pagó un millón de dólares en impuestos retroactivos. La política permaneció intacta hasta el año 2000. Señor, ten piedad. Cristo, ten piedad. En 2013, el parlamento de Uganda pasó un proyecto de ley en el que se criminalizaba la homosexualidad con sentencia a cárcel de por vida. El legislador detrás del proyecto, David Bahati, les dijo a los medios: “Porque somos una nación temerosa de Dios, valoramos la vida de modo holístico. Es por esos valores que los miembros del parlamento aprobaron este proyecto…”.28 Se dice que la legislación fue influenciada por misioneros cristianos evangélicos en África. Señor, ten piedad. Cristo, ten piedad

Por Ambrosio, que desafió al imperio al bloquear la puerta de su iglesia hasta que el emperador Teodosio se arrepintiera de su violencia, damos gracias. Por los padres y madres del desierto que huyeron de la violencia y el exceso del imperio para inspirar a las generaciones a vivir de manera más simple y deliberada, damos gracias. Por John Huss, quien habló en contra de la venta de indulgencias de la iglesia, protestó contra las Cruzadas y fue quemado en la hoguera por obedecer su conciencia, damos gracias. Por Teresa de Ávila, que superó la oposición aristócrata y eclesial para avanzar en reformas monásticas radicales, damos gracias. Por Pedro Claver, el sacerdote jesuita que dedicó su vida a servir a los esclavos afrodescendientes de Colombia, especialmente a aquellos que sufrían de lepra y viruela traídas por sus conquistadores, damos gracias. Por Anne Hutchinson, que sabía que era ilegal enseñar la Biblia a las mujeres en Massachusetts Bay Colony, pero lo hizo de todos modos, damos gracias. Por William Wilberforce, que canalizó su fervor evangélico en abolir la esclavitud en el Imperio Británico, jurando “nunca, nunca desistiremos hasta que hayamos borrado este escándalo del nombre cristiano”,29 damos gracias. Por Sojourner Truth, que proclamó su propia humanidad en una cultura que no la reconocía, damos gracias. Por Maximilian Kolbe, el sacerdote franciscano que se ofreció para morir en lugar de un extraño judío en Auschwitz, damos gracias. Por los pastores, negros y blancos, que entrelazaron sus brazos con Martin Luther King Jr. y marcharon en Washington, damos gracias. Por Rosa Parks, que se quedó en su asiento, damos gracias. Por todos los que hicieron lo correcto incluso cuando era difícil, damos gracias

Meet the Press 1. Rasca en cualquier cínico y encontrarás a un idealista decepcionado —George Carlin

He conocido a muchos cristianos que dicen que tienen que dejar la iglesia para descubrir el Sabbath. En efecto, desconectarte de una iglesia puede tener el mismo efecto que desconectarte de Internet o de un trabajo demandante. De repente, los días parecen más largos, llenos y saturados de color. Es como salir de un espacio demasiado pequeño y volver a tomar aire fresco o como bajar las ventanillas en una carretera abierta y dejar que el viento te arruine el pelo. Realizas caminatas y exploras nuevas prácticas espirituales que incluyen rosarios y meditación. Hablas de cómo los robles son tu catedral, la madreselva tu incienso, y el sonido del río sobre las rocas tu himno. Consideras la idea de emprender un nuevo pasatiempo —origami, quizás, o yoga— y retomar poesía. Esto dura unas buenas tres semanas, hasta que una mañana decides darle una oportunidad a Battlestar Galactia en Netflix y te das cuenta de que es la hora de la cena y ni siquiera te pusiste el sostén. Las cosas pueden evolucionar bastante rápido. Al principio, en un esfuerzo por mantener nuestro ausentismo de la cadena de oración, me ponía falda y tacones antes de dirigirme a la tienda un domingo, solo en caso de que me cruzara con alguien de Grace Bible Church y necesitara lucir como si viniera de otra iglesia imaginaria a la que estábamos asistiendo. La gente se preocupa cuando una deja su iglesia; se vuelven francamente jueces cuando no te molestas en elegir una nueva. Detrás de todas las sonrisas almidonadas y las preguntas amables, vi los mismos prejuicios que una vez tuve contra los que no asisten a ninguna iglesia, personas que asumí como demasiado perezosas, ocupadas y egocéntricas como para preocuparse por Dios. Eventualmente, aprendí a hacer mis compras entre las 10 y las 11 a. m., justo entre las horas de iglesia. Cuando encuentras una cara familiar en la línea de compras es como descubrir a alguien con los ojos abiertos durante la oración. Te atraparon. En ese momento, el tráfico del blog había aumentado, así que cuando me armé de valor para escribir sobre dejar la iglesia, mucha gente respondió: “Recientemente, también dejé la congregación… Para mí, el factor culminante fue cuando me dijeron que ya no podía servir en el ministerio que repartía alimentos para personas sin hogar y pobres de nuestra comunidad porque había escrito una carta al editor de un periódico en apoyo al matrimonio igualitario” —Leslie “Todavía voy porque a mi familia le gusta la camaradería, pero mentalmente ya me fui hace años. Las razones para hacerlo fueron: el uso del miedo para motivar a las personas a que actúen y para mantenerlas a raya; las dudas no se discutían… nadie compartía sus propias batallas personales y, si alguien lo hacía alguna vez, se convertían en el tema candente de los rumores de la iglesia; después de escuchar el sermón, tenía más dudas de la existencia de Dios que antes” —Rick “Dejé la iglesia porque se me enseñó desde una edad muy temprana que yo era una abominación y debería ser asesinado. En mi adolescencia, traté de matarme dos veces porque sentí que Dios no me amaría ni me aceptaría tal como nací” —Tim “Me fui porque me cansé de escuchar ‘¿Qué parte de tu diario vivir no está bien con Dios?’, como buscando una razón a la enfermedad crónica que sufría” —Beth “Me fui por tantas razones… pero la noche que tomamos la decisión definitiva, mi esposo miró a nuestra pequeña hija recién nacida que dormía en mis brazos y dijo: ‘No quiero que conozca al Dios con el que crecimos, el que la iglesia en general predica. No quiero que crezca con la misma mierda que nosotros. Quiero que conozca a Dios, pero no a ese Dios. Nunca jamás a ese Dios” —C. J “Me fui porque un ministro del púlpito me acosaba repetidamente mientras una congregación entera miraba para otro lado” —Kate “La razón por la que los veinteañeros estamos dejando la iglesia es por la mentalidad de consumo. ‘Todo se trata de mí’, ‘me voy porque me sentí de esta manera o de esta otra’. ¡La iglesia no se trata de ti! Se trata de adorar a Jesús… En lugar de ser consumidores, vamos a la iglesia a preguntar qué podemos darle a Jesús por todo lo que él nos ha dado” —Dustin “Solo he visto a una persona en todos los comentarios mencionar la razón por la que vamos a la iglesia: para glorificar a Dios... No es algo fácil de escuchar, porque en nuestra cultura e iglesia occidentales estamos saturados con querer las cosas ‘a mi manera’, cuando lo que realmente importa es que Dios se salga con la suya” —Matthew “Nos quedamos por Juan, que ora por mi familia todos los días… y por los Smith, que apadrinaron el grupo de la escuela secundaria de mi esposo hace cuarenta años y todavía oran por nosotros… y Marilynee, que me da un billete de cinco dólares el domingo porque estamos en el ministerio… y Brooks, que tiene una discapacidad en su desarrollo y ama sentarse al frente, en el medio, y disfruta cantar… El resto me vuelve loca, pero ¿dónde más sucederían cosas como estas?” —Carolyn “Como pastor, voy a la iglesia porque se me paga para estar allí. Tengo miedo de decirle a alguien que dentro de mí, en lo profundo, no estoy seguro de creer en Dios” —Anónimo. Mientras continuaba entablando conversaciones como estas, llegué a ver cuánta tensión y malos entendidos pueden existir entre los de la iglesia y los que no están en la iglesia. Particularmente, estamos poco familiarizados con las historias de los demás. Para la gente de iglesia es fácil descartar a toda mi generación por “consumidores volubles que abandonan la iglesia en el momento en que se pone difícil”, pero ¿qué pasa con la joven que dejó la iglesia que protegió a su marido abusivo y la culpó por su divorcio? ¿Es solo producto de una cultura consumista? ¿Se le debería culpar por necesitar algo de tiempo para recuperarse de su experiencia? ¿Qué de la familia que se fue porque su niño con autismo luchaba con una sobrecarga sensorial durante la adoración? ¿Están siendo demasiado egoístas, demasiado demandantes? ¿Y qué sobre el estudiante de universidad que trabaja en un restaurante los domingos a la mañana o la pareja que el pastor acusó de paternidad defectuosa por tener un hijo gay o el escéptico cuyas preguntas se encontraron con respuestas llenas de lugares en común y clichés o la mujer cuya batalla contra la depresión simplemente le hace demasiado difícil salir de la cama? Lo último que necesita esta gente es una persona más que los llame fracasados, una persona más que acumule culpa y vergüenza sobre ellos. Por el contrario, noté que muchos de los que no asisten a la iglesia suponen que aquellos que permanecen en los bancos son zánganos irreflexivos y acríticos que simplemente hacen las mociones para mantener su membresía en el club de campo. Leí comentarios sarcásticos sobre preservar las estructuras de poder, mantenerse al día con los vecinos y asegurarse de que el pastor se mantenga “gordo y feliz” con las arcas de dinero del diezmo. Pero, por cada historia de exclusión, juicio e, incluso, abuso, hay historias de inclusión, sanación y justicia. No podemos limitarnos a descartar la experiencia de la mamá soltera para la que la organización del baby shower hizo toda la diferencia. O la refugiada birmana cuya comunidad de fe la ayudó a aprender inglés y a encontrar empleo cuando estaba lejos de casa. O el pastor que pasó más de una década trabajando dentro de su denominación para promulgar cambios a favor de la igualdad de género. Nuestras razones para quedarnos, irnos y regresar a la iglesia son tan complejas y estratificadas como nosotros. No caben en las casillas que marcamos en las encuestas o en las respuestas apresuradas que damos en las fiestas. Cuán fácil es juzgar cuando no conocemos todos los detalles. Cuán fácil es ofrecer consejo cuando lo que se necesita es empatía. Cuán fácil es olvidar que, en las palabras de la novelista Zadie Smith, “cada persona es un mundo” “Cuando me sincero —escribe Brennan Manning—, admito que soy un manojo de paradojas. Creo y dudo, espero y me desaliento, amo y odio, me siento mal por sentirme bien, me siento culpable por no sentirme culpable. Confío y sospecho. Soy honesto pero también juego con las personas. Aristóteles dijo que soy un animal racional; yo digo que soy un ángel con una capacidad increíble para la cerveza”.31. Y así, el mismo ganglio de impulsos e intenciones, esperanzas y frustraciones que me llamó a salir de la iglesia, me siguió merodeando cuando, luego de seis meses de Battlestar Galactica y Meet the Press, Dan y yo decidimos intentar con la iglesia una vez más. Buscamos en Google “Iglesias del condado de Rhea”, y el mapa parecía haber contraído un caso severo de varicela. Cientos de puntos rojos sobre iglesias de todos los tamaños y denominaciones moteaban la pantalla. Instantáneamente, Dan soltó un suspiro profundo y resignado, y me entregó la laptop; la idea de probar cada marca en el Cinturón Bíblico2 le resultó demasiado abrumadora antes de beber su segunda taza de café. Le aseguré que podíamos achicar la búsqueda por proceso de eliminación, pero incluso luego de filtrar las bautistas del sur (demasiado conservadoras), los unitarios (demasiado liberales) y los testigos de Jehová (demasiado… amistosos), todavía nos enfrentábamos a cientos de opciones. En una pequeña ciudad del sur, por lo general, solo hay unos pocos jugadores principales en torno a los cuales se unen la mayoría de los fieles, por lo que comenzamos a visitarlos: algo que impulsó los chismes locales a toda velocidad debido al hecho de que conducimos el único Plymouth Acclaim 1994 turquesa de la ciudad, que, cuando se veía en el estacionamiento de la licorería, en el consultorio del médico o en la Primera Iglesia Metodista Unida, podía iniciar todo tipo de rumores descabellados. Durante la Cuaresma, recibimos cenizas en St. Matthew, una congregación episcopal cada vez más menguante que se reunía en una casa reconvertida, lo que hizo que los “olores y campanas” de la liturgia tradicional fueran un poco más incómodos que inspiradores. En viernes santo, clamamos “¡Crucifíquenlo!” con los católicos en St. Bridget, quizás la congregación más étnicamente diversa del pueblo, con su mezcla de familias latinas en expansión y yanquis desplazados, todos reunidos bajo un crucifijo imponente. En pascua volvimos a Gracia, donde estaban un poco [demasiado] contentos de vernos. Para pentecostés, encontramos la forma de llegar a la misma iglesia metodista donde William Jennings Bryan hizo su última aparición pública luego del juicio de Scopes y donde todo el santuario estaba decorado como un carnaval por las vacaciones de la escuela dominical.32 “¿Qué te pareció?”, preguntó Dan después de otro domingo bajo el sol “Me pregunto si se dan cuenta de que su adoración incluye ambas teologías, amilenial y premilenial —dije, con un suspiro—. Además, ¿qué es esto del predicador diciendo que Moisés escribió Números? Quiero decir, todos saben que Moisés en realidad no escribió el libro de Números. Se originó de una combinación de tradición escrita y oral, y fue compendiado y editado por sacerdotes judíos en algún momento durante el periodo posexílico como un ejercicio de autodefinición nacional. Lo puedes buscar en Wikipedia. Y, ya que estamos, sería bueno un poco más de Cristología aplicada al Antiguo Testamento” “Mmm... Rach... el sermón de hoy se trató sobre la humildad” Señor, ten piedad. Mira, tengo esto del mecanismo de defensa conmigo, cuando me siento con miedo, vulnerable o sobrepasada, intelectualizo la situación para tratar de recuperar un sentido de control (he leído muchos libros sobre viajes aéreos, paternidad y muerte). Era atemorizante empezar de nuevo en una iglesia y tratar de hacer nuevos amigos, así que, antes de cada visita, me ceñía con una sensación de desapego presumido en el que podía observar los procedimientos desde la seguridad de mi superioridad intelectual, confiada en que podría dirigir mejor el programa gracias a mi experiencia como, ya sabes, bloguera cristiana. Claro, en el blog hablé muchísimo sobre la importancia del ecumenismo y la belleza de la diversidad dentro de la iglesia global, pero cuando me digné a aparecer en una de estas congregaciones desprevenidas, me senté en el banco con los brazos cruzados, enojada con los bautistas por no ser suficientemente metodistas, con los metodistas por no ser suficientemente anglicanos, con los anglicanos por no ser suficientemente evangélicos y con los evangélicos por no ser suficientemente católicos. Escudriñe las letras de cada canción de adoración, debatí el contenido de cada sermón. Rendí veredictos sobre la frecuencia de la comunión y el método del bautismo y chequeé los boletines en busca de errores ortográficos. En algunas tradiciones religiosas, este mecanismo de defensa en particular se conoce como orgullo. Confieso que fui vanidosa. Me burlé de la idea de ser enseñada o guiada. Deconstruir era mucho más seguro que confiar, mucho más fácil que dejar que las personas entren. Sabía exactamente qué tipo de cristiana quería ser, pero tenía demasiado miedo, demasiada rebeldía o demasiadas heridas para imaginar cuál sería el siguiente paso. Como una coraza llamativa, el cinismo me protegió de la decepción, o eso creía, así que esperaba lo peor y sonreía de forma socarrona cuando sucedía. Muchos de nuestros pecados empiezan con el miedo —miedo a la decepción, miedo al rechazo, miedo de fallar, miedo a la muerte, miedo a la oscuridad. El cinismo puede parecer una transgresión leve, pero es un predador paciente que sofoca la esperanza, lentamente, durante muchos años, como el hongo de la miel que se abre paso entre la corteza y la albura de un árbol que, durante décadas, muere estrangulado. Cuando se trata de la iglesia, estoy bien familiarizada con el cinismo. Pero quizás lo más inquietante sobre una nueva iglesia es el modo en que el fantasma de la vieja la acecha. Para mejor y peor, la fe de nuestra juventud informa a nuestros miedos, nuestra nostalgia, nuestras reacciones y nuestras sospechas. Mis oídos se animaban como los de un perro ansioso al escuchar el lenguaje evangélico desde el púlpito. Para mí, palabras como santidad, puridad, bíblico y testigo siempre sonarán un poco diferente que para alguien que creció como ortodoxo, pentecostal, humanista o sij. Medí cada experiencia por lo que amaba u odiaba del evangelicalismo, que colocaban a todas estas buenas iglesias llenas de buenas personas en la incómoda categoría del “novio de rebote”. Si no hubiera sido por las amables amonestaciones de Dan, es posible que nunca hubieran tenido que decirme. Habiendo fallado en encontrar la primera iglesia posevangélica de Nuestra Señora de la Perpetua Deconstrucción, adoptamos una especie de costumbre de saltar de iglesia en iglesia en la que visitábamos más las congregaciones litúrgicas en días santos y las evangélicas más familiares el resto del tiempo… por “el resto del tiempo” quiero decir, quizás, una vez al mes. No éramos lo que se dice “regulares”. Una mañana, mientras salíamos de una reunión para evitar otra hora incómoda del café, se me ocurrió que, de alguna manera, después de todos esos años de arder por Dios, me había convertido en una chica de la última fila. Me había convertido en el tipo de persona que, en algún momento, me motivó a orar por un avivamiento. Solo que ahora ni siquiera estaba segura de creer en un avivamiento

Polvo. Este mensaje es digno de crédito y merece ser aceptado. por todos: que Cristo Jesús vino al mundo a. salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero —1 Timoteo 1: 15

Manos. Por eso te recomiendo que avives la llama del don de Dios que. recibiste cuando te impuse las manos —2 Timoteo 1: 6

La Misión. La gracia no es tan poca cosa como para no poder. presentarse de muchas maneras —Marilynne Robinson. Abril del 2010

Error épico. Todo ministerio comienza en los bordes irregulares de nuestro propio dolor —Ian Morgan Cron

Pies. Si quieres ser santo, sé amable —Frederick Buechner

Pan. Danos cada día nuestro pan cotidiano —Lucas 11:3

La comida. Una familia es un grupo de personas que comen lo mismo en la cena —Nora Ephron

Baile metodista. Las personas que aman comer siempre son las mejores personas —Julia Child

Brazos abiertos. Es peligroso abrir tus manos —Nora Gallagher

Mesa libre. Eres amada, dijo alguien. Acéptalo y cómelo —Mary Karr

Vino. Gustad, y ved que es bueno Jehová —Salmo 34: 8, RVR1960

Soplo — ¡La paz sea con ustedes! —repitió Jesús—. Como el Padre me envió. a mí, así yo los envío a ustedes. Acto seguido, sopló sobre ellos. y les dijo: —Reciban el Espíritu Santo —Juan 20: 21-22

Altares al lado del camino ¡Pero cuán lejos tengo que ir para encontrarte a ti, a quien ya he llegado! —Thomas Merton

“Todos los huéspedes que se presenten serán recibidos como Cristo”, escribió San Benito en su Regla, que ha guiado quince siglos de vida monástica para monjes y monjas alrededor del mundo. “Debe mostrarse el debido honor a todos, especialmente a los que comparten nuestra fe y a los peregrinos” Quizás fue esta promesa de una puerta abierta que inspiró mi peregrinación a la Abadía de St. Bernard, en Cullman, Alabama —un silencioso monasterio benedictino escondido en trescientas hectáreas de pinos taeda. O, quizás, después de lo que, en retrospectiva, parecía una iniciativa de plantación de iglesia imprudente y sin sujeción, anhelaba algo anclado, algo antiguo. Construida en 1891 por los inmigrantes alemanes cuya comunidad data de los años 700, St. Bernard hospeda una comunidad de, aproximadamente, veinte monjes, una escuela preparatoria, un centro hospitalario y la famosa gruta Ave María —un extenso pueblo en miniatura de estilo de arte popular creado por el residente hermano Joseph en las décadas de 1920 y 1930, y una atracción turística para las personas que gustan de este tipo de arte o que están de camino a Florida y necesitan estirarse un poco. Llamé con anticipación para asegurar una habitación dentro del monasterio, la cual me pareció modesta pero bien equipada y afortunadamente fresca, gracias a una ventana que me recibió con un alegre chirrido. El hospedador dejó la llave colgada de una chinche en un tablero de corcho en uno de los amplios y silenciosos pasillos del complejo, donde el aire mismo parecía lo suficientemente frágil como para romperse. Me sonrojé cuando cada uno de mis pasos resonó como látigos en el claustro desierto, segura de que las ondas de sonido por sí solas eran suficientes para derribar a la Virgen de porcelana que me miraba desde la mesa de vidrio en una esquina. Por un momento, me pregunté si una visita de tres días era demasiado ambiciosa, si incluso una introvertida de toda la vida podía permanecer así de quieta. Encontré cómo llegar a la iglesia casi una hora antes de la misa de la tarde y me acomodé en uno de los banquillos. La luz del sol entraba a raudales a través de las amplias ventanas del triforio, iluminando las paredes de arenisca, las columnas y los arcos parabólicos. Al frente, un crucifijo bizantino de tres metros colgaba suspendido arriba del altar de piedra, retratando al Cristo crucificado de un lado y al Cristo victorioso del otro. Arriba, el techo de pino de Alabama manchado me recordó a Bible Chapel o al casco de un barco boca arriba. Debajo, un suelo de pizarra azul, oscuro y frío como el mar. Talladas en las columnas que flanqueaban el templo, como si sostuvieran el santuario con sus hombros, estaban las figuras de diez santos. Entre ellos estaba Juan el bautista, como siempre agotado, con su cabello despeinado y costillas salientes; el rey David, sosteniendo una lira y una corona; San Bonifacio, con el ceño fruncido y blandiendo el hacha que usó para cortar los robles del culto pagano; y San Bernardo, el patrono del monasterio, con un báculo y una espada, su papel como apologista de la fallida segunda cruzada es inolvidable incluso entre sus seguidores (confieso que tenía muchas esperanzas de ver un retrato de la Lactación de San Bernardo; usualmente se representa la escena de la leyenda en la que el santo se arrodilló ante una Madonna que amamantaba y fue golpeado con un chorro de leche de sus pechos, lo que lo sanó de una infección ocular. La imagen siempre me hace sonreír) Era lunes, así que, mientras se hacían las cinco en punto, iban apareciendo algunas personas para la misa. Un puñado de estudiantes, maestros y feligreses entraron uno por uno, mojando los dedos en las pilas de agua bendita, santiguándose y haciendo una genuflexión ante el crucifijo antes de encontrar lugar en los bancos; sus cuerpos, espaciados como las piezas de un tablero de ajedrez en un juego próximo a terminar. Finalmente, una línea de monjes con túnica pasó al lugar del coro y empezó a cantar. Sus voces subían y bajaban como las sombras que jugaban en las paredes y fue como si el santuario se despertara de repente y las piedras inhalaran y exhalaran el timbre de antiguos y sagrados cantos “Gloria a Dios en las alturas. Y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad. Te alabamos. Te bendecimos. Te adoramos…” “Santo, santo, santo, Señor Dios de los ejércitos. El cielo y la tierra están llenos de tu gloria…” “¡Oh, Cordero de Dios! Tú que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros…” Me abrí paso a tientas a través del “Señor, ten piedad”, “Gloria” y “Santo”, observando a la gente a mi alrededor en busca de indicios sobre cuándo arrodillarme, persignarme y murmurar. Todo procedía en una especie de rutina silenciosa, una familiaridad compartida que me hacía sentir como una turista para estas personas de fe. La iglesia católica desalienta a que los no católicos reciban la eucaristía, así que permanecí en mi asiento mientras casi veinte congregantes se aproximaban al altar a recibir los elementos. ¿Los “no católicos”? Parte de mi folleto sugería que usara este momento para “orar por la reunificación de la iglesia”, lo cual, estoy segura de que, sin intención alguna, sonaba mucho a “quédate en tu lugar y reflexiona sobre el cisma que causaste” No fue hasta la tarde siguiente —luego de que los monjes cantaran las Vísperas al final de la misa, de que de la cena se tomara en silencio en el refectorio, de que cantáramos juntos las dulces oraciones completas en la iglesia vacía y oscura, del gran silencio de las horas de la noche, de luchar para llegar a la oración de las seis de la mañana, de un desayuno silencioso, de dos horas gloriosas de leer a Julián de Norwich bajo el sol junto al lago y de quedarme afuera de mi habitación por accidente— que pude tener una conversación de verdad con alguien “¡Moría por hablar contigo! —dijo Susan, la mujer rubia de mediana edad con acento de Virginia que se sentó frente a mí en la mesa de invitados durante el almuerzo. Enrollaba sus espaguetis alrededor del tenedor con ánimo atento; tenía las uñas pintadas de magenta y una maraña de brazaletes de oro y plata que captaban la luz—. Bueno, en realidad moría por hablar con cualquiera. No me di cuenta de que mantenían el silencio durante el desayuno y el almuerzo” “El silencio en el desayuno está bien por mí —respondí—. No soy lo que se dice una persona mañanera” Susan soltó una generosa carcajada, sorprendiendo a un monje anciano en la otra mesa. “No me gusta el silencio, para nada. ¡Y aun así aquí estoy! Pero ¿no es maravilloso este lugar? Quiero decir, de seguro puedes sentir la presencia de los santos en cada cuarto. Cuando mi esposo dijo que tenía que ir de negocios a Irondale y quería que lo acompañara, encontré este lugar en Internet y lo tomé como una señal” Irondale estaba a una hora de distancia, pero Susan me pareció el tipo de persona que toma todo como una señal “¿Y qué te trae por aquí?”, preguntó. Su rostro se inmovilizó, expectante “Soy una escritora del área de Chattanooga, y estudio el tema del silencio para un proyecto en el que estoy trabajando. Así que pensé: ¿qué mejor lugar para aprender sobre el silencio que un monasterio benedictino?” Tal como lo había ensayado. Sin mencionar los libros (o pedirían títulos), sin mencionar el blog (o asumirían que era mamá), sin mencionar nada de religión (o se volverían raras). Una no se convierte en miembro medalla de plata de aerolíneas Delta sin aprender algo sobre conversaciones triviales “¿No es fascinante? —clamó Susan— ¡Quizás puedas hacer algo de publicidad del lugar!” En ese momento se nos unió el hermano Brendan, el monje silencioso y con gafas que servía como anfitrión “Rachel es escritora”, dijo Susan “Eso es grandioso —acotó el hermano Brendan—. Es un gozo tenerte con nosotros, Rachel” “No soy católica”, dije, lamentándolo al instante. Por alguna razón, quería sacármelo de encima, aclararlos desde el principio, para que no me descubrieran a través de algún sacrilegio accidental y torpe, y pensaran que era una impostora. Pero el anuncio sonó abrupto, a la defensiva. El hermano Brendan parecía imperturbable y prosiguió a ponerle cuidadosamente sal a su espagueti, pero Susan lucía como si acabara de informarle que me había quedado huérfana “Oh... ¿Eres una… persona de fe?” —Se tocó el collar, protegiéndolo: un Jesús de plata en una cruz de oro “Oh sí. Definitivamente” “¿A dónde asistes a… los servicios?” “Bueno, crecí como evangélica, pero últimamente he estado repensando las cosas. Nuestra última iglesia se disolvió y fue una experiencia dolorosa. Ahora no estoy segura de qué soy. Creo que podríamos decir que estoy en búsqueda” Antes de que las palabras abandonaran mi boca, sabía que había violado la regla número uno de la autopreservación conversacional: nunca le digas a una persona religiosa que estás en búsqueda. Susan aprovechó el momento. Me contó de sus escritores católicos favoritos, anotó los nombres de cuatro libros que pensó que podrían ayudarme en mi búsqueda y compartió su propia historia de crecer como católica, irse por un tiempo y regresar, atraída, dijo, por la presencia femenina de María, lo que la ayudó a su sanar una infancia difícil. Mi protestante interna protestaba de vez en cuando, pero me conmovió su sinceridad y me impresionó su conocimiento de la historia y teología cristiana “¿Ustedes alguna vez dudan?”, les pregunté tanto a Susan como al hermano Brendan. Es una pregunta que suelo hacer a los devotos, y siempre adivino la respuesta a los pocos segundos de plantearla. En aquellos que hemos dudado, una sensación de cálida identificación se esparce por nuestros rostros cuando la escuchamos, como si acabasen de descubrir que compartimos un alma máter, un pasatiempo o un viejo amigo. Aquellos que no, me miran perplejos, como si hubiese empezado a hablar swahili. Ni Susan ni el hermano Brendan habían dudado alguna vez “De hecho —dijo el hermano Brendan—, mi fe fue fortalecida después del tornado” Meses antes, en abril, se había armado un tornado escala F4 por esa zona y había arrancado el techo de la casa del juzgado del condado, destruido varias casas y negocios y matado a tres personas. Robles y arces extirpados se alineaban en la Ruta 278, su laberinto de raíces antiguas estaban expuestas. Anuncios de tejas y reparaciones de techo salpicaban las tierras cultivadas. Las calzadas cubiertas de maleza conducían a montones de pedazos de revestimiento y puertas que, si no fuera por los cimientos y los buzones inexplicablemente erguidos, nunca adivinarías que alguna vez fueron casas “Llegó tan cerca del campus que escuchamos su rugido —dijo el hermano Brendan, mientras Susan se inclinaba cada vez más cerca, con los ojos bien abiertos—. Todo alrededor era destrucción y, aun así, no perdimos un solo árbol” “Fue la protección de la bendición de la Madre”, susurró Susan. Me miraron, esperando algún tipo de respuesta, pero no sabía cómo decirles que esas eran exactamente el tipo de cosas que me hacían dudar. A los cristianos les gusta afirmar protección divina cuando una espera larga en la línea de caja de Starbucks los salva milagrosamente del choque de catorce autos, o cuando un incendio forestal pasa de largo por su casa y acaba con una docena de otras. Pero siempre me pregunto por las víctimas, aquellas cuya supuesta falta de fe, suerte o importancia los pone, en cambio, en el camino del tornado. ¿Qué clase de Dios aleja las nubes de tormenta de una iglesia y las empuja hacia un parque de casas rodantes? ¿Y qué clase de Madre solo protegería a unos pocos si sus brazos fueran lo suficientemente anchos para cubrirlos a todos? Estudié mi plato, sintiéndome tan culpable por hacer esas preguntas como resentida con aquellos que no se las hacen. No importaba a qué iglesia fuera, me di cuenta de que la duda estaría pisándome los talones. No importaba qué himnos cantara, qué oraciones rezara, qué declaraciones doctrinales firmara, siempre me sentiría como una extranjera, una foránea “Es un milagro que nada se dañara”, dije, finalmente, preguntándome por primera vez qué esperaba encontrar exactamente en este lugar

Agosto en Alabama no es broma. Es el tiempo del año donde los periódicos del Sur escriben docenas de historias sobre niños que se desmayan en la práctica de fútbol y el campamento de la banda, enmarcadas en barras laterales que ensalzan las virtudes de una hidratación adecuada. Así que luego de un breve paseo por los terrenos de St. Bernard después del almuerzo, escapé a la capilla de la abadía, que, en el sofocante calor de la tarde, me esperaba fresca y tranquila como una cueva. Con el lugar para mí sola, deambulé por el santuario. Estudié cada ventana, alcoba, ícono y placa y escuché a la iglesia contar su historia. Un viaje a través de una iglesia, aunque de peregrinación modesta, puede ser instructivo si prestas atención y sigues las señales. El diseño del suelo tenía la forma de la cruz latina, y había un enorme altar de piedra en la intersección. En el transepto norte descansaba el tabernáculo velado, que albergaba la Eucaristía —“Dios se hizo presente para nosotros en la comida”, decía el boletín para turistas. En el transepto sur se asentaban dos confesionarios sobre los cuales brillaba la ventana del Espíritu Santo, que representaba a la familiar paloma blanca en medio de un remolino rojo, azul, dorado y verde. El extremo este, junto al coro, contaba con un órgano de tubo de cuarenta y cuatro rangos de, aproximadamente, 2400 tubos; al oeste, la ventana de la resurrección, una pieza moderna hecha de hileras de pequeños cuadrados de vidrio. Pero los altísimos arcos parabólicos, las luces del triforio y todo lo que rodeaba el lugar atrajeron la mirada hacia la pieza central: la cruz plana de estilo bizantino, suspendida sobre el altar, en ámbar adornado con oro. En el lado que enfrentaba a la congregación estaba Cristo crucificado, la escena pintada en tristes tonos negros, cobrizos y marrones. Del lado que miraba al coro estaba Cristo victorioso, levitando en un cielo azul brillante salpicado de estrellas doradas, una túnica blanca sobre sus hombros y un medallón del Sagrado Corazón resplandeciente, como un sello en su pecho. A lo largo de los pasillos norte y sur, doce nichos correspondientes a las doce estaciones de la cruz invitaban a los visitantes a la oración y la meditación con íconos, velas, bancos de oración y obras de arte. En uno encontré una piedad conmovedora, reproducción de otra del siglo XIII tallada en madera, en la que María sostiene en sus brazos a un Jesús quebrado, con la angustia de toda madre grabada en su rostro. En otro, encontré una estatua del Niño Jesús de Praga, que al principio me puso nerviosa, ya que nunca antes había visto al niño Jesús tan majestuosamente ataviado. En otro, encontré un puesto de venta de velas votivas rojas. Deslicé un dólar en monedas de veinticinco centavos por la ranura para donaciones y con una cerilla encendí tres —una para curar a una cuñada diagnosticada con cáncer de mama; una de acción de gracias por mi amigo Ahava, que semanas antes había dejado una oración por mí en el Muro Occidental; y otra para reconocer una relación que necesita ser restaurada. Las llamas temblaron y ondearon, movidas por el ritmo de corrientes invisibles en el aire. Encendí una vela más para mí, recordando las palabras de Milton: “Lo que en mí es oscuro, ilumine”. Luego, me arrodillé en el banco de oración, puse mi cabeza entre mis manos y, en la tranquilidad de ese espacio sagrado, hablé con Dios. Es gracioso que, después de todos esos años yendo a eventos de jóvenes con espectáculos de luces y bandas, luego de toda esa música y libros cristianos contemporáneos, luego de toda esa tecnología actualizada y oradores dinámicos y empresas misioneras y estrategias de marketing relevantes diseñadas para hacer del cristianismo un producto “buena onda”, todo lo que quería de la iglesia cuando estaba lista para darme por vencida era un santuario silencioso y algunas velas. Todo lo que quería era un lugar seguro para estar. Como muchos otros, estaba en busca de un santuario. Durante la misa, vi una familia latina asistir a la comunión —la mujer con una mantilla sobre su cabeza, un niño pequeño en brazos, la mano de su esposo en su espalda—, sorprendida por las tibias lágrimas que rodaban por mis mejillas. Se acercaron al altar con tanta confianza, tanta alegría. Cómo anhelaba estar como en casa en mi fe. Cómo deseaba estar tan segura de mi fundamento. Los benedictinos recitan salmos todos los días: a la mañana, al mediodía, y en oraciones por la tarde, cubriendo de tapa a tapa el Salterio en pocas semanas. Sumergirse en el ritmo y las imágenes de estos cantos antiguos hacen que el poder y el patetismo de las Escrituras cobren vida, porque los salmos tienen una forma de recordar a sus lectores —o, en este caso, a sus cantantes— que cualquier gozo, agonía, temor, deleite o frustración que uno este experimentando en ese momento, de hecho, se ha experimentado antes. En este sentido, un salmo puede ser tan íntimo como comunitario, profundamente personal y universal. Esa noche, en las Vísperas, en compañía de veinte hombres que habían hecho votos de pobreza, castidad, comunidad, trabajo y oración, y con quienes parecía tener tan poco en común, entoné las palabras del Salmo 39:

E incluso en el gran silencio que vino luego, me sentí un poco menos sola

Casi me salto un recorrido por la famosa gruta Ave María en mi último día en St. Bernard. Me costó siete dólares visitarla y ya me había puesto como Martín Lutero en la tienda de regalos, escandalizada por la venta de agua bendita, que, cuando lo piensas, no es muy diferente a los evangélicos que venden Biblias con diseños comerciales en sus librerías, pero, aun así.. Afortunadamente, un cielo azul y una brisa generosa me llamaron, y un puñado de otros turistas más un gato atigrado bajaban por el sendero sombreado que serpentea a través del extraño y encantador mundo del hermano Joseph Zoettle. El hermano Joseph fue a St. Bernard desde Baviera en 1892, cuando tenía tan solo catorce años. Condenado por el abad a que nunca podría cumplir su sueño de convertirse en sacerdote porque su joroba resultaba una gran distracción, Joseph fue puesto a trabajar primero en la cantera de los terrenos de la abadía, luego como amo de llaves itinerante en parroquias de todo el sureste (incluido, según supe, Dayton, Tennessee) y, finalmente, como el guardián de la central eléctrica de la abadía —un trabajo en el que atizó fuego, removió carbón, monitoreó medidores y solucionó todo tipo de fallas, a menudo durante diecisiete horas al día. Joseph odiaba el trabajo, y no tenía reservas en asentar sus problemas en sus diarios y compartirlos con sus compañeros monjes. Sin embargo, en 1918 descubrió los escritos de Teresa de Lisieux, cuyos famosos “pequeños caminos” lo inspiraron a realizar incluso sus tareas domésticas con amor. Comenzando con una pequeña gruta cerca de la cantera, Joseph usó su precioso tiempo libre para crear edificios en miniatura y santuarios de concreto, vidrio, baratijas y una variedad de materiales desechados de la construcción. Cuando su pequeña Jerusalén empezó a atraer a los visitantes de afuera de la abadía, el abad le pidió a Joseph que hiciera grutas en miniatura para venderlas y donar el dinero a la caridad. Joseph hizo más de cinco mil de estas obras antes de que se le liberara de esta tarea, a los cuarenta y cuatro años, para dedicar el resto de su vida a cuidar de su pequeño mundo. Para el momento en que murió, en 1961, el hermano Joseph había pergeñado Jerusalén, Belén, la Basílica de San Pedro, la Abadía de Montecasino, la torre inclinada de Pisa, los Jardines Colgantes de Babilonia y más de ciento veinte otras grutas, hitos, torres y santuarios repartidos en casi dos hectáreas, cada uno construido con una amalgama de piedras y conchas, cemento y alambre de gallinero, canicas y ceniceros, joyas y azulejos, incluso flotadores de inodoros —obsequios de todo el mundo para el hermano Joseph. El monje aún vigila el lugar con sus hombros caídos y su rostro pícaro, conservados en una estatua de bronce cerca de la entrada del ahora famoso sitio, conocido como la Gruta del Ave María gracias a su obra central. En las fotografías en blanco y negro del museo, el hermano Joseph viste un mono, un sombrero de niño pobre y tiene el ceño fruncido, exactamente como me imagino a un Owen Meany1 anciano. Al principio la descarada efervescencia del sitio abruma. Una tiene la sensación de que el hermano Joseph respondía cada desafío creativo que encontraba añadiendo un poco… de más. El resultado es una explosión de cemento, color y cursilería religiosa que, al mismo tiempo, entretiene y confunde. Deambulando por los escalones de cemento, dirigí mi cámara a una torre de Babel en miniatura salpicada de mosaicos, luego a un crucifijo hecho de botellas de tinta azul, más tarde a un llamativo santuario construido alrededor de una pequeña Estatua de la Libertad tipo souvenir, y por fin a un bebedero para pájaros con incrustaciones de conchas marinas del que crecía un ramo de tazones de postre unidos a “tallos” de varillas de hierro. El gato atigrado nos seguía de cerca, rascándose la espalda en el santuario de nuestra señora de Lourdes antes de hacer pis por todo el Partenón. Luego, encontré el templo de las hadas de Hansel y Gretel, uno de los favoritos de la multitud, con un pequeño órgano de piedra pómez digno de un saltamontes, un altar, un bautisterio hecho de frascos de crema fría y un dragón de cemento alado con ojos de mármol rojo escondido en el sótano. Había cierta alegría en la disposición desordenada de las cosas, con la basílica de San Pedro (cúpula hecha con una jaula de pájaros) compartiendo un vecindario con La Batalla del Álamo. Y había ternura en los detalles: los cactus en macetas alrededor de las misiones españolas, el cruce de ardillas atravesado por el camino, el monumento a los veteranos bordeado con docenas de pequeñas cruces “en memoria de los niños de St. Bernard asesinados en la Segunda Guerra Mundial”. Las reseñas del lugar reconocen que la escala de las miniaturas del hermano Joseph está notablemente distorsionada —torres, contrafuertes y puertas demasiado grandes o demasiado pequeños— pero la inspiración del monje provino casi en su totalidad de postales y libros. Caminó por las calles de Jerusalén, Roma y París solo en su mente. En el centro del jardín se encontraba la obra maestra del hermano Joseph —una cueva artificial hecha de hormigón, piedra y conchas, de ocho metros de profundidad y ocho de alto, donde nuestra Señora del Pronto Socorro era asaltada por una tormenta de blancas estalactitas de mármol (el hermano Joseph se ganó el premio mayor cuando un tren descarriló a unos treinta kilómetros de Cullman. De allí obtuvo un vagón de carga lleno de mármol dañado). El encuentro del rococó con el arte popular resultó ser demasiado para mí; no estaba segura de hacia dónde apuntar la cámara. Mi visita autoguiada concluyó con la Torre de las Gracias, una aguja de cemento ladeada con incrustaciones de conchas y coronada con cuatro bolas de cristal —verde mar a la luz del sol—, alguna vez usadas en redes de pesca flotante en Irlanda. Era demasiado para asimilar, pero a medida que caminaba fui desarrollando una afinidad especial por los santuarios al lado del camino. Espaciados en intervalos, representaron algunas de las obras más encantadoras e inventivas del artista e imitaron mojones de carretera similares a los que comúnmente se ven en toda Europa. A menudo erigidos en carreteras que conducen a lugares de peregrinaje populares, los santuarios al borde de las rutas se asemejan a pajareras o tabernáculos y, según mi guía, “proporcionan un lugar para que los viajeros se detengan y ofrezcan alabanzas y vuelvan el corazón y la mente hacia Dios”. Indican al peregrino que está en el camino correcto y lo invitan a adorar allí mismo. Mientras que los santuarios al costado del camino en Europa suelen albergar imágenes de Jesús, María y los santos, el hermano Joseph, por supuesto, agregó sus propias florituras, y les hizo aureolas a sus personajes con tapas de botellas, canicas, bisutería y conchas de cangrejo ermitaño. Me detuve en cada santuario y sonreí; su presencia era una especie de afirmación de que la peregrinación no siempre es una mala idea; que, incluso aquí, en un jardín de arte popular cursi en Cullman, Alabama, estaba en el camino correcto. Entre ellos, un busto de cerámica de Jesús que el hermano Joseph probablemente había recogido de una estación de servicio de algún lugar me miró y, con una tonta sonrisa, más propia de The Dude2 que del Hijo de Dios, parecía decir: “Continúa, Rachel. No te apresures. Recuerda que siempre estoy contigo, hasta el fin del mundo” Le saqué una foto y elevé una plegaria de agradecimiento —por la abadía St. Bernard, por la Misión, por Grace Bible Church, por Bible Chapel, por los eventos de jóvenes, las capillas de la universidad, las habitaciones parar orar de los aeropuertos y las conferencias cristianas; por los metodistas de Jackson, por los bautistas de Waco, por los monjes católicos de Alabama, incluso por los presbiterianos; por la Catedral Metropolitana de San Sebastián en Cochabamba, Bolivia, por la Capilla de la Transfiguración del Parque Nacional Grand Teton y por todos los santuarios al costado del camino de este mundo donde he encontrado refugio, aunque sea por un momento. Madeleine L’Engle dijo: “Lo grandioso de envejecer es que no pierdes todas esas otras épocas en las que has estado”.58 Creo que también es cierto para las iglesias. Cada una de ellas se queda en nosotros, incluso luego de habernos ido, añadiendo capa tras capa al palimpsesto de nuestra fe. Gracias al evangelicalismo, no necesito que Google me diga que Esdras le sigue a 2 Crónicas o dónde encontrar las palabras el amor es paciente, el amor es amable. Gracias a la iglesia emergente, sé que no soy la única que duda ni la única que sueña con convertir espadas en rejas de arado y lanzas en podadoras. Si no fuese por los anglicanos, nunca hubiera encontrado El Libro de Oración Común ni me hubiera enamorado de la Eucaristía. Si no hubiera sido por La Misión, nunca habría conocido la profundidad de mi propio ingenio ni la importancia de correr riesgos. El viaje viene con una carga, sí. Y con rotura de corazones. Pero también viene con muchos regalos. En un sentido, todos somos reparadores. Todos somos un poco como el hermano Joseph: reconstruimos nuestra fe un fragmento de vidrio roto a la vez. A tan solo una semana de mi viaje a St. Bernard, visité una comunidad cuáquera en la que uno de sus miembros, un joven hombre sin calzado y con una trenza, lo puso de esta forma: “Pasé muchos años viajando por varias tradiciones religiosas, buscando un lugar donde encajar. Pero ahora me siento perfectamente en casa aquí con los Amigos, en una misa católica o balanceándome y aplaudiendo en la Iglesia Episcopal Metodista Africana. Cuando el Espíritu vive dentro de ti, cualquier lugar puede volverse un santuario. Solo tienes que escuchar. Solo tienes que prestar atención”.59

Gigante tembloroso ¡Cuán monótonamente iguales son los grandes conquistadores y tiranos; cuán gloriosamente diferentes son los santos! —C. S. Lewis

Duda de Oriente. Le hablo a Dios pero el cielo está vacío —Sylvia Plath

Con la ayuda de Dios. Bajé al agua para refrescarme los ojos. Pero, a donde mire, veo fuego; lo que no es. pedernal es yesca, y todo el mundo, chispas y llamas —Annie Dillard

Viento. El viento sopla por donde quiere, y lo oyes silbar, aunque ignoras de dónde viene y a dónde va. Lo mismo pasa con todo el que nace del Espíritu —Juan 3: 8

Aceite. Has ungido con perfume mi cabeza; has llenado mi copa a rebosar —Salmo 23: 5

Sanación. Cuando nos preguntamos sinceramente cuál es la persona en nuestras vidas que significa más para nosotros, a menudo encontramos que es aquella que, en lugar de ofrecer consejos, soluciones o curas, ha escogido compartir nuestro dolor y acariciar nuestras heridas con una mano cálida y tierna —Henri Nouwen

“Dos meses antes de que naciera el bebé, nuestra casa se inundó y nos tuvimos que mudar —Me escribió en un correo electrónico—. Un mes antes de que naciera el bebé, mi auto, que estaba estacionado, fue chocado y quedó inoperante. Un día antes de nacer, el bebé dejó de moverse” “No sabía que los bebés saludables a término completo podían nacer muertos —dijo—. Fui al hospital con esperanza y miedo. Nunca encontraron un latido de corazón” La iglesia se unió, ayudó con los gastos del funeral y la comida, e incluso proporcionó una cabaña para un fin de semana de retiro para Claire y su esposo. Pero cuando volvieron a afrontar el largo y arduo viaje a través del dolor, se encontraron solos “No hay canciones de adoración para aquellos que duelan una muerte traumática —Escribió Claire—. No hay testimonio sobre sentirse olvidada cuando Dios no interviene para salvar a tu bebé. Queríamos tan desesperadamente que nuestra iglesia y pastor lucharan con nosotros, que cuestionaran, que enfrentaran esta verdad horrenda y brutal”. Pero su agonía se topó con lugares en común —versículos bíblicos, respuestas teológicas, promesas de un mejor mañana. Claire encontró sanación fuera de los muros de la iglesia —en terapia, en una pareja de amigos cercanos, en foros de Internet donde la fe, la duda y la pena eran discutidas abiertamente. Eventualmente, conectaron con otra iglesia, pero a ella aún suele costarle adorar “Mi consejero psicológico dice que ser parte de una iglesia en medio de un duelo puede ser como tener diez mil antenas receptoras —dijo—. Cualquier cosa, por mínima que sea, duele” Recibo muchos correos electrónicos de personas como Claire; personas que encajan perfectamente en la iglesia hasta que… un divorcio. un diagnóstico. un aborto espontáneo. una depresión. alguien se va. alguien hace una pregunta. se dice una verdad incómoda en voz alta. Y lo que encuentran es que cuando traen su dolor, sus dudas o sus incómodas verdades a la iglesia, alguien se las quita de las manos para intentar arreglarlas, para intentar hacerlas desaparecer. Se citan versículos bíblicos. Se aseguran cosas. Se hacen planes con diez pasos y resultados medibles. Con buenas intenciones teñidas de miedo, rastrean sus inventarios en busca de una cura. Pero hay una diferencia entre curar y sanar, y creo que la iglesia está llamada al trabajo lento y difícil de sanar. Estamos llamados a entrar en el dolor del otro, ungirlo como santo y mantenernos cerca sin importar lo que pase. En su libro Jesus Freak [Fanática de Jesús], Sara Miles lo explica así: “Jesús nos llama a nosotros, sus discípulos, y nos da autoridad para sanar y anunciar. No nos muestra cómo curar de manera confiable un embarazo molar. No nos muestra cómo hacer que un ciego vea, secar cada lágrima o expulsar todo tipo de demonios. Pero nos muestra cómo entrar en un tipo de vida en la que los pedazos rotos y enfermos se mantienen con amor y cobran sentido. En el que los extraños, literalmente, se tocan entre sí y, al hacerlo, crear una comunidad lo suficientemente espaciosa para todos”.72. La cuestión con la sanación, en oposición a la curación, es que es relacional. Lleva tiempo. No es eficiente; es como un río sinuoso. Rara vez, sanar sigue un camino directo o bien señalizado. Rara vez satisface nuestras expectativas o resuelve de manera práctica y a tiempo. Caminar junto a alguien a través del duelo o a través de procesos de reconciliación requiere paciencia, presencia y voluntad para deambular con la persona, para tomar el camino largo. Sin embargo, a la iglesia moderna no le gusta deambular ni esperar. A las iglesias actuales les gustan los resultados. Convencidos de que el evangelio es un producto que tenemos que vender para un mercado que cada vez decrece más, nos gusta que nuestras personas funcionen como publicidades caminantes: felices, resueltas, terminadas —¡Ven, pruébalo! ¡Este asunto de Jesús FUNCIONA! En el mejor de los casos, tal cultura genera robots al estilo Las mujeres perfectas, con sonrisas pintadas y movimientos programados. En el peor de los casos, crea ambientes donde el abuso y la corrupción se cubren para proteger reputaciones y preservar imágenes. “El mundo está mirando —les gusta decir a los cristianos—, así que actuemos de la mejor manera y ocultemos rápidamente el desastre. Hagamos algunas tomas de antes y después y filmemos imágenes llamativas de nuestro producto milagroso que blanquea cada signo de suciedad y oculta los signos de enfermedad” Pero, si el mundo está mirando, también podríamos decir la verdad. Y la verdad es que la iglesia no ofrece una cura. No ofrece una solución rápida. La iglesia ofrece muerte y resurrección. La iglesia ofrece el trabajo desordenado, inconveniente, desgarrador e interminable de sanación y reconciliación. La iglesia ofrece gracia. Cualquier otra cosa que intentemos vender es remedio de curandero. No es real. Como lo expresa Brené Brown: “Fui a la iglesia pensando que sería como una epidural; que me sacaría el dolor… Pero la iglesia no es como un epidural; es como una partera. Pensé que la fe diría ‘te sacaré el dolor y la incomodidad’, pero dijo ‘me sentaré junto a ti durante el proceso’”.73. Conozco una creyente sanadora aquí en Tennessee que entiende esto mejor que la mayoría. Becca Stevens es una sacerdotisa episcopal de Nashville, y fundadora de Thistle Farms, una empresa social que entrena y emplea a mujeres que se están recuperando de abuso, prostitución, adicción, trata, prisión y la vida en las calles. A medida que las mujeres se sanan a través de la terapia y la comunidad que brinda el programa Magdalene, ofrecen sanación a otros a través de baños aromáticos y los productos corporales que elaboran con aceites esenciales y venden en tiendas y en Internet.74 En Thistle Farms, sanar huele a lavanda, árbol de té, menta y vainilla. Se siente como una loción y un bálsamo corporal masajeados en la piel. Es como una vela parpadeante y suena como una tetera que silba de fondo. Y lleva tiempo “Fabricar y vender aceites —dice Becca— nos recuerda que sanar no es un evento, sino más bien un viaje que recorremos a medida que regresamos a la memoria de Dios”.75. El viaje no siempre es suave. Aunque el 72 por ciento de las mujeres que se unen al programa Magdalene aún permanecen limpias y sobrias dos años y medio luego de empezar, como cualquier otro grupo de recuperación, este conoce el aguijón de la decepción, el fracaso, los giros en falso y la recaída. Pero el amor, dice Becca, “nos lleva más allá del camino angosto de creer que la sanación es moverse del diagnóstico a la cura… Sanar es un resultado natural del amor. Mientras aprendemos a amar, aprendemos a sanar”.76. Sumado a su trabajo en Thistle Farms, Becca aboga por un uso creativo y efusivo de aceites sanadores en las iglesias —no como una panacea o un encanto mágico, sino como un regalo, un signo externo de una gracia interna. “¿Por qué conformarse con solo una gota de aceite para el crisma —argumenta—, cuando se puede llenar todo un santuario con un dulce aroma y hacer participar todos los sentidos en la adoración?”. En su propia iglesia, una mesa con una variedad de aceites esenciales (lavanda, hoja de canela, limoncillo, jazmín, geranio, bálsamo, mirra) invita a los feligreses a hacer sus propias mezclas para ungir las manos y los pies de las personas que aman y sirven. Becca elabora mezclas especiales para mujeres embarazadas, parejas en consejería prematrimonial, para quienes están enfermos, para quienes se embarcan en nuevos viajes emocionantes y para quienes viajan por caminos difíciles de sanación. El aroma, combinado con una oración y un toque gentil, puede tener efectos sanadores poderosos en una persona, física, espiritual y emocionalmente. Y el tiempo y la intención que lleva crear aromas personalizados señala un compromiso para quedarse a largo plazo. En última instancia, el ungimiento es un reconocimiento. Es una forma de hablarle a alguien que sufre y, sin palabras, lugares comunes ni soluciones vacías, decir esto es realmente grande, importa, estoy aquí. En un mundo que lo cura todo rápido, la verdadera sanación puede llegar a ser uno de los regalos más poderosos y contraculturales que la iglesia tiene para ofrecer, si tan solo rendimos nuestro impulso a curar, si tan solo dejamos que el amor haga lentamente el trabajo sinuoso

Siete años después de la campaña “Vota sí a la uno” y de que saliera volando de mi congregación, redescubrí la iglesia en un lugar improbable: la conferencia anual “Live It Out” [Vívelo] de la red de cristianos gay en Chicago. Fundada por Justin Lee, un joven que creció como bautista del sur y sobrevivió a los efectos destructivos de los “ministerios ex-gay” hasta, eventualmente, aceptar y abrazar su sexualidad, la red cristiana gay ofrece comunidad y apoyo a cristianos gay, lesbianas, bisexuales y transgénero, junto a sus amigos, familia y aliados. El grupo es ecuménico, pero atrae a muchos evangélicos, de los cuales una gran parte la conforman quienes han sido marginados o expulsados de las iglesias en las que crecieron. Algunos de los más de setecientos asistentes creían que las Escrituras los obligaban a dedicar sus vidas al celibato, mientras que otros creían que les otorgaban la libertad de buscar relaciones y matrimonio entre personas del mismo sexo. En la mesa había lugar para todos. En la conferencia me tocó hablar como aliada. Sin embargo, a las pocas horas de llegar a Westin, en el Río Chicago, quedó claro que tenía poco que enseñar a estos hermanos y hermanas en Cristo y bastante que aprender de ellos. Hablo en docenas de conferencias cristianas al año, pero nunca he participado en una tan energizada por el Espíritu, tan desprovista de teatralidad vacía, tan basada en el amor y abundante en la gracia. Como lo expresó un participante: “Es una conferencia cristiana sin complejos” Y, de hecho, lo fue. Había comunión, confesión, adoración y compañerismo. Había una gran preocupación por honrar la Escritura y amar como Cristo amaría, incluso a través de las diferencias y el dolor. Había muchos abrazos, sollozos y oración… y abrigos con rombos. Pero lo que más me asombró era el grado de sufrimiento que había experimentado muchos de los asistentes; a veces, brutal, a manos de cristianos que intentaron “curarlos” de su orientación sexual. Una mujer joven describió cómo fue pasar por una ceremonia de exorcismo diseñada para expulsar el demonio del lesbianismo de su cuerpo. Otra acudió al consejero cuando su terapeuta insistió en que ella debía haber sido abusada o maltratada por sus padres, cuando no había sido así. Un hombre siguió el consejo de su pastor y se casó con una mujer, esperando que el sexo heterosexual lo convirtiera; una decisión que llevó a consecuencias desgarradoras. Muchos en la conferencia se habían sometido a ministerios evangélicos ex-gay, el más grande de los cuales había cerrado sus puertas hacía poco, cuando su presidente admitió que la terapia reparadora para cambiar la orientación sexual pocas veces, si es que alguna, era efectiva. Persona tras persona contaron historias sobre ser expulsados de su iglesia o de su familia luego de salir del clóset (de los, aproximadamente, 1, 6 millones de jóvenes estadounidenses sin hogar, entre el 20 y el 40 por ciento se identifica como lesbiana, gay, bisexual o transgénero). Muchísimos contemplaron el suicidio en su adolescencia, después de rogarle a Dios que los “arreglara”, sin éxito. Y, aun así, aquí estaban; cuando tenían todo el derecho del mundo de correr tan lejos como pudieran de la iglesia, estaban adorando juntos, orando juntos, sanando juntos. Aquí estaban, siendo la iglesia que los había rechazado. Me sentí furiosa con la enorme capacidad del cristianismo para lastimar e igualmente asombrada por su milagrosa capacidad para sanar. La noche final de la conferencia dio un momento de micrófono abierto, en el que los participantes estaban invitados a compartir sus historias en frente de todo el grupo en el salón principal. Uno por uno, cientos de hombres y mujeres valientes se aproximaron al micrófono, respiraron profundo, y dijeron la verdad “Soy María, la mamá de Jacob”, dijo con acento del medio oeste una mujer bajita que vestía jeans, una camiseta blanca y, como varios de los padres en la conferencia, un pin gigante que anunciaba “ABRAZOS DE MAMÁ GRATIS” en grandes letras rojas.77 “Esta noche quiero pedirle perdón a Jacob, y también a ustedes, porque... —Su voz empezó a temblar—. Porque hasta este fin de semana me sentía avergonzada de mi hijo” Ahogó un sollozo con las manos mientras esperábamos en un denso silencio “No quería que la gente de mi iglesia supiera que él era gay porque tenía miedo de lo que pensarían, de lo que dirían —dijo, finalmente—. Pero ya no más. Estoy muy orgullosa de mi hermoso hijo y de todos ustedes. ¡Estoy tan orgullosa que voy a gritarlo desde los tejados!” Una risa gentil sobrevino en el salón “Lo siento —dijo María, primero mirando a su hijo y luego al resto de la audiencia—. Lo siento mucho. Por favor, perdónenme” “¡Te perdonamos!”, gritó una mujer detrás de mí. Jacob corrió hacia el frente y abrazó a su mamá. Se abrazaron durante cinco minutos antes de que la siguiente persona se acercara al micrófono “Recuerdo la primera vez que me gritaron… una palabra homofóbica”, dijo la jovencita de no más de veinte años, que tenía una flor en su cabello y mantenía la mirada en sus zapatos. Le llevó un tiempo proseguir “Fue en la iglesia” Alrededor de la sala, se escuchaba a las personas suspirar con tristeza “Esta es la primera vez en mucho tiempo que soy capaz de estar rodeada de cristianos sin tener miedo— dijo, sin levantar la vista—. Así que gracias por eso” “Desde que comencé la adolescencia, empiezo todos los días de la misma forma”, dijo un hombre apuesto que llevaba sombrero y hablaba con confianza “Primero, me miro en el espejo y me pregunto, ‘¿Este atuendo luce demasiado gay?’” El público rio “Después de vestirme —dijo, con una risa irónica— vuelvo al espejo y me digo a mí mismo: ‘Mike, cuida tus manos. Mike, ten cuidado con tu voz. Mike, no te rías demasiado fuerte. Mike, no camines de esa manera. Mike, hagas lo que hagas, no actúes tan gay’” Su voz se quebró de pronto “No quería perder mi trabajo en el ministerio —prosiguió, después de recuperarse—. Pero estoy tan cansado de esa rutina. Después de veinte años, no puedo seguir haciéndome esto. Basta. Dejé de hacer de cuenta que no pasa nada. Dejé de fingir. Es hora de decir la verdad: soy cristiano y soy gay” El público aplaudió. A continuación pasó al frente un afroamericano en silla de ruedas y el teatro se vino abajo cuando se acercó al micrófono. Esperó un momento y declaró: “Soy negro. Soy discapacitado. Soy homosexual. Y vivo en Mississippi. ¿En qué estaba pensando Dios?” Le siguió un estudiante universitario que finalmente había reunido el coraje para salir del clóset ante sus padres “No salió tan bien como esperaba”, dijo. Y en el doloroso silencio que siguió, muchos entendieron. Y luego hubo un joven que había asistido el año anterior en medio de una profunda depresión, pero que había regresado este año con nueva iglesia, una dinámica familiar más saludable, y novio. “Viene lo mejor”, dijo. Casi llegando al final de la sesión, un hombre delgado de mediana edad con camisa de vestir se acercó al micrófono “Estoy aquí para pedir su perdón”, dijo suavemente “He sido pastor de una denominación conservadora durante más de treinta años y solía ser un apologeta antigay. Sabía cada argumento, cada versículo bíblico, cada perspectiva y cada posición. Podía ganar un debate contra cualquiera, y confieso que grité unas cuantas veces ‘herejes’. Estaba absolutamente seguro de que lo que decía era verdad y asumí defender esa verdad a muerte. Pero luego conocí una joven lesbiana que, en un periodo de muchos años, poco a poco cambió mi mente. Es una persona de gran fe y gracia, y su vida es su mejor apologética” El hombre empezó a secarse las lágrimas de la cara con las manos “Lamento tanto lo que les hice —continuó diciendo—. Quizás no los haya herido directamente, pero sé que mi apologética mal guiada, y luego mi silencio cómplice, probablemente hizo más daño de lo que jamás pueda saber. Lo lamento profundamente y me arrepiento con humildad de mis acciones. Por favor, perdónenme” “¡Te perdonamos!”, gritó alguien desde el frente. Pero el pastor levantó la mano y continuó hablando “Y, como si las cosas no se pudieran poner más extrañas —dijo, con una risa nerviosa—, el otro día llevé a mi hijo a la escuela —está en el último año de la secundaria— y hablamos sobre este mismo asunto. Cuando le dije que recientemente había cambiado mi opinión sobre la homosexualidad, guardó silencio un minuto y luego dijo: ‘Papá, soy gay’” Casi todos en el cuarto quedamos boquiabiertos “A veces me pregunto si estos últimos años de estudiar, orar, y repensar las cosas no habrán sido una preparación para ese instante —dijo el pastor, con voz estremecida—. Fue uno de los momentos más importantes de mi vida. Estoy tan feliz de haber estado preparado. Estoy tan feliz de haber estado listo para amar a mi hijo por quien es” Para el final de la sesión a micrófono abierto, entendí exactamente por qué me decían que ni me molestara en usar rímel. Fueron algunas de las horas más sanadoras, poderosas y empapadas de gracia de mi vida. Fue, en definitiva, iglesia. El otro día, en una charla, mi interlocutor se preguntaba si quizás los cristianos LGBT tenían un rol especial para enseñarle a la iglesia cómo abordar de manera más reflexiva los problemas relacionados con el género y la sexualidad. Le dije que creía que era algo más; que a partir de la conferencia de la red de cristianos gay, fui convencida de que los cristianos LGBT tienen un rol especial para ejercer: enseñarle a la iglesia cómo ser cristianos. Cristianos que nos decimos unos a otros la verdad. Cristianos que confesamos nuestros pecados y perdonamos a nuestros enemigos. Cristianos que abrazan a sus vecinos. Cristianos que se sientan con nosotros en nuestro dolor y nuestra sanación, y esperan la resurrección

Tedio evangélico. Y conozco todos los pasos que me llevan a tu puerta. Pero no quiero ir allí nunca más —Taylor Swift

El asunto del coche fúnebre. El reporte de mi muerte fue una exageración —Mark Twain

Perfume. El aroma es un mago potente que te transporta a través de. miles de kilómetros y por todos los años que viviste —Helen Keller

Coronas. Entrarán en Sión con cantos de alegría, coronados de una alegría eterna. Los alcanzarán la alegría. y el regocijo, y se alejarán la tristeza y el gemido —Isaías 35: 10

Misterio. Esto es un misterio profundo; yo. me refiero a Cristo y a la iglesia —Efesios 5: 32

Cuerpo. Ahora bien, ustedes son el cuerpo de Cristo, y cada uno es miembro de ese cuerpo —1 Corintios 12: 27

Reino. La fe proviene de escuchar las historias correctas —Michael Gungor

Oscuridad. Sin saber cuándo vendrá el amanecer, abro cada puerta —Emily Dickinson

Agradecimientos

Sobre la autora

Отрывок из книги

Hablan de Buscar el Domingo

y la persona que me da más

.....

esperanzas sobre el futuro de la iglesia.

Y para la comunidad del blog —escribí

.....

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